26/09/2017
Detroiters. Una película del colectivo colombiano Caldo de Cultivo
Ruinas y resistencias de una ciudad revelada
Por Ezequiel Gatto
En Detroit, Estados Unidos, más del 80% de la población es afroamericana; la inmensa mayoría de ellos vive en las zonas más precarizadas de la ciudad. En esta reseña, el historiador Ezequiel Gatto desgrana esa compleja trama de exclusión, segregación y gentrificación detrás de una ciudad que supo ser motor del desarrollo industrial a través de las historias que narra el docu-performance que se proyectará el próximo jueves 28 de septiembre en el Cine Gaumont, en la apertura de la tercera edición de Ciudades Reveladas, Muestra Internacional de Cine y Ciudad.
Algunos fotogramas previos
A mediados del siglo XIX, la ciudad de Detroit, Michigan, en el centro-norte de Estados Unidos, tenía unos 30.000 habitantes. Era, como tantas otras, una ciudad mediana al borde de un cambio poblacional considerable. Ese cambio fue propiciado por la industrialización del Norte del país, que desde finales de ese siglo comenzó a modificar los paisajes urbanos estadounidenses. La demanda fabril atrajo, de modos más o menos forzados, a inmigrantes europeos y migrantes del sur de Estados Unidos. Entre éstos últimos, a miles de afroamericanos que buscaban romper las ataduras impuestas por la segregación racial y la explotación laboral salarial, esas pesadillas con las que se habían despertado del breve sueño figurado por la Emancipación de 1865.
A principios del siglo XX, cuando Detroit ya albergaba 250.000 habitantes, tuvo lugar uno de los acontecimientos más importante de la historia de la ciudad (y del capitalismo industrial): Ford Motor Company instaló allí sus plantas de fabricación de automóviles. La zona se convirtió en un polo industrial vertebrador de la economía estadounidense.
A comienzos de la década de 1920, la ciudad alojaba un millón de habitantes; diez años después, había saltado hasta el millón y medio. La Segunda Guerra Mundial le dió un nuevo empujón a la demanda de mano de obra industrial y, con ella, a la demografía de la ciudad: a principios de 1950, vivían en Detroit 1.800.000 personas. Trescientas mil, un 16%, eran afroamericanas.
Esa es gente que vive en Detroit, la gente que Detroiters presenta y hace resonar. La gente que pone en duda el discurso, tan expansivo, de la ciudad inútil, arrasada. Gente que crea no de la nada sino de lo adverso.
Si los mapas sociales fueran leídos como mapas sísmicos, podría verse en ellos una historia de acumulaciones y descargas, de vibraciones, sacudones y desplazamientos. De movimientos apenas perceptibles y de violentas desestructuraciones. Si cartografíaramos Estados Unidos de esa manera, Detroit figuraría en el epicentro de uno de los terremotos sociales más grandes y destructivos de los últimos treinta años. Un terremoto dibujado por las tensiones y distensiones del capital en su conversión de nacional-industrial a global-financiero, por la diseminación planetaria de la producción automotriz, por la ofensiva neoliberal en sectores claves de la vida social, por el avance del narcotráfico, por la fuga de blancos a los suburbios y ciudades aledañas, por la migración general a otras ciudades del país. Ese terremoto provocó que, en 2016, Detroit viera descender su población a 677.116 habitantes. Más del 80% son afroamericanos; la inmensa mayoría de ellos vive en las zonas más precarizadas de la ciudad.
Decí hola
Detroiters, el documental del colectivo colombiano Caldo de Cultivo, trabaja con los efectos actuales de esa historia. Con las ruinas, sí, pero sobre todo con lo que ha quedado en pie: con gente que vive en Detroit. Gente que recurre a la poesía, al spoken word, a la improvisación para hablar de la coyuntura (y en las coyunturas, en los límites y fronteras) de la ciudad. En definitiva, gente que talla el espacio con sus cuerpos apalabrados, que lamenta pero también se defiende, que padece pero también imagina, diseña y crea.
