06/06/2017
Memoria de segunda mano
Por Esteban Lorenzano
Ilustración María Giuffra
I
−Tenés que escribir algo, Cubano– me dice María por el chat, y yo me quedo pensando, sin demasiado entusiasmo o con el entusiasmo justo como para seguir pensándolo, mientras reviso un poco los dibujos que ella preparó y las notas que otros escribieron.
La consigna es fácil: “escribir algo sobre la relación con tu madre, su militancia, los ’70”. Bueno, no es exactamente eso, pero así es como yo escojo interpretarla.
“Fácil”, claro. No sé ni por donde arrancar.
Pero por algo hay que empezar, y creo que en esto de reconstruir necesito ir para atrás pero no tanto de entrada, sino al momento en que el tema de la memoria empezó a estar presente, hasta inicios del ’95, época en la que conocí a María y unos cuantos otros, muchos de los cuales son hoy mis amigos más cercanos.
Yo había vuelto a Argentina dos años antes, en el ’93 y había estado yirando sin mucho sentido, buscando mi lugarcito en esa ciudad de Buenos Aires, tan sediento de mí y de hacer mi historia que no me di cuenta cómo ella me iba devorando de a poco, me iba sumiendo de a poco en su historia y me confundía en ella, me adormecía en su murmullo confortable.
En esas andaba cuando alguien, creo que Lucrecia, un día me dijo: “hay un grupo de hijos de desaparecidos que se está juntando en Familiares, ¿no querés ir?” Y yo le dije que sí, pero no fui. Esperé un rato, hasta la Marcha de la Resistencia de ese año, el ’94, donde los hijos (bah, H.I.J.O.S., le acababan de poner los puntitos), hicieron su aparición. ¿O fue un rato después, en diciembre del ’95? No lo sé. Fueron años tan intensos, meta y meta vivir, que todo parece haber durado años y a lo mejor fueron apenas unos meses. Pero por esa época me acerqué, cuando ya ellos estaban ahí, esperando que otros nos acercáramos. Me acuerdo que ese primer día que bajé al sótano de la calle Riobamba había un grupo grande de chicos y chicas, no sé el número, pero eran unos cuantos. Estaban contentos: la Marcha de la Resistencia los había dejado cansados y eufóricos. Y estaban planificando cosas para hacer, para ir preparando desde ya la marcha del 24 de marzo.
Y creo que de entrada aclaré que para mí la justicia (burguesa) estaba bien, pero que en el fondo no era muy importante. No me interesaba (y sigue siendo así) las migajas que podrían ofrecer, magnánimos, quienes construyeron un sistema autoproclamado democrático sobre las tumbas ausentes de una generación.
Claro que por ese entonces, conseguir el más mínimo cambio parecía una tarea imposible. Repasando, la verdad, veníamos de derrota en derrota: la ola privatizadora, el cierre de fábricas, el comienzo del desempleo estructural y cómo no, para rematar, el indulto a los represores.
Una derrota en toda la línea, el país había sucumbido a la fiebre neoliberal (iniciada ya en la dictadura), al Consenso de Washington y al desánimo generalizado.
En ese contexto, sólo combatir la teoría de los dos demonios parecía una tarea titánica, ni hablar de ir más allá. Así que me quedé, porque aun no creyendo en la justicia burguesa, sí creía en la memoria. Todo era tan importante y necesario que cualquier lado estaba bien para empezar.
Y durante el tiempo que estuve en H.I.J.O.S. eso hicimos, con sus bien y con sus mal. Con sus alegrías y sus miserias, como todo en la vida.
−Pero en serio te digo, che. Tenés que escribir un poco– me sigue diciendo María, y yo sigo sin saber cómo responder a una pregunta que me hace, “¿Cómo viví esa ausencia?”.
Y no estoy tan seguro de haberlo vivido como ausencia. Y lo pienso y no me queda otra que remontarme a antes, a los ’80, al exilio.
Esos momentos en los que estaba creciendo y haciéndome preguntas para las que nadie tenía respuestas. ¿Qué hacíamos en ese país extraño? ¿Por cuánto tiempo? La pregunta obvia y necesaria “¿dónde está mamá?” no me la hacía mucho. Creo que tenía en claro que no estaba más y no iba a estar más.
