21/05/2015
En el inicio del texto está todo el problema: no puedo contar esta historia, la mía, sin contar la de otros. Esos otros no me son ajenos y no quiero lastimarlos ni exponerlos. Son mi abuela, mi mamá, mi hermana, las mujeres que me moldearon como una masa de miga de pan y saliva. Si empezara por ellas debería decir que mi mamá estuvo presa y tiene un hermano desaparecido, una hija secuestrada por la Marina y una madre que repitió hasta la locura su quejido por los siete años. Empezar conmigo es atravesar una frontera. Porque yo nací en democracia, en junio de 1984, y sólo por eso evité experiencias horribles, pero no la posibilidad de conocer el dolor ajeno. No quiero desprenderme de la historia de esas tres mujeres, pero es tan distinta a la mía.
Este texto tiene ese problema: no sé por dónde empezar.
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From: mariano fernandez<mlfernandez@yahoo.com.ar>
To: me <luciaalva84@hotmail.com>
Subject: retomando…
05/17/13
1:51 PM
che, oootro tema: qué sentiste con lo de Videla? A mí no me tocó nada, NADA, te juro
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En mi casa no me enseñaron a enamorarme de los setenta. Me crié en un departamento de tres ambientes con el lamento bajito, constante, ineludible de mi abuela. Cada mañana, María del Mar me llevaba al colegio, me traía, me esperaba en la puerta del instituto de inglés, me hacía la cena. Nos íbamos una semana de vacaciones en invierno a Mar del Plata y una semana en verano a Bariloche.
María del Mar calzaba treinta y cuatro. Era una mujer de cuerpo diminuto y párpados caídos que nunca había imaginado a esa historia buscándola tan lejos, casi al fin del mundo, en las afueras de Comodoro Rivadavia, donde el viento derriba camiones. A María del Mar todo la había agarrado por sorpresa y cuando lo peor había pasado, no sabía cómo seguir y no podía dejar atrás. Repetía su queja con las requisas, se resistía a comer pescado, narraba lo mismo una y otra vez, aunque fuera conmigo, su nieta más chica, aunque yo no entendiera nada: la primera vez que me habló de la muerte de su hijo Miguel me dijo que se había caído de un techo.
A mis once o doce años, se le despertó el Alzhéimer. Mi mamá nos dio la noticia a mi hermana y a mí en el patio de comidas del Alto Palermo. El médico había puesto en el informe que María del Mar era inteligente y extremadamente sensible, pero en ese momento, no le prestamos atención porque todos pensábamos que era una mujer débil. Porque no había podido o no había querido ser una Madre de Plaza de Mayo.
Por eso, cuando empecé el secundario y ahí, en el centro de estudiantes, empecé también mi educación política de la mano de las fotos granuladas de los desaparecidos, exploraba a mi abuela, ya enferma, en busca de rastros, pistas, de alguna ideología. No encontraba la manera de combinar el relato heroico y la pena doméstica. Lo hice hasta entender que ese reproche era un absurdo.
Por María del Mar, le temo a la nostalgia y al gesto retrospectivo, no solo de la generación de mis padres, sino de la mía, la criada enteramente en democracia. Me incomoda esa necesidad de mirarse en el espejo de los setenta, esa mirada romántica y unívoca.
Mi abuela murió en 2010, una madrugada de invierno, en el hospital de Clínicas, en manos de unos médicos con acento colombiano. Su Alzhéimer había dejado a su cuerpo todavía más diminuto y encorvado. Hicimos un velatorio íntimo y pequeño en el barrio de Flores, en una casa funeraria vinculada a la Policía Federal porque de los servicios se encargó mi cuñado, el marido de mi hermana Paula, que es comisario. Osvaldo nos pidió que contempláramos la bendición de un cura y a nosotras nos pareció bien porque a pesar de que mi abuela estaba siempre despotricando contra Dios, nunca había dejado de rezar. Después de la ceremonia, mi mamá le dijo a María del Mar que ya se podía ir en paz porque esos pobres chicos sobre los que siempre balbuceaba habían tenido justicia. Ese día me permití preguntarme, por primera vez, si no sería bueno, en algún momento, no cerrar ese pasado, pero sí al menos, dejarlo un poco ir.
"Por eso, cuando empecé el secundario y ahí, en el centro de estudiantes, empecé también mi educación política de la mano de las fotos granuladas de los desaparecidos, exploraba a mi abuela, ya enferma, en busca de rastros, pistas, de alguna ideología. No encontraba la manera de combinar el relato heroico y la pena doméstica. Lo hice hasta entender que ese reproche era un absurdo".
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To: mariano fernandez<mlfernandez@yahoo.com.ar>
Suject: Re: retomando...
05/07/13 2.15 PM
ay, amigo, tal cual, tampoco sentí nada con lo de videla. charlábamos con otros compañeros de acá, del diario, que estaban muy tocados, que les parece que "es el fin de una época" y cosas por el estilo. a mí no me parece nada de todo eso. es más, me encanta que haya sido así: un hombre muriendo de viejo, sin enterarnos del dolor, sin tragedia, en el inodoro de su celda. me parece que a esta altura es el fin que se merece.