Decir que en Detroit vive gente que crea puede ser un enunciado simple y evidente. Pero tal como es expuesto en Detroiters es un enunciado profundamente político, complejo, hojaldrado. Porque los detroiters, y muy especialmente los black detroiters son, por un lado, ametrallados a recriminaciones, exclusiones y prejuicios, objeto de segregaciones y policiamientos, víctimas de un olvido orquestado. Y, por otro, son una suerte de testigos de un incipiente y mediáticamente festejado “retorno” a la ciudad de parte de habitantes de suburbios y de otras ciudades de país en las que vivir se ha vuelto más caro. Muchos de esos nuevos detroiters son blancos, lo cual amenaza con convertirse en una nueva variable de segregación.
El film intensifica, entonces, un eje decisivo: instalar seres humanos creadores allí donde las narrativas (políticas, sociológicas, mediáticas, empresariales) de la catátrofe hacen de Detroit un territorio yermo, un inmenso terreno baldío, un aglomeramiento de víctimas e impotentes. En lugar de eso, los detroiters de Detroiters son productores, pensadores, bailarines, músicos, caminantes, usuarios de transporte público, trabajadores, analistas de sus condiciones. Actualizando cruces entre poesía, política y música que remiten a una multiplicidad de experiencias estéticas significativas para la cultura afroamericana (condensadas en nombres como Langston Hughes, Claude McKay, Amiri Baraka, Sonia Sanchez, Maya Angelou, el Black Arts Movement, Last Poets, Watts Prophets, Nina Simone, Malcolm X, Martin Luther King, Queen Latifah, Chuck D, Tupac, Digable Planets, Kendrick Lamar, por mencionar algunxs), los contemporéanos Detroit Poetry Society (integrada por Sheezy Bo Beezy, Domino La3, Rocket Man, Intellect y Gabriella Knox), Deonte Osayande, Halima Cassells, Tawana Petty, Bryce Detroit, Sol’le, Billy Mark, Marsha Battle y Mav One generan piezas poéticas que cuidan la singularidad expresiva tanto como la densidad verbal. De ellas emergen diagnósticos urbanísticos, historias de amor, provocaciones y confesiones, autocríticas, futuros deseados y temidos, preguntas, pedidos.
Y está también la música, que parece indicar que una ciudad industrial metalmecánica es, también, una ciudad que suena como industrial metalmecánica, que murmura con máquinas y metales, con motores y tornos, con neumáticos rozando el asfalto. Qué buena decisión de los productores de Detroit la de haber invitado a Underground Resistance, admirado colectivo de productores musicales orientados al tecno de Detroit, a ser el brazo musical del film. Porque la producción de Underground Resistance sintetiza un gesto creativo que está en el corazón de este documental: su música parece haberse apropiado de las sonoridades urbanas e industriales de la Detroit de Ford (digámoslo así: del sonido ambiente disponible) para convertirlas en un género musical, operando una especie de truco de magia estética por el cual los obreros industriales de ayer existen reconvertidos en los productores musicales de hoy. De la repetición laboral a la fiesta electrónica.
Esa es gente que vive en Detroit, la gente que Detroiters presenta y hace resonar. La gente que pone en duda el discurso, tan expansivo, de la ciudad inútil, arrasada. Gente que crea no de la nada sino de lo adverso.
El eje, creo, es decisivo porque el capital, constructor de guerras y posguerras, vive de la catástrofe y del derrumbe a partir de los cuales motoriza otras actividades, menos visiblemente violentas, como los recursos artísticos (museos, galerías, street art, entre otros) en función de la ganancia. Monetaria pero también misionera, casi religiosa: construir sobre el derrumbe (que él mismo provocó) lo muestra como un agente activo, un esforzado salvador que recuerda, una y otra vez, que el buen andar del mundo depende de él. La catástrofe le permite al capital homologar generación de ganancias y generación vida. Y eso, con frecuencia, a costa de los pobladores originales de las zonas pauperizadas, que de las mejoras de la zona suelen experimentar tan sólo la suba general y expulsiva de precios (alquileres, impuestos, alimentos, entradas, entre otros).
Detroiters es, como el bellísimo poema del final a cargo de Marsha Battle, “Just say hi!”, la estructuración de una situación con la que se expone la apuesta y el dilema que enfrentamos a escala planetaria: apuntalamos formas de organización social que propicien la creatividad, la igualdad y la potencia colectiva o sufrimos la gentrificación como punta de lanza de los procesos de valorización capitalista en una clave cada vez más cruel, racista, elitista e indolente.
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