Cuando llegamos a México, nadie sabía muy bien qué era lo que estaba pasando en Argentina y mucho menos lo sabía un pendejo de 5 años al que habían rescatado de las manos de la dictadura medio de pedo y medio por la obstinación de mis abuelos, que nunca dejaron de buscarnos. Se metieron en todos lados, en cualquier pozo en el que pudiéramos estar metidos (incluso en Campo de Mayo, gracias a un vecino coronel que se había retirado justo a tiempo para no participar de la represión, pero que tampoco denunció lo que pasó después), aun cuando los demás habían perdido toda esperanza.
Me acuerdo que mi tío Gogui una vez me contó que la locura de mi padre podía datarse con fecha precisa, ese día del ’77 en que en el diario había salido una noticia de “terroristas abatidos, y con ellos dos niños”. Y como todavía no sabían de la existencia de Pablo, pensaron que éramos nosotros. Mi tío contaba que esa noche llegó a casa de mi viejo y éste había preparado un sepelio “en ausencia” para nosotros, y estaba perdido de borracho llorando.
Parece que todo terminó ahí para él, pero tampoco sería justo si lo afirmara categóricamente.
Me imagino que estaba contento de vernos, cuando un par de meses después nos encontraron.
Me imagino que estaba contento, aunque no lo recuerdo así. Lamentablemente, todos los recuerdos que tengo de mi padre son amargos. Incluso recuerdo una pesadilla recurrente que yo tenía en esa época: mi padre caminaba por la casa sin notar que alguien, igual a él pero malo, lo seguía. Yo trataba de avisarle pero él no me entendía. Finalmente el papá malo tiraba a mi papá por la ventana y luego seguía caminando, haciendo la misma rutina que mi padre, solo que yo sabía que no era él, que lo habían cambiado.
Y sin embargo, con toda esa amargura, esa desolación, esa locura, mi padre, a su manera, trató de seguir luchando y a su manera, trató de transmitirnos lo mejor que pudo la historia de mi madre.
¿Por qué cuento esto? Porque a pesar de todo, tuve algo en mi infancia que no todos tuvieron: la presencia constante de mi madre. Saber bien qué es lo que ella hacía, por qué lo hacía y por qué había muerto.
Muerta en combate, pensábamos primero, antes de que las noticias empezaran a amontonarse y en la comunidad de expatriados empezara a hablarse de desaparecidos.
Y entonces, ¿qué me queda del exilio?
Me queda conocer profundamente mi historia, envuelta en la locura de mi padre, el amor de mis abuelos y la compañía de todos los que vivieron en ese mundo y se despertaron a la derrota con la misma ingenuidad que yo, que tenía 12 años cuando se retiró la dictadura.
III
–¡Pero che! Dejate de perder el tiempo en boludeces y dame ese texto sobre tu vieja.– Insiste, insoportable, María. Y yo me doy cuenta ahora que vengo escribiendo de mí y no de mi vieja, pero me pregunto si eso puede ser alguna vez de otra forma. Es una ausencia que hace rato se transformó en fantasma, sus pasos se pierden en la bruma de las fantasías y el espacio que hay entre lo que pasó y lo que pensamos que pasó se ensancha, mitifica o resignifica, como quiera verse.
O sea, todo pasa por uno. Entonces, ¿qué decir de mi vieja?
Raquel Rina Menna nació en Italia y fue, como tantos otros, trasplantada en Argentina, donde sus padres –mis abuelos– emigraron para conseguir un futuro mejor.
A sus 16 años le había roto tanto las bolas a mis abuelos que ellos terminaron mudando la sastrería y la vida entera de Tres Arroyos a Córdoba, donde ella podía estudiar magisterio. Poco tiempo después conocía y se enamoraba de mi padre, Luis, quien venía enviado por el partido desde La Plata para montar la estructura cordobesa y poco antes había incorporado (entre muchos otros), a mi tío, el Mingo1.
De su romance y posterior casamiento no sé nada, pero mi hermano nació en febrero del ’69 y como no podía ser de otra forma, se llamó Ernesto. Yo nací casi tres años después y mis padres se separaron poco tiempo después de mi nacimiento. Ignoro las razones, pero me imagino que diferencias políticas habrán tenido su peso: mi padre partió en una de las fracciones (de lo que después sería el GOR, creo, aunque no estoy seguro), y mi madre quedó en el PRT, donde continuó su lucha y su vida (Pablo nació en diciembre del ’75), hasta que cayó en combate el 29 de abril de 1977, en Mercedes, defendiendo la última imprenta que le quedaba al partido.
