21/05/2015
¿Qué queda por pensar de los 70? La invitación a escribir sobre ese tema tan transitado en los últimos años, cargado de reflexiones, pero sobre todo cargado de acontecimientos del “presente” sobre ese “pasado” es casi una provocación. ¿Queda algo por decir? O, mejor dicho, porque los vericuetos de la historia estarán siempre abiertos y a la espera que una nueva generación agregue, tache o haga su propio copypaste, ¿qué tenemos para decir los que nos hicimos jóvenes durante los años 90 y que, de modo simbólico y no tanto, podemos describirnos como los hijos de aquellos militantes de hace 40 años?
El recuerdo infantil, ya en las puertas de la pubertad, es algo así: algún sábado o domingo, en la casa familiar, mientras el resto todavía dormía, me metía en la biblioteca -esas bibliotecas frondosas, tan de aquella generación, donde se acumulaban libros de política y de historia, mezclados con novelas clásicas, con un perfil de izquierda-marxista-peronista-tercermundista, con algunos libros forrados para que poder ser leídos un bar en tiempos peligrosos, etc- y revisaba, pacientemente. Lo primero que hace uno antes de saber qué leer: hojear libros como si fueran revistas, tratar de entender el código del ordenamiento, entender, al final de cuentas “por qué mi papá tiene este libro”. En esa tarea solitaria, algún fin de semana, a los 10 u 11 años, encontré La noche de los lápices, el guión de la película, escrito por Héctor Ruiz Núñez y María Seoane. Alguna cosa habría en mi cabeza -alguna imagen de la película o algo así- porque lo agarré enseguida y empecé a leer. Ese comienzo de la narración de la asamblea de estudiantes, el perfil heroico de los adolescentes, saber que todo terminaría en el horror de las desapariciones y la tortura, todo eso impregnaba, no sin una cuota de morbo, en mi cabeza. Y al mismo tiempo, por alguna razón que no llegaba a entender, pero lo sentía claramente, había algo prohibido en esa lectura. Algunos pasos, algún indicio de que mis papás se habían levantado y cerraba el libro, salía de la biblioteca, hasta la próxima oportunidad de lectura clandestina. Algo así como el temor a ser descubierto en un rito de auto iniciación. También, la suposición mía de que podría generar dolor en mi papá, de alguna manera. El tabú era extraño, tal vez como todos los tabús que funcionan cuando nadie los impone directamente: yo sabía que me habían puesto Federico por un amigo de mi viejo que estaba desaparecido (de quien algo, muy poco, me había contado, pero como casi al pasar, como respuesta “normal” a la pregunta de por qué habían elegido ese nombre para mí). Antes que una presencia cargada de relatos paternos, la presencia cotidiana era la imagen muda de Federico, en una foto en blanco y negro, en esa misma biblioteca, joven y sonriente. Entre esa imagen silenciosa, pero a la vez presente y los libros de la biblioteca, supongo que se habrá construido en mí, como en tantos otros de mi generación, esa idea heroica y perturbadora, orgullosa y escondida, inalcanzable. Como, también, un espejo donde mirarse: “yyy... yo creo si hubiera vivido en los setenta…” era una frase que íbamos a pensar y repetir hacia nuestros adentros, incluso a discutir en los siguientes años entre amigos y militantes. ¿Hubiéramos estado “a la altura” de nuestros padres? ¿Había alguna posibilidad de no repetir la escena trágica, de darle una respuesta distinta por parte de nuestra generación a la experiencia de ese pasado? Se trataba de algo más que un problema teórico-político, era algo íntimo, intransferible, pre-ideológico: además de todo éramos, biológicamente hablando, sus hijos. El desafío, personal y generacional, era qué íbamos a poder hacer con eso.
"Salía de la biblioteca, hasta la próxima oportunidad de lectura clandestina. Algo así como el temor a ser descubierto en un rito de auto iniciación. También, la suposición mía de que podría generar dolor en mi papá, de alguna manera. El tabú era extraño, tal vez como todos los tabús que funcionan cuando nadie los impone directamente: yo sabía que me habían puesto Federico por un amigo de mi viejo que estaba desaparecido".
