29/08/2016
El trabajo del testigo
Hablar por otro
¿En qué medida el testigo representa a la víctima? ¿Se puede asumir un lugar por delegación, cuando ese lugar nunca ha sido delegado? ¿Es posible reemplazar la palabra ausente? Sobre esta disyuntiva trabajó la autora de este texto en su libro El trabajo del testigo. Testimonio y experiencia traumática, recientemente publicado, que aborda esta finísima construcción del que ofrece su voz para que –acaso– la muerte no diga la última palabra.
Voy a tratar de sobrevivir para acordarme de ti.
J.Semprún, Viviré con su nombre, morirá con el mío
(...) Instituirse en testigo, representar la palabra del que no puede hablar, no es sólo y estrictamente un problema que atañe a las diferentes lecturas que la realidad ofrece, sino un problema que concierne al concepto de otredad y de responsabilidad por el otro. Y al mismo tiempo es un problema que concierne a la desesperante eventualidad de ejercer sobre esa palabra ausente una violencia simbólica que en lugar de representarla, la anule.
El testigo enfrenta esa disyuntiva, y la enfrenta sin salida, porque tampoco él tiene otra alternativa que optar entre volver a suprimir con su silencio la voz del que ya no puede hablar, o hablar por él, pero sobreimprimiendo inevitablemente la voz del otro con la propia, deformándola, y –de alguna manera– apropiándose de ella (...)
Es quizás desde la idea de respuesta ante el semejante (responsividad y responsabilidad) que la propia palabra puede enunciarse sin correr el riesgo de anular, aún con las mejores intenciones, la voz de la víctima. (…)
¿En qué medida hablar por el otro es sustituirlo?
¿En qué medida es interpretarlo?
¿En qué medida es representarlo?
¿En qué medida donarle la propia palabra?
¿En qué medida alojar su palabra en uno?
Es verdad que ninguna palabra representa en términos absolutos la de quien no puede hablar, que nadie lo representa, que de lo ocurrido nada es íntegramente representable. Pero aún así, alguien, en algún momento, encuentra alguna palabra que ofrece alguna clase de representabilidad a lo irrepresentable. Ese es el testigo.
Para el testigo que compromete en su palabra la palabra de otro, la sustitución no podría significar otra cosa que una nueva supresión. “Hablo por ti, ocupo tu lugar”. Dolorosa continuidad de aquella otra sustitución, pero invertida. “Antes, la muerte te toco a ti y fui sustituido por ti en la muerte. Ahora te sustituyo en la vida”. (…) No es entonces desde allí desde donde se puede hablar por el otro.
También la interpretación podría entenderse como el ejercicio de una violencia simbólica sobre la palabra de quien no puede hablar. Puede ser fecundo en este caso referirnos al concepto de portavoz, tal como lo desarrolla Piera Aulagnier (1977) para describir esa doble función que cumple quien interpreta las manifestaciones del infans anticipándolas performativamente, y al mismo tiempo representa con su voz el mundo ante el infans, representa para él un orden que le es exterior. Si una de las acepciones del concepto infans es “quien no puede hablar”, la homologación del lugar del portavoz con el del testigo no resulta tan inadecuada. En este caso el testigo será ante el mundo el portavoz de la palabra de quien no puede hablar, interpretándola y ejerciendo sobre esa palabra aquella clase de violencia simbólica que Aulagnier llama “primaria”, necesaria e inevitable si se ejerce en relación a un sujeto viviente cuya dependencia no se transforma para el portavoz en negación absoluta de su autonomía, si no se trasforma en lo que Aulagnier llama violencia secundaria (…).
