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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

04/02/2019

Las ocasiones #2- Luz Helena Cordero Villamizar

Revista Haroldo publica en esta oportunidad a la poeta colombiana Luz Helena Cordero Villamizar. Los versos de Luz visibilizan y recuperan a los sin voz, a los perdidos en los agujeros de la memoria, a los olvidados de la Historia contada en libros y manuales.

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Sergio Pisani

Ser piedra

Piedra soy.
En piedra me conjugo, me solazo, me habito, me trituro,
me quiebro, me decanto, me vierto, me acongojo.
Soy la que no teme al rayo, al cuchillo, al grito.
La negación del viento y sus caballos,
la envidia de la hoja,
la tentación del agua, su juguete.
El ejemplo que ofende,
la fría certidumbre,
el cuerpo donde fracasa la muerte.
Soy la casa que te sobrevive,
el barro que pisaste,
la pesadilla y su recuerdo,
el río detenido,
la hora que atraviesas, temeroso,
lo que callas y te pesa en el estómago,
el punto de quiebre de la flor,
el canto mudo de la tierra,
el enigma, la ruina, la amenaza.
Soy la forma que ofende al círculo,
la agonía de la línea,
el borde que lastima y crece en el dolor,
la pedante, la que vence las uñas de la fiera,
la incorrupta, la que luce su corazón de yeso
por el que claman los dolientes y sus sombras.
No me afano en ser piedra
y soy piedra por todos los costados.
Solo la belleza me fragmenta.


Samuel

Tenía las manos cubiertas de señales, matizadas de tiempo,
las manos justas para acariciar palomas y acomodarse el sombrero.
Todo en su piel era un mapa de sucesos.
Alto y delgado, en la espalda tenía la curva exacta
para acomodar el costal, la casa
y la memoria, justo lo que más le pesaba.
Samuel olía a leña, a campo,
sus alpargatas hablaban de veredas, de agobio.
Fue un niño medroso, con los ojos enormes del espanto.
Sin otra razón para crecer,
se vio forzado a habitar su estatura.
Más allá del humo, del machete,
de la historia que engullía sin dientes,
de sus labios salían coplas, cándidas retahílas.
Nunca dejó oír una queja, excepto en las pesadillas
en las que volvían la madre, el fuego, sus manos mínimas.
Samuel fue a vivir a nuestra casa
y con él llegaron la tierra, la cuajada,
la historia de un país desconocido.
Era un enigma errando entre los carros,
desatinado como un cisne en la avenida,
héroe y víctima de la adversidad.
La historia no se ocupa de personas así, fundamentales,
sin ellas no es posible atar los cabos,
templar las cuerdas de la voz.
Nunca supo trazar una letra
pero hoy habita estas palabras.

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Sergio Pisani

La aguja

Cuando lo liberaron,
el teniente escondía entre sus botas
los bordados que había hecho
durante cinco mil ciento cuarenta y un días
con esos hilos rasgados con parsimonia
a inútiles prendas donde dormían los colores.
La aguja invicta iba, venía, taladraba la noche
y penetraba silenciosa cada agujero en la memoria.
La gloria punzante de su brillo,
su tensa caligrafía,
si cabe el artilugio de bordar los pensamientos.
La angustia de ser hilo y estar a punto de romperse.
El teniente perdió su boca, hundió sus ojos en la tierra,
fue rana, tapir, ciempiés, chamizo, cadena.
Solo la aguja compuso las palabras,
tejió el tiempo vencido, el remoto, el sueño,
solo la aguja como única dueña de sus manos.
Allí, entre sus botas, ahora en libertad,
-pensó y no lo dijo-
guardaba el miedo de perder una aguja.
Cómo decirlo, cómo gritarlo,
su más noble arma en la batalla.

Guardia indígena

El guardia Nasa empuña su bastón de mando
mientras en sus manos se agitan los colores
que disputan las cintas a las mariposas,
cuando resuena la voz de la montaña
herida de nuevo con su parentela,
canta la roca su impericia,
su inútil sueño de dinosaurio,
zumban los obuses y se agitan los matorrales
mientras muere la serpiente de ataque repentino,
sacudida por un sol de medianoche.
Herido está el aire en su orfandad.
El bastón tiene la estatura, la distancia
que va de la tierra al corazón
y la mano del guardia lo sostiene todavía
aunque sus ojos se han ido
mientras él sueña volver al gran río,
ahora que ya no hay nada para cuidar,
ahora que ha perdido el regreso.

