06/11/2018
Los fantasmas existen
Por Karina Arellano
En octubre se conmemoraron 10 años de la muerte del profesor y ensayista Nicolás Casullo. En este texto, una estudiante que transitó sus clases de Pensamiento Contemporáneo en la Universidad de Buenos Aires lo recuerda: "Nicolás nos encendía. Nos entusiasmaba. Lograba casi como un juego que tomemos conciencia de nuestra tarea de pensar".
Eran mediados de los 90’ cuando yo cursaba la carrera de comunicación en la Universidad de Buenos Aires y Nicolás entró a clase, dejó el portafolio y dijo: “Los fantasmas existen. Si esperaban llegar a la facultad para despejar sus últimas dudas al respecto se equivocaron”. Después preguntó si sabíamos que ese edificio había sido antes una maternidad, si imaginábamos que ahí habían nacido niños. Propuso que hiciéramos la prueba de quedarnos solos cuando la facultad estuviera cerrando y el silencio empezara a invadir los pasillos, los rincones, los baños… dijo “si prestan atención, podrán escuchar a los fantasmas. ¿Escuchan?” se hizo silencio… y una fuerza oculta que venía del pasado se hizo presente.
No podría figurarme una imagen más acertada para evocar a Nicolás como maestro sin ese tipo de discontinuidades que producía en la experiencia de aprender. El tenía el arte de vincular las ideas con lo que efectivamente éramos o podíamos sentir: (en este caso) alumnos de no más de veintidós años que pasábamos por las aulas “adquiriendo conocimiento” pero que nos anotábamos en su cátedra porque en los pasillos se decía, porque en el aire se notaba; ahí pasaba otra cosa. Y, efectivamente, Nicolás no fallaba: en su cátedra pasaba otra cosa.
Nicolás había logrado armar dentro de la facultad un espacio de militancia política contra la desagregación de la experiencia. Desde una minoría fuerte e inteligente, evocando tradiciones ensayísticas y literarias: había construido una escenografía diferente, una atmósfera literaria, una manera sutil de transitar la vía antagonista de las normas que sostenían el mundo, la política, la facultad. Quiero decir que si era verdad que aún la academia tenía en su seno la discusión sobre producir expertos o poner en crisis sus propias condiciones de producción; la disputa entre el saber especializado y la dimensión política que anhela construir pensamiento emancipatorio, Nicolás pertenecía a esta segunda clase.
La cátedra de Casullo estaba ubicada en el primer año de cursada. Éramos chicos, y Nicolás no solo creía en los fantasmas también creía en nosotros, como potencia. Nos encendía. Nos entusiasmaba. Lograba casi como un juego que tomemos conciencia de nuestra tarea de pensar. Y, así salíamos de su clase, los pies se aceleraban sin saber bien hacia donde iban, por un instante nada era definitivo y deseábamos, sentíamos, claro, una especie de arrojo menor que nos impulsaba a un lugar muy cerca de la facultad donde nos esperaba una silla, un vaso de vino y, lo más importante, amigos con quienes conversar hasta la madrugada sobre los hombres en el mundo. Hacíamos conjuros noctámbulos, imaginábamos publicaciones. Nuestros primeros debates políticos, palabras quemadas por ansiedades juveniles pero grabadas a fuego.
Nicolás entró a clase, dejó el portafolio y dijo: “Los fantasmas existen. Si esperaban llegar a la facultad para despejar sus últimas dudas al respecto se equivocaron”.
Yo tenía fascinación por Nicolás. Fascinación por el humor, por cierto gesto aristocrático, por la dedicación. Hice todo para acercarme a él, para seguir escuchándolo: lo entrevisté varias veces, lo consulté sobre mi tesis, le fui a mostrar cada uno de mis proyectos. ¿Qué me enseñó? Me enseñó a estar alerta y abierta y no cerrada en las ideas sobre las cosas, ni siquiera en mi propia idea de las cosas. Cierto aspecto emocional. A respetar mi genio. A cuidar mi ángel. A ver quién soy. A comprender algo que en mi vida iba a tener que ver con mi salvación o con mi ruina.
Jamás le faltó tiempo para cada uno de mis bemoles. Nos juntábamos en La Esmeralda y charlábamos, claro, de todo eso y de política. Me acuerdo un viernes a la tarde que nos vimos para que él haga la devolución del primer número de la Revista Pampa. Era el 2006. La revista se publicaba en el marco de una Central Obrera en que la militábamos en aquel momento y había tenido críticas de algunos compañeros basistas que reaccionaban ante la forma del ensayo, ante la decisión editorial de homenajear a Martínez Estrada con el nombre, ante nuestra forma de pensar la militancia sindical y peronista. Yo iba embrollada en mi propio enojo esperando que Nicolás asienta, comparta, me diga lo que nunca escuché de su boca: “que yo tenía razón”. Y, él me habló de lo importante del espacio, de nuestra militancia, de las líneas sindicales, de Cooke, de la disputa con la consolidación del aparato. Me aseguró que así como el sindicalismo peronista tuvo momentos burocráticos de miseria muy fuerte, también la resistencia peronista se alimentó básicamente de los sectores sindicales y gremiales de centro izquierda. Bancó a la organización, y me bancó a mí, claro, pero sacándome del confort victimizado típico del progresismo. Me dijo: “La única operación que funciona es la que se deja entrar, si vos dejás que te opere el basismo, la brutalidad, el aparato; no perdés vos, pierden los que trabajan”.
En 2009, en ocasión del homenaje que se hizo por el año de su muerte en la Biblioteca Nacional, leí estas palabras, y terminaba diciendo algo así como que Nicolás era la historia que me hacía a mí y a varios de mis compañeros que también fueron sus alumnos. Hablé de esa especie de composición que producía su presencia, una gramática particular de lo embrionario: semilla, núcleo, potencia. Allí sentados viéndolo, allí parado, hablándonos. Así, en las mareas intensas de un cuatrimestre sembraba la decisión, la creencia y la palabra. Ese instante donde uno pasaba de pensar la facultad a ser la facultad, y así, a ser la nación, a ser la historia. Concluía, entonces, Nicolás nos politizó.
Nos reíamos, pensando que él contestaría que eso no tuvo nada que ver con él. Diría algo así como que ninguno de nosotros tuvo nada que ver con eso, que nuestra vida no nos pertenece, que finalmente aprendimos a escuchar a los fantasmas.
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