Igualmente compleja es la función de representación. ¿En qué medida el testigo podría representar a la víctima? ¿Se puede asumir un lugar por delegación, cuando ese lugar nunca ha sido delegado? (…) Si la sustitución suponía el borramiento del otro y la negación de una distancia entre el lugar y la palabra de la víctima y el lugar y la palabra del testigo –puesto que toda palabra es inevitablemente enunciada desde un determinado emplazamiento–, la representación hace evidente la ausencia, la imposibilidad de testimoniar de la víctima. Sería precisamente por esa imposibilidad que se impone el trabajo de representarla. Pero entonces allí se despliega lo que en tantos textos hemos leído y lo que en tantas oportunidades en este mismo libro hemos discutido: el hablar por delegación y la controvertidísima idea de que el único testigo integral es el musulman (como lo escribe Levi), el planteo de que quien puede hablar “no tiene nada interesante que decir” (como lo escribe Agamben [2005]). (…) En ese recorrido desde la fuente de una palabra enmudecida hacia esa palabra pronunciada, algo fundamental se pierde, quizás incluso lo fundamental se ha perdido. Pero aún así resulta absolutamente indispensable establecer acá –nuevamente– una posición: si bien sería de una absurda obstinación negar esa distancia, negar lo que en esa distancia se pierde, reitero la necesidad de considerar las consecuencias que supondría el hecho de sostener a ultranza esta posición, ya que en los extremos termina siendo desechada, cuando no degradada, la voz de los testigos sobrevivientes.
Es verdad que ninguna palabra representa en términos absolutos la de quien no puede hablar, que nadie lo representa, que de lo ocurrido nada es íntegramente representable.
Pero aún así, alguien, en algún momento, encuentra alguna palabra que ofrece alguna clase de representabilidad a lo irrepresentable. Ese es el testigo.
Nadie/testimonia por el/testigo
P. Celan quizás dice en la última estrofa de su poema Gloria Cineraria que el testigo, quien testimonia, no está menos solo que la víctima, puesto que él testimonia por la víctima, pero nadie testimonia por él. (…)
En su conferencia Hablar por otro, Derrida insistentemente plantea que no pretenderá interpretar el poema de Celan. El poema de Celan mismo es quien argumenta la imposibilidad de su interpretación. Celan testigo no encontrará quien testimonie por él. (…)
A esa imposible tarea de interpretación se ve confrontado Derrida en su texto Hablar por el otro. Renuncia a comprender. “Celan produjo un idioma”, escribe Derrida (2001a) en otro texto. Llega a este punto luego de proponer las diferentes traducciones y lecturas que pueden hacerse de varios pasajes del poema. Encuentra allí el obstáculo de la lengua, y adherido a él, el de la singularidad del testigo. Es decir, el obstáculo de la traducción y el de la experiencia. La lengua inseparable del origen del acontecimiento, y la narración misma determinada por ese origen. (…)
Nadie/testimonia por el/testigo. Niemand/ zeugt für dem/ Zeugen.
Derrida se detiene en la palabra “für” y su ambigua traducción. Für: en favor, en lugar, para, ante. (…)
Es Celan quien en su discurso El Meridiano, al recibir el premio Büchner en 1960, nos habla de esa necesidad de otro que escuche en la poesía. Podemos suponer ahora, en ese “hablar por Otro” una confluencia entre testimonio y poesía.
(…) pertenece a las esperanzas del poema (subr. nuestro) hablar precisamente de este modo también por cuenta de la cosa ajena –no, esta palabra no puedo emplearla más–, hablar precisamente de este modo por la cosa de otro –quien sabe, quizás por la cosa de un totalmente Otro. (…) El poema tiende hacia otro, necesita de ese otro, necesita un enfrente. Lo busca, habla para él. Cada cosa, cada hombre es, para el poema que se dirige hacia lo otro, la configuración misma de ese otro.
Testimonio y poema, entonces, confluyen en palabras de Celan. Hablar en el poema por la cosa de un totalmente Otro, muy cercano sin embargo –tanto como para que Celan descarte la palabra “ajena” como adjetivo para referirse a la cosa del otro– en el secreto de ese encuentro con el otro, pero al mismo tiempo hablando para otro, dirigiéndose necesariamente a otro. Un Otro que pierde en el camino la mayúscula que lo define, que pasa a ser ese otro muy cercano. “El poema lo busca, habla para él”, dice. Como el testigo. Esa es la doble condición a la que Derrida alude en el poema de Celan: el poema habla por otro, habla para otro. Pero todo ello es del orden de las esperanzas del poema. Un ojalá, diríamos que también concierne a la palabra del testigo, que habla solicitando confianza en su palabra. Nadie puede testimoniar por él, está solo con su testimonio.