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Sergio Pisani

Crónica de un árbol que cae

Cuando el árbol cayó sobre la avenida
los autos tuvieron que apagar sus motores,
la niña que llevaban aprisa hacia el colegio
pudo contar las ramas,
pintar con otro verde la panza de los números.
El hombre del Renault dio un puñetazo a sus piernas,
una señora de amarilla tristeza sacó su lápiz de labios
y estampó una sonrisa en el retrovisor,
los comerciantes de seguros imaginaron qué habría pasado
si el árbol cae sobre alguno de los carros,
un vendedor de café zigzagueaba feliz con el rojo de su termo,
el motociclista lamentó la madrugada
sin el recuerdo de un abrazo,
algunos tontos hicieron sonar sus bocinas
como si el ruido pudiera despertar al árbol.
A los pocos minutos llegaron treinta bomberos,
diez policías, tres periodistas, un obrero con su sierra
y rodearon al muerto con sus cintas y sus voces portátiles.
Pronto la fila de coches fue una larga serpiente de furia
que abrevió la ducha del presidente.
En veinte minutos el tronco fue mutilado
por los chirridos del acero y la fuerza del hombre
que parecía convulsionar en medio de un séquito de espectadores.
Brazos y palas retiraron las ramas
y la avenida volvió a ser la de siempre:
un largo bostezo, un furioso tropel de adversidades.
El muñón quedó derribado entre la hierba,
expuesta su médula húmeda, su corazón de perfume a la intemperie,
su sangre de madera quedó allí como el rastro del azar,
como el informe de un instante que pudo llamarse felicidad.
Allí sigue todavía el despojo del árbol
que quiso alterar la conciencia de los días.
Es otro héroe caído. Otro monumento a la torpeza.

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Sergio Pisani

Advertencia

Nos han dicho que no nos engañemos
que todo lo que pasa es solo el pensamiento de Dios
nos piden no hacer caso a los gritos
que vienen de la calle
al ceniciento manto de las frutas
a la peste de peces lloviendo por toneladas en las fosas
al vapor de las pesadillas
a la imagen de estrangulados ficticios
al concierto de metrallas que nadie escucha
aunque palpemos los agujeros en los huesos
No hacer caso a las preguntas de los niños
pues llevan oculta la respuesta insolente
Se pide no escuchar tanta palabra que acuchilla
Si es preciso salir
nos aconsejan no abrir los ojos
seguir la ruta paciente de las manos
la cascada de sombras
y una voz que repita nuestro nombre
No es para alarmarse
ya aprenderemos a vivir así́
nada es demasiado terrible en tu país
nada es demasiado terrible
nada es demasiado
nada es
nada.

Plegaria a la fatalidad

Señora de la fatalidad:
prepare bien su equipaje de moscas,
enzarce con descaro su muy estropeada cabellera,
desate sus pesadillas,
recorra los rincones del pavor,
la orilla del desconcierto,
teja su cadena insensata,
anide tiernamente en los brazos del verdugo,
beba la negra miel de los ejércitos.
Usted,
que es eterna e infalible
y nunca nos abandona,
antes de su próximo arribo
¿Podría devolvernos la memoria?

//

Sobre Luz Helena Cordero Villamizar

Cómo definirme sin hablar de mi país. Cómo liberarme de ese yugo de abrazos y rencor. Quisiera ser ciudadana del mundo pero no lo logro. Nos marcan con hierro candente la identidad, nos clavan las fronteras en la frente. Nací en Bucaramanga, una ciudad sobre una meseta, algo así como una isla rodeada de barrancos. Para llegar allí desde Bogotá se debe atravesar una cordillera de montañas áridas y escarpadas que forman el majestuoso Cañón del Chicamocha. Dicen que nos parecemos al paisaje, somos toscos y fuertes. Pero dentro de la nuez llevamos la ternura.

Este es el país donde cantan las cigarras, de alucinante geografía, delicioso café, montañas de frutas, “rosas maniatadas” que perfuman el mundo entero. Nos caracteriza la rica diversidad de ámbitos naturales, culturas y regiones. Cargamos con una historia y un presente de confrontaciones armadas, de gobiernos corruptos. Desayunamos y cenamos peculados, asesinatos, escándalos políticos que al otro día se convierten en chistes. Trabajamos para tres familias que deciden nuestra forma de vida, que administran la miseria material y mental. Pasamos rápidamente de la desazón colectiva a la fiesta. Es la dinámica del vivir, como si creyéramos en un dios impotente.

Desde que tengo memoria, la violencia ha sido un personaje de los cuentos. Por estas tierras el miedo no nació de los fantasmas o las brujas; vino de la barbarie que arrasaba los campos donde abuelos y abuelas fueron niños espantados y mudos. El tío Samuel a sus sesenta años seguía llamando a la madre todas las noches en sus pesadillas. Sus gritos a media lengua eran el modo de salvarla de las llamas que se la quitaron cuando era un niño. En casa todos tenemos víctimas y victimarios.

Cuando en vez de hadas madrinas, uno crece con sombras que asustan, no tiene otro remedio que cazarlas. Lidiar con la desgracia requiere formas de afrontamiento y de reacción creativas. Creo en la fuerza de la palabra poética para trascender el presente e incidir en el acaecer humano. La literatura elabora la memoria colectiva, propone símbolos, nuevas interpretaciones de lo real y lucha contra el olvido. La fuerza de lo simbólico estremece, con-mueve el mundo. Cuando escribo intento transformar, buscar sentidos y ser un poco más humana.

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