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From: me <luciaalva84@hotmail.com>
To: liliana<lilianamc@hotmail.com>
Subject: maaa!
05/17/13 3.20 PM
ma, te llamé varias veces a tu casa y al celu a ver si tenías ganas de que almorcemos juntas....
además quería saber cómo te había pegado la muerte de Videla porque a mí no me llegó en nada y después me quedé pensando si estaba bien o no. me sentí muy de otra generación.
te amo
luci
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Mi mamá tampoco me enseñó a enamorarme de los setenta. Liliana nunca tuvo un relato épico de la militancia, ni de sus años en la cárcel. Del paso por Devoto sólo guardo anécdotas aisladas, las ventanas siempre abiertas y el gusto por las chacareras que ella y sus compañeras tocaban durante los fines de año en el encierro, y luego, ya libres, en las reuniones de las “ex”. Algunas de ellas, como hoy casi todos nosotros, se referían a esos años con cierto orgullo y con cierta nostalgia. Mi mamá, en cambio, de esa época hablaba poco. Al revés de María del Mar, necesitaba seguir adelante, cambiar la piel como una serpiente. Y sobre todo, necesitaba seguir haciendo política en ese país que ya era otro.
No relataba a los setenta como una epopeya, pero tampoco transmitía recelo o arrepentimiento. Y eso a pesar de que el mundo de la política al que pertenecía miraba a esa experiencia con el gesto de quien está a punto de tener una arcada. En los noventa, algunos hablaban de mi mamá como la mujer montonera de un líder nacido en democracia. “Montonera”, la mayoría de las veces, era usado despectivamente.
En ese tiempo, lo que más la retenía de los setenta era la culpa por Paula, mi hermana, por su infancia clandestina, su secuestro y sus años en el exilio. Lo demás era borroso, tan borroso que un día me confesó que durante décadas no había podido imaginar la muerte de su hermano en las profundidades del Río de la Plata. En verdad, dijo que no terminaba de creer en la existencia de los vuelos, a pesar de toda la evidencia.
La apertura de los juicios le permitió por fin investigar la desaparición de Miguel y así reencontrarse con esa historia, revisarla. Liliana pasó años deambulando en pasillos judiciales, audiencias; cargando causas, buscando testigos. Cuando el juicio estuvo encaminado, siguió pensando en los setenta, otra vez, desde una mirada militante pero políticamente incorrecta: cuestionaba el endiosamiento, invitaba a sus compañeros a no negar las responsabilidades políticas propias. Nunca aceptó resumir a esa historia como una divisoria entre víctimas y victimarios.
En 2004, cuando Néstor bajó el cuadro y pidió perdón en nombre del Estado, fui con mi mamá a la apertura de la Esma, a pesar de que mis compañeros de militancia y yo éramos incrédulos frente a ese gesto que, como muchos otros, suponíamos oportunista. No me acuerdo de haber hablado con ella nada referido a esos años. Tampoco dijimos nada sobre Paula, quizá porque ella era la única que había estado ahí y la que más lejos de todo eso quiere estar.
Así que volví a ese predio prolijo y horroroso años más tarde, sola. El recorrido lo compartí con una madre tucumana y su hijo adolescente, y con un francés que estaba de visita. Cuando me tocó presentarme conté que ahí habían estado secuestrados mi hermana y mi tío. Lo dije con la ajenidad de siempre, con esa sensación ambigua entre sentirme parte y no. Fuimos a Capucha, a Capuchita, y cuando bajamos a los sótanos, me puse a llorar. Fue un llanto incontenible que me llenó de vergüenza.
"Liliana pasó años deambulando en pasillos judiciales, audiencias; cargando causas, buscando testigos. Cuando el juicio estuvo encaminado, siguió pensando en los setenta, otra vez, desde una mirada militante pero políticamente incorrecta: cuestionaba el endiosamiento, invitaba a sus compañeros a no negar las responsabilidades políticas propias. Nunca aceptó resumir a esa historia como una divisoria entre víctimas y victimarios".
From: liliana<lilianamc@hotmail.com>
To: me <luciaalva84@hotmail.com>
Subject: Re: maaa!
05/07/13 11.06 PM
Hola hiji, las llamadas al celu las recibí y te las respondí.
Lo de Videla no me produjo nada especial, no te preocupes porque no es obligatorio que se te remuevan las tripas ni que se sucedan por tu cabeza los 7 años del proceso. Eso uno lo tiene vivido y no es necesario sobreactuarlo. Es muy bueno, por supuesto, que la justicia haya llegado antes que la inevitable muerte.
Besitos, te amo.
Tu mamá
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Llega el mail de mi amigo y su pregunta me libera, su indiferencia imposible e incorrecta. La respuesta de mi mamá también me libera, asume el peso de una experiencia que no puede pasarse de mano en mano como viejas copas de cristal. Los dos me tranquilizan, a su modo, aunque solo ahora entiendo que no tengo que buscar respuestas afuera porque no hay respuestas definitivas.
Esta es la historia de las personas a quienes amo y es también la mía.
Y lo es al punto de que ya puedo, al final de este texto, empezar a desprenderme, lento y sin culpa, de ella.
Periodista, hija de Liliana Chiernajowsky, ex presa política.
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