Será Benjamin (1923), nuevamente quien, en esa perspectiva específica que significa centrarnos en el problema del lenguaje, del hablar “por delegación”, resultará inspirador. Su texto La tarea del traductor abre múltiples lecturas respecto del trabajo con otra lengua.
Una posible lectura de su texto podría ayudarnos a establecer una analogía entre la tarea que el traductor hace con una lengua ajena, y el trabajo que el testigo realiza con la lengua del otro. Ya no en términos del contacto estricto con el idioma (aún cuando muchas veces también se trata de esto), sino en términos del contacto con una lengua ajena en la medida en que se ha construido a partir de una experiencia ajena, inaprensible, y en cierto modo inaccesible. Decir lo que quien no puede hablar hubiera dicho, supone en cierta medida proponerse “hablar en su lengua”. (…)
Partimos desde Benjamin entonces, solicitándole que escolte el camino de nuestro pensamiento desde ese modo particular de contacto con otro idioma, con una lengua ajena, –contacto que concierne al traductor– para acercarnos luego a la idea de la lengua del extranjero como radicalmente otra, y transitar a partir de allí las dos preguntas que hemos dejado provisoriamente sin respuesta al principio de este texto.
¿En qué medida hablar por el otro es donarle la propia palabra?
¿En qué medida es alojar su palabra en uno?
Benjamin establece la imposibilidad de toda tarea de traducción que se proponga construir una copia del original. Establece incluso el error que supondría abordar de ese modo la tarea. Esa transformación de una lengua en otra ocasiona –hermosa metáfora– “dolores de alumbramiento”. Y esos dolores surgen de la libertad con la que el traductor debe abordar su tarea. Ciertamente el original no debe guardar semejanza con la traducción, no es ese su vínculo. Ambas lenguas son fragmentos de un lenguaje superior. En la traducción encontraremos un eco de la lengua original. (…)
Como sucede cuando se pretende volver a juntar los fragmentos de una vasija rota que deben adaptarse en los menores detalles, aunque no sea obligada su exactitud, así también es preferible que la traducción, en vez de identificarse con el sentido del original, reconstituya hasta en los menores detalles el pensamiento de aquél en su propio idioma, para que ambos, del mismo modo que los trozos, de la vasija, puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior. (Benjamin, 1923, p. 121.)
(…) Y luego:
Así como la tangente sólo roza ligeramente al círculo en un punto, aunque sea este contacto y no el punto el que preside la ley, y después la tangente sigue su trayectoria recta hasta el infinito, la traducción también roza ligeramente al original, y sólo en el punto infinitamente pequeño del sentido, para seguir su propia trayectoria de conformidad con la ley de la fidelidad, en la libertad del movimiento lingüístico. (Benjamin, 1923, p. 123).
De este modo pensamos la relación entre el lenguaje del testigo y el de quien no puede hablar. El testigo no “habla en su nombre” para decir lo que aquel no pudo decir. Esa palabra se ha perdido, no habrá seguramente semejanza con el original. Habrá una nueva creación, que expandirá ambas voces, la palabra del no hablante y la palabra del hablante, desde la libertad del hablante en su decir, diciendo siempre en su propia lengua el pensamiento que anida en una lengua que le es ajena, puesto que ese pensamiento ha sido constituido en el seno de una experiencia que no ha vivido. (…)
La tarea de dar testimonio se desarrollará entre la fidelidad y la libertad, construirá desde ahí una manera de encarnar aquella voz, la tocará sin duda en un punto como una tangente, pero luego su voz seguirá su propio curso hacia el infinito. Jamás podrá transcribir punto a punto lo que habría dicho aquella voz enterrada; pero aún así intentará desenterrarla. No encontrará el objeto arqueológico intacto. Entre su capacidad de artesano y aquello desenterrado se irá reconstruyendo una vasija imperfecta en la que se harán más evidentes las soldaduras que los fragmentos mismos. Pero esto no hace de su testimonio un acto imposible, como no es imposible la tarea del traductor, tarea que ofrecerá hospitalidad a la lengua extranjera.
Partimos de aquí porque es desde otro idioma, desde la palabra del extranjero de alguna manera desde donde se puede hablar por el otro en el testimonio.