Nosotros estábamos ahí, los tres.
Hasta aquí la crónica. Y la verdad es que no puedo hacer mucho más que esto. Yo tenía 5 años la última vez que la vi, y hasta su recuerdo me sacó la dictadura: tengo un bloqueo mental que me impide acordarme de nada que haya pasado ese día y todos los anteriores. Claro, pasaron casi 40 años y alguien podría decir que es así (justamente por eso) porque pasaron casi 40 años. Pero me acuerdo perfectamente que nunca me acordé. Me acuerdo que mi hermano, quien no es muy afecto a hablar de esa época tampoco, me tuvo que prestar sus recuerdos, para que no tuviera ese hueco en mi historia.
Sé que la quise porque su idea, ya que no su recuerdo, me reconforta cuando me siento solo.
Acá yo debería decir algo sobre cómo heredé la ideología de mi madre y qué opinaría ella de los años en los que no estuvo.
Pero eso sería mentir por partida doble: mi ideología es responsabilidad mía. De mi madre (y sí, también de mi padre) solo contiene su ejemplo, que no es poco, claro está. Y si me identifico con sus ideales no es por herencia sino por convicción. Soy grande y ya toca hacerse cargo de lo que se piensa y se dice, sin endilgar responsabilidades a los que no están.
¿Y sobre lo que pensaría ella ahora? Menos todavía puedo decir. No me gustan quienes intentan justificar sus decisiones a través de sus padres. Y me gustan todavía menos los que intentan justificarse con un “los tiempos cambiaron y ellos hoy pensarían así”.
No tengo ni idea de lo que pensaría mi madre, pero a juzgar por lo que decían ella y el partido al que perteneció y en el que luchó hasta el último instante, no creo que estuviera muy conforme con el mundo (ni el país) de hoy.
IV
Y al final, no sé si a María le va a gustar leer lo que tengo para decir. Tampoco a otros que tal vez lean esto. Pero la verdad es que la recuperación de la memoria en los términos en que se está haciendo no me interesa ni nunca me interesó. Entiendo el valor simbólico que pueden tener los gestos, e inclusive el valor reparador para muchos. Pero, ¿qué puedo decir? No me interesa que el presidente (de una república burguesa) haya pedido perdón ni me interesa que se hayan declarado inconstitucionales los indultos. No me mueve un pelo el juicio a los milicos, ni tampoco su condena.
Y no porque todo esto no esté bien o no deba hacerse, sino porque no es así como se cierra la historia.
Al menos, no para mí.
Sí, mi madre tuvo su lucha y yo tuve (y tengo) la mía, marcada por la búsqueda de reconocimiento por los caídos, mi madre entre ellos.
Sí, pero no únicamente.
Para mí, aceptar los términos de esta reconciliación es renunciar a reconocer los motivos que provocaron la ruptura en primera instancia. Aceptar que lo mejor que se puede hacer es este Estado, esta sociedad, este cementerio.
Sí, pero no así.
Porque es cierto que se consiguieron muchas cosas por las que se peleaba en los ’90: se anularon los indultos, se reabrieron los juicios, se ampliaron, se aprobaron leyes reparatorias, se consiguieron gotas de justicia, a veces antes de que los asesinos mueran de viejos, a veces no.
Y después, bueno, después está todo eso que falta, ¿no?
Están todavía las policías que cuidaron a los dictadores.
Están todavía los jueces que apañaron sus leyes.
Están todavía los sindicalistas que entregaron compañeros.
Están todavía los partidos políticos que les dieron funcionarios para mantener el estado en funcionamiento.
Están todavía los empresarios que los financiaron.
¿Y qué no está?
No está la justicia para los muertos por la represión policial.
No está Julio López (y tantos otros).
No están la educación, la salud y el trabajo para todos.
Y no está lo más importante, no está la libertad: la verdadera, la bella, la social.
Esa que solo podrá emerger cuando todos seamos iguales.
*El relato de Esteban forma parte de Huellas. Voces y trazos de nuestra memoria (Ed.El zócalo), que se presenta mañana 7 de junio en el Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1343, CABA, con la presencia de los autores y artistas invitados que leerán fragmentos del libro.
- Domingo Menna, dirigente del PRT, desparecido el 19-7-1976.
Compartir