07/05/2017
Tres pibes, la policía, la masacre
Hace 30 años Agustín Olivera, Oscar Aredes y Willy Argañaraz murieron acribillados por la policía. La ejecución se convirtió en un caso emblemático de la violencia institucional y popularizó el concepto de “gatillo fácil”. Fue “La Masacre de Budge” y el inicio de una lucha que no terminó nunca más.
“Al suelo, señores”, bramó el suboficial mayor de la Policía bonaerense Juan Ramón Balmaceda al bajar de una camioneta Ford F-100, en la esquina de Figueredo y Guaminí, en el corazón de Ingeniero Budge, en el partido de Lomas de Zamora. Pero al encarar a esos tres pibes que tomaban cerveza sentados en la vereda, el uniformado tropezó; un disparó se le escapó de su arma reglamentaria y sus dos camaradas, los cabos Isidro Romero y Jorge Miño, descargaron una lluvia de fuego y plomo contra Agustín “El Negro” Olivera, (26 años), Oscar Aredes, (19) y Roberto “Willy” Argañaraz (24). Un crimen perpetrado hace 30 años que se convirtió en un caso emblemático de la violencia institucional, conocido como “La Masacre de Budge”. Una ejecución a partir de la cual se popularizó el término de “gatillo fácil” y que generó una importante movilización popular en reclamo de justicia en una de las barriadas más postergadas del conurbano bonaerense.
En la tarde de aquel sábado 8 de mayo de 1987, el “Negro” y Willy llegaron al bar la Angulina, en Mosotti y Campoamor, pero la dueña del bar no los quiso atender. Hubo una discusión, los pibes patearon la puerta del negocio y se rompió un vidrio. El hijo de la dueña decidió ir a la comisaría para hacer la denuncia y allí los recibió Balmaceda. Junto con los policías Romero y Miño, el denunciante y un cliente del boliche, el suboficial mayor se puso al frente de una partida que a bordo de una F-100 y un Fiat 125 salió a buscar a estos dos amigos. En el camino detuvieron a otra persona, Daniel Montes, conocido de los pibes.
Tras ese disparo presumiblemente accidental del efectivo más veterano, Romero descargó su ametralladora y Miño empezó a tirar al bulto con su pistola 9 milímetros contra Willy y el Negro, quienes recostados contra una pared, no alcanzaron a tener reacción alguna. Oscar, que se había sumado a ellos unos minutos antes, gritó algo desde el piso, pero recibió un culatazo y un tiro de un arma reglamentaria cuando estaba indefenso.
Varios testigos vieron que lo subieron herido a la caja de la camioneta, se lo llevaron vivo y lo mataron después. En su cuerpo tenía marcas de 18 balazos.
A cuatro años de la recuperación democrática y con elecciones que debían llevarse a cabo en septiembre de ese año, este triple asesinato cometido por uniformados despertó un alto grado de movilización popular en Budge y zona aledañas.
Un día después de la masacre, 150 personas que habían asistido al sepelio de las víctimas se congregaron en la comisaría del barrio, ubicada en cercanías del Puente La Noria para que los asesinos dieran la cara. Ese episodio marcó el nacimiento de una Comisión de Amigos y Vecinos de los asesinados que una semana después de los hechos organizó una reunión en Figueredo y Guaminí, donde se congregaron 3.000 personas.
Un abogado vinculado a la Liga Argentina por los derechos del Hombre y con una vasta trayectoria en causas por violaciones a los derechos humanos asumió la representación de los familiares de las víctimas con una postura que dejó en claro desde el principio: el seguimiento legal de la causa debía ser acompañado por la movilización popular.
Se trataba de León Zimermman, que desde su trabajo propuso reformular el concepto de “gatillo alegre”, originalmente elaborado por el escritor Rodolfo Walsh, por el de “gatillo fácil”, que se aplicó a partir de entonces para describir los hechos de abusos y crímenes que involucran a efectivos policiales.
“León me convocó a las pocas horas del crimen. Asumimos juntos la representación legal y dimos una gran pelea junto a todos los vecinos”, sostiene el abogado y ex funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación Ciro Annicchiarico.
Para este letrado, el Gobierno de Raúl Alfonsín había puesto -hasta la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida— el acento en revisar la actuación de las Fuerzas Armadas durante los años del terrorismo de Estado, pero se había “desentendido de la cuestión policial”.
“Balmaceda era un personaje que había participado en los grupos operativos durante la última dictadura, al igual que Miño. Era un personaje nefasto que se paseaba por el barrio amedrentando a los vecinos, diciéndoles a los pibes que se metan adentro de sus casas y que incluso se metía con la vestimenta de las chicas. En esos años, manejaba la comisaría de Budge, pesaba más que un oficial. Era lo que se conoce en la jerga policial como ‘un poronga’”, repasa el penalista.