Es extraño y lógico a la vez lo que pasó en los 25 años posteriores a esos sábados infantiles en la biblioteca: la devoramos, y pedimos más (no conozco, literalmente, a ningún contemporáneo mío mínimamente interesado por la política que no haya leído La Voluntad con pasión obsesiva durante su adolescencia) pero, a la vez, en ese proceso que parece como pobremente identitario, desprovisto de una singularidad propia, nuestra generación se puso una tarea histórica imposible: resolver ese pasado. Como quien va a terapia: miremos para atrás aunque cueste, rasquemos ahí donde duele, veamos qué de todo ese bardo podemos hacernos cargo, intentemos cambiar. La tarea era tramposa porque lo más valioso -las vidas interrumpidas de aquellos tiempos- eran, son y serán imposibles de recuperar. El mantra memoria, verdad y justicia fue, así, una forma de asumir ese pasado como presente, dotarlo de algún tipo de vitalidad y proyecto hacia el futuro, encauzar una frustración para que emerja un triunfo posible. El aporte juvenil, de mi generación, a la lucha de los derechos humanos de los “adultos” a mediados de los 90 fue creer que era posible dar vuelta lo que parecía cerrado, social y políticamente, después del indulto.
Por ahí fuimos y lo más sorprendente es que tuvimos éxito. Nuestra generación -obviamente no sin las alianzas generacionales con las madres y abuelas y los propios sobrevivientes- le dio justicia a la anterior. No fue gratis: pagó esa deuda de sangre con el sacrificio de su propia identidad, al menos parcialmente, al poner “sus mejores años” al servicio de nuestros padres. Incluso más: la reivindicación personal y colectiva de los militantes de los 70 desde mediados de los 90 tuvo como condición de posibilidad la existencia de nuestra generación. Alguien debía escuchar el cuento con entusiasmo, con admiración, con inocencia. Un club de incondicionales, los jóvenes lectores compulsivos de La Voluntad, que luego fueron en masa a predicar que sus padres eran militantes y no terroristas, que eran jóvenes e idealistas, y que sus asesinos no podían estar libres.
Siguiendo con esa lógica extraña, sorpresiva, unos años después, quien volvió a ocupar el centro de la escena fue aquella generación de los setenta. Es decir, la reivindicación a nuestros padres, que en nuestra cabeza suponía, como mucho, la concreción de una justicia penal para sus victimarios, que es también una forma civilizada de decir, “hemos dejado atrás esta herida”, terminó, por el contrario en un “gobierno de nuestros padres”, que es una de las tantas formas posibles de definir al kirchnerismo. Es muy extraño que la historia, en el tiempo vital de una generación, otorgue la excepción de darle a ésta dos momentos de protagonismo, con una derrota en el medio, además. Sin embargo, pasó.
Las deudas generacionales y familiares son épicamente hermosas, tal vez porque no terminan nunca. El kirchnerismo, nombre identitario nuevo, todavía a la espera de constatar su resistencia al tiempo, es ese gobierno de nuestros padres que, consciente o inconscientemente, entendió que ese retorno de la tropa setentista había sido posible, al menos en parte, por lo que habían hecho sus hijos. Esa deuda cambiada de manos se presenta ahora en la ostensible búsqueda por dar espacios a la nueva generación, bajo formas que tienen un orden familiar más tradicional: los padres habilitando a sus hijos, cediendo lugar para que ellos ocupen el centro de la escena.
Nuestra generación tiene ahora, tal vez por primera vez desde que empezó esa danza de deudas y devoluciones, de cariños y tabúes familiares, la posibilidad de ser, de tener desafíos “propios” o para decirlo de una manera menos maniquea, proyectos enteramente nuevos y adultos, históricamente singulares. Una épica libre, nacida no del capricho infantil de creerse el centro del mundo ni la necesidad adolescente de tener que “matar” al padre, sino con la madurez que viene de haber transitado intensamente el laberinto de la generación anterior y haber salido con vida.
Periodista y músico. Su padre fue militante de la Unión de Estudiantes Secundarios.
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