04/06/2019
Córdoba del 69
Por Marisa Bertone
Esta crónica debería ser escrita por quienes fueron líderes protagónicos de aquella histórica jornada de lucha. Sin embargo, sus voces fueron violentamente silenciadas. Agustín Tosco, dirigente del sindicato de Luz y Fuerza, murió en la clandestinidad en noviembre de 1975 al no recibir adecuada atención médica. Atilio López, de la Unión de Transporte Automor (UTA), fue asesinado por la triple A el 16 de septiembre de 1974. Dirigentes y participantes de la Agrupación de Estudios Sociales de la Universidad Católica de Córdoba, que tuvieron rol destacado en la articulación entre estudiantes y obrerxs, fueron secuestradxs y desaparecidxs a partir del Golpe de Estado de 1976 [1]. Tuve el privilegio de compartir con todxs ellxs momentos decisivos de mi vida.
Escribo este testimonio para honrar su memoria.
“En las fogatas callejeras ardió el entreguismo, con la luz, el calor y la fuerza del trabajo y de la juventud, de jóvenes y viejos, de hombres y mujeres. Ese fuego que es del espíritu, de los principios, de las grandes aspiraciones populares ya no se apagará jamás”
(Carta de Agustín Tosco sobre el Cordobazo desde la cárcel de Rawson. Junio 1970)
Un cambio radical
En marzo de 1967 comencé a estudiar Psicología en la Universidad Católica de Córdoba (UCC). En diciembre de ese año aprobé todas las materias sin haber hecho ningún esfuerzo. Estudiábamos con apuntes, había materias teológicas, los exámenes me resultaban fáciles, me aburría. ¿Esto es todo?, me preguntaba. Me parecía verdadera la chicana que con humor nos lanzaban lxs de “la Nacional” (la Universidad Nacional de Córdoba): “la de ustedes, más que una universidad parece una escuelita, compran el título en cómodas cuotas mensuales”, aludiendo a los aranceles que pagábamos.
Por el contrario, era en los cafetines de las dos sedes que tenía la Universidad, donde yo sentía la pasión de vivir. En mesas llenas de estudiantes que hablaban en voz alta en medio del humo de los cigarrillos, discutíamos y dábamos rienda suelta a charlas existenciales. Así fue como escuché por primera vez hablar de la Agrupación de Estudios Sociales (AES). En el seno de esa universidad elitesca y conservadora, y en plena dictadura de Onganía, un grupo de estudiantes estaba convencido de que el compromiso de lxs universitarios cristianxs, debía ir más allá de “recibirse para ganar dinero”. Así nació la Agrupación. Las injusticias sociales, la teología de la liberación, el movimiento de sacerdotes para el tercer mundo, el peronismo, el marxismo, la revolución cubana, el compromiso del Che y del sacerdote colombiano Camilo Torres, eran temas de debate y discusión permanentes. Para el 1o de mayo del año siguiente, 1968, el AES invitó al estudiantado a participar de un acto al que convocaba la CGT local con motivo del Día del Trabajador, en el marco de un plan de lucha contra las medidas antiobreras de la dictadura de Onganía. Le propuse a una amiga cordobesa que fuéramos juntas. Su padre nos dijo que ése “no era ambiente para mujeres”. Desobedientes, fuimos. Fue mi primer paso en la lucha “obrero–estudiantil”, que se libraba en esos años en varias ciudades del país: Tucumán, Corrientes, Rosario, y también en Córdoba, donde un poderoso y combativo movimiento obrero fabril estaba a la vanguardia.
La proclama incendiaria
En el receso de invierno de ese año 1968 el AES organizó un viaje a Tucumán para conocer la realidad social de esa provincia. Visitamos algunos de los ingenios que Onganía había cerrado, con la connivencia de sus dueños, bajo la excusa de la “modernización productiva”. Me veo sentada en el patio de una casa de adobe, hablando con una madre que tenía un bebé en su falda. Le faltaban varios dientes, parecía mucho más vieja. Otrxs niñxs jugaban descalzxs en el patio de tierra, las barriguitas hinchadas por los parásitos. Algunxs chupaban caña y nos miraban desde lejos, los cabellos en greñas, sin atreverse a acercarse. Cientos de miles de trabajadores cañeros habían sido arrojados al exilio interno por la pérdida de sus fuentes de trabajos. Hablamos con dirigentes de la FOTIA (Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera), que nos transmitían la mística de su lucha. Por las noches, reflexionábamos sobre la necesidad del compromiso militante frente a la violencia estructural de injusticia que imponía “el sistema”. En las guitarreadas no nos cansábamos de pedirle a Jorge Mende que cantara El orejano. Porque no me llenan con cuatro mentiras/Los maracanases que vienen del pueblo/A elogiar divisas ya desmerecidas/ Y hacernos promesas que nunca cumplieron, nos emocionaba el recitado. Teníamos alrededor de 20 años de edad. En ese lapso, 3 presidentes elegidos democráticamente (Perón, Frondizi, Illia) habían sido derrocados por golpes de estado. El peronismo llevaba 13 años de proscripción. La democracia era para nosotros una palabra hueca. Las elecciones, un fraude estructural.