Annicchiarico asegura que unos meses antes de la Masacre, “Balmaceda mató a un pibe mientras dormía en su casa”, y que “la impunidad con la que actuaba explica en parte la reacción de la gente del barrio”.
Desde un principio, la Policía bonaerense bajo las órdenes del gobierno provincial del radical Alejandro Armendáriz trató de disfrazar el hecho como un enfrentamiento armado.
En las primeras horas de la investigación, se plantaron armas alrededor de los cuerpos de las víctimas. Un revólver 32 y dos 38 aparecieron plantadas en la esquina de Figueredo y Guaminí, pero el trabajo de los representantes legales y los testigos lograron desmontar esa maniobra.
La fuerza de seguridad realizó seguimientos de inteligencia sobre los principales actores que tuvo la movilización popular que reclamó el esclarecimiento del caso. La Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) se encargó de recabar información sobre los vecinos, los dirigentes políticos y los medios de prensa que se abocaron al esclarecimiento del caso.
Creada en 1956 y disuelta en el 2000, la DIPPBA recopiló informes sobre actores sociales y políticos a través de sus agentes desplegados en las 16 delegaciones que el organismo tenía desplegadas en el territorio bonaerense. Hoy, el archivo de este servicio de inteligencia es resguardo por la Comisión Provincial de la Memoria, en La Plata, y allí, entre otros materiales, puede consultarse el rol que desempeñó tras la “Masacre de Budge”, al espiar a dirigentes sociales, políticos y barriales.
En el legajo 26185 de la DIPPBA se da cuenta del desarrollo de la instrucción llevada a cabo por el juez Carlos Rousseau, de las manifestaciones frente a la Comisaría de Budge, y de la existencia de “una campaña en los medios” para designar este hecho como un caso de “gatillo fácil”.
Los informes hablan de comunicados del Partido Comunista de Lomas de Zamora y del “malestar expresado por algunos ediles ante el caso”. La DIPPBA hace en esos trabajos una descripción del barrio donde ocurrió el crimen, y lo describe como “un lugar propicio para el delito en función de la condición social de sus habitantes”.
Además, los materiales dan cuenta de los antecedentes de las víctimas y en los tatuajes que tenían grabados en sus cuerpos. “El occiso tiene un dibujo de una cruz y una víbora y letras semiborradas en el brazo derecho”, y se consignan detalles de la autopsia a los tres cuerpos hecha por un médico policial.
Asimismo, la protesta realizada el 12 de mayo en los Tribunales de Lomas de Zamora es detalladamente descripta por los agentes de la DIPPBA, y se consigna la presencia de militantes del “PO, Madres de Desaparecidos, el Partido Renovador y el Frente del Pueblo”. Además se recopilan recortes periodísticos de los diarios Clarín, Crónica y Popular referidos a la cobertura de esa manifestación.
Pero además, la DIPPBA intercepta comunicaciones entre el Municipio de Lomas y el Ministerio de Gobierno de la Provincia, en los que se pide “garantías para los denunciantes de los hechos que sucedieron el pasado 8 de mayo”.
“Todos esos materiales demuestran cuál era la verdadera intención que tenía la finalidad de encubrir y amparar a los culpables”, señala Annicchiarico que a fines de los ’90 integró el Ministerio de Seguridad que bajo la gestión de Carlos Arslanian intentó implementar una reforma de la bonaerense durante el gobierno de Eduardo Duhalde.
El abogado considera que gracias a la movilización popular se logró llegar a un juicio oral en 1990, realizado el 24 de mayo de ese año. Balmaceda y Miño resultaron condenados a 5 años de prisión por “homicidio en riña” y a Romero a 12 por homicidio simple. Pero por “errores técnicos”, la Corte Suprema de la provincia anuló este fallo. Hubo un segundo juicio en 1994, con una nueva sentencia. Los tres efectivos recibieron una pena de 11 años por homicidio simple. En septiembre de 1997, la Corte dejó la sentencia firme y recién cinco meses después ordenó que los culpables sean detenidos. Sin embargo, los policías se profugaron.
Romero cayó en octubre de 1998 y en 2006, 19 años después de la masacre, las autoridades de la provincia pudieron dar con los paraderos de los otros dos policías. A Balmaceda (actualmente con arresto domiciliario) lo capturaron en la localidad de José Marmol y a Miño en Parque Barón, en Lomas de Zamora.
“Antes de esas dos últimas detenciones, una persona se acercó a mi mujer en la calle y le pegó un cachetazo. Le dijo que me dejara de joder con Miño. Eso ilustra el grado de impunidad que hubo en este caso y la protección que tuvieron los acusados durante años”, remarca el abogado.
Hace tres décadas, en una democracia incipiente que procuraba consolidarse, un barrio del sur del Gran Buenos Aires llevó a cabo una lucha contra la violencia institucional y logró, a pesar de las adversidades, una condena en los tribunales. “Ese es el principal legado que dejó esa experiencia de movilización colectiva”, puntualiza Annicchiarico.
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