24/11/2017
La Argentina líquida
Por Eduardo Longoni
"El mar, el río marrón y los ríos del sur. Hace ya un tiempo que esos líquidos argentinos se han vuelto monstruosos", escribe el autor de esta columna, que ve -con su mirada de fotógrafo- unas aguas, que recurrentemente se convierten en una trampa de muerte.
A pesar de haber nacido en la ciudad de Buenos Aires, di mis primeros pasos en Mar del Plata, donde mis viejos encontraron mejor trabajo. Y también di mis primeras brazadas en el mar de la mano de los guardavidas, a los que en aquella época todos llamábamos bañeros.
Ellos me llevaban mar adentro cada mañana, cuando apenas tenía siete años, para ver el estado del oleaje y las corrientes. A nuestro regreso ponían las banderitas con las que los veraneantes identificaban si el mar estaba bueno, dudoso o peligroso.
Cuando ya mi familia se estableció en Buenos Aires, a mi viejo le gustaba tomar mate en la costanera norte mirando despegar los aviones del Aeroparque. A mí me llamaba más la atención el río de la Plata. Marrón, tan inmenso como el mar en el que aprendí a nadar, pero quieto. Inquietantemente quieto. En mis primeras vacaciones de adolescente conocí, junto a mis compañeros del colegio, los lagos del sur. La Patagonia y sus ríos de montaña, pedregosos, cristalinos, pero turbulentos y traicioneros. Amaba esos cursos de agua.
El mar, el río marrón y los ríos del sur. Hace ya un tiempo que esos líquidos argentinos se han vuelto monstruosos. Primero fue la confirmación de aquella locura criminal y sistemática de la dictadura que significó tirar a cientos de detenidos desaparecidos, aún vivos, a las aguas del rio de la Plata.
Hace unas pocas semanas las aguas del río Chubut inundaron los pulmones de Santiago Maldonado que intentaba cruzarlo para ponerse a salvo, aún sin saber nadar, seguramente aterrorizado por la represión ilegal desatada por un batallón de la Gendarmería. Aún estamos esperando saber qué fue lo que ocurrió. Y también estamos esperando justicia.
Ahora, en estos días el mar de mi infancia se tragó un submarino y 44 almas. Me da escalofrío pensar en ellos, en esa oscuridad líquida. En esa naturaleza descomunal y tenebrosa que los aprisiona bajo millones de litros de agua.
Quizá sea que me estoy poniendo grande, pero cada vez me conmueve más la muerte. Intento pensar en las sensaciones de cada una de estas personas justo un segundo antes de la tragedia. En sus sueños, en sus deseos, en sus amores. Y se me hiela la sangre.
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