Todo lo que se relacionaba con “violencia” o “lucha armada” me producía miedos y resquemores. A pesar de eso, al regresar del viaje fui elegida como vocera del grupo, para leer un documento en una rueda de prensa, en el que terminábamos manifestando nuestro compromiso de incorporarnos a la lucha del pueblo, que sería violenta como reacción a la violencia opresora. El documento no pasaría desapercibido en la comunidad académica. Tampoco para los “servicios de información”.
Desde la Federación de Centros de Estudiantes -yo pertenecía al de Psicología- exigíamos también la democratización de la Universidad, mayor número de becas, rebaja de los aranceles, que las materias religiosas no fueran obligatorias, y derecho al “cogobierno”, obtenido para las universidades estatales desde la Reforma de 1918.
Vivir el cordobazo
Los días previos al 29 de mayo de 1969 fue creciendo la indignación pública contra la represión y la pérdida de derechos laborales que imponía el plan de la dictadura. El 21 se concreta un paro general de estudiantes. Los de la UCC nos declaramos en estado de asamblea y somos apoyados por el resto del movimiento estudiantil. El Barrio Clínicas es tomado por lxs estudiantes. Se producen fogatas y choques con la policía, que reprime cada vez con más violencia. Invitamos a Tosco a un acto en nuestra Universidad. Las autoridades rechazan esa presencia. Nosotrxs nos solidarizamos con el dirigente. El día 26 el movimiento obrero resuelve en asamblea un paro de 37 horas a partir de las 11 horas del 29 de mayo, con abandono de trabajo y concentraciones públicas de protesta. Crece la expectativa por este gran paro.
Las movilizaciones callejeras, con sus peligros de enfrentar la represión, me producían siempre mucho miedo. Ese 29 de mayo no fue la excepción. No estuve a la vanguardia ni fui una de sus dirigentes, pero sí participé de la movilización. Cerca del mediodía, esperé en la Plaza Vélez Sársfield a las columnas que venían desde la planta de la fábrica Ika–Renault. Se percibía la tensión en el ambiente. Hacía pocos días habían asesinado a los universitarios Juan Cabral en Corrientes y Adolfo Bello en Rosario. La muerte era una posibilidad real. Tan real que a las pocos horas de ese mediodía corrió el rumor: la policía reprimía con balas, habían asesinado, muy cerca de allí, en el cruce del Bulevard San Juan con Arturo M. Bas al obrero de la Ika Renault Máximo Mena. Fui por la Avenida Vélez Sársfield hacia la Avenida Colón. El barrio Clínicas en llamas, resistía con barricadas y desde las azoteas. La policía, desbordada, estaba retrociendo.
Un obrero que venía caminando atrás de mí me tocó la cola. Le reclamé enojada: –¿Cómo se le ocurre, compañero? –Perdoná –me respondió–. Es que estoy tan contento que me dieron ganas de coger –dijo y siguió su paso apurado. Me sonreí porque yo también estaba alegre. Tuve clara conciencia de que vivía un momento histórico. “Obreros y estudiantes, unidos y adelante” había dejado de ser sólo una consigna.
Caminé por la calle Colón y vi las marcas de aquella rebelión furiosa: las barricadas humeantes, las vidrieras de la Xerox (símbolo de los intereses estadounidenses) hechas añicos, los Citröen arrancados de la Concesionaria, quemados y puestos ruedas arriba sobre la calle, uno detrás de otro. Se estaba produciendo el cordobazo.
Un obrero de una estación de servicio, llegó hasta la casa donde trabajaba su novia, a bordo de un Citröen. Contenta, ella creyó que por fin podrían tener un auto.
–Estás equivocada –le aclaró el novio–. Esto no es un robo. No es para nosotros. Ahora lo devuelvo y lo quemamos.
Cuando empezó a oscurecer, regresé a la pensión de la calle Rivadavia donde vivía, frente al Mercado Norte. El día siguiente las radios daban la noticia: el Ejército avanzaba sobre la ciudad, se habían formado Consejos de Guerra. Esa noche, con mis amigas de dormitorio quisimos ver la calle que estaba vacía, a oscuras, en completo silencio. Abrimos las altas persianas de metal que cerraban nuestro balcón y nos asomamos. Un soldado joven (seguramente un conscripto) nos apuntó con su fusil y gritó:
–¡Cierren o disparo!
Me pareció que tenía más miedo que nosotras.
Entonces escuché hablar del penal de Rawson. Tosco había sido condenado en un juicio sumario por un Tribunal de Guerra a 8 años de cárcel, y Elpidio Torres a 4. La condena la cumplirían en esa cárcel de la Patagonia, adonde dos años después, en marzo de 1971 entraría yo también como presa política.
Notas
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[1] Humberto (El conde) Annone, Hugo Baretta, Marta Benassi, Julia Brocca, Miguel Ángel (el Negro) Bustos, Claudio Ehrenfeld, Diana Ferrari, Mario Godoy, Carlos (Pichi) Laluff, Leticia Jordán, Ramón Roque Maggio, Jorge Mende, Alberto (Momo) Molina, Miguel (Chicato) Mozé, María Leonor (Marilor) Papaterra, Mariano Pujadas, Silvia Suárez, Norma y Silvia Waquin. ¡PRESENTES. AHORA Y SIEMPRE!
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