Donación y hospitalidad, entonces, serán las nociones que –desde Derrida y Lévinas– podrían ayudarnos a entrever lo que quizás se pone en juego en ese complejo acto de hablar por el otro. (…) Entonces, ahora sí: donación de la propia palabra y al mismo tiempo hospitalidad con la palabra que se ha perdido.
Donación y hospitalidad
(…) tanto en el terreno político como en el terreno de la traducción poética o filosófica, el acontecimiento que hay que reinventar es un acontecimiento de traducción. No de traducción en la homogeneidad unívoca, sino el encuentro de idiomas que concuerdan, que se aceptan sin renunciar en la mayor medida posible a su singularidad.
J.Derrida, Sobre la hospitalidad
La esencia del lenguaje es amistad y hospitalidad.
E. Lévinas, Totalidad e infinito
Sabemos que tanto Derrida como Lévinas dan cuenta de la contradicción inherente a la noción de hospitalidad. Es una noción fuertemente ligada a la idea de la alteridad como el contacto con Otro, radicalmente otro, irreductible en su otredad. No se trata de la idea de una apertura altruista, no se trata de los buenos sentimientos con el semejante, sino de una torsión sufrida por el Mismo, en la medida en que resulta sacudido, invadido incluso, por ese extrañamiento del Otro, por el “traumatismo del otro”.
Si para Benjamin la traducción se formula entre la fidelidad y la libertad del traductor, para Lévinas habrá una libertad imposible. Diríamos quizás que no existe la posibilidad de no hablar por otro, puesto que somos rehenes del Otro en nosotros mismos. El otro antecede a nuestra propia subjetividad. La responsabilidad por el Otro no es en ese sentido una elección, una intencionalidad, una decisión, una apertura. Antecede al yo, no puede huir de ella, la ética “se desliza” en él antes que la libertad. (“…el otro nos afecta, a pesar nuestro”, Lévinas, 2005, p. 220). Antes de toda elección, es el Bien el que escoge al sujeto y no el sujeto al Bien. Ese otro, expresado en el rostro (el semblante, en algunas traducciones) apela a mí, se coloca bajo mi responsabilidad, me afecta. Pero no se trata de un “afectar” como mero contacto, sino como ruptura. No se trata, decíamos, de “los buenos sentimientos” hacia el otro, sino de la inevitabilidad de la presencia del Otro en mí, y en ese sentido casi de mi captura, del dominio traumático del Otro sobre mí. (…)
Entonces hablar por el otro, es hablar también por el otro y para el otro en mí. Lo sustituyo, porque soy insustituible. Está bajo mi responsabilidad, debo responder por él. (…) No se trata de una responsabilidad de carácter cognoscitivo, no es conocimiento. El Mismo resulta estallado por el Otro, agitado, sacudido, extrañado, conmovido en su núcleo. Es rehén del Otro, es “arrancado de su reposo” por el otro (Lévinas, op. cit., p. 232). El otro habla en él.
“Heme aquí” sería la fórmula de esa presencia en la que no soy sustituible, la fórmula del requerimiento. Desde esa fórmula, la apertura al otro previa a toda decisión hace del testimonio un Decir que no repite la percepción de lo visto y oído. Es la sujeción al hecho de dar.
Si el otro habita en mí, entonces mi Decir estará también determinado por esa presencia traumática. El lenguaje es antes testimonio que diálogo. El testimonio “(…) es un Decir cuyo Dicho consiste en Decir ‘¡Heme aquí!’” (Lévinas, op.cit. p. 233). (…)
La singularidad de aquel cuya palabra encarno, que tiene un nombre, que ha vivido en una época determinada, que ha tenido una historia y una experiencia específicas, localizables, quizás intraducibles, con sus propias marcas idiomáticas. Singularidad, en definitiva, que hace del hecho de testimoniar un acto político.
El Otro ante quien respondo y a quien respondo en el testimonio no es alguien en particular, sino el prójimo anónimo, y estoy sujeto a él. Este Decir por el otro es responder por él, es decir el Decir del Otro. Pero al mismo tiempo en el testimonio ese prójimo es un tercero, puesto que está privado de palabra, y el testigo emite su palabra ante otro, ese otro a quien le solicita: “heme aquí, créeme”. (…)
La donación en Derrida no es comprendida en términos de una circulación de bienes, en términos de una reciprocidad, de un sistema de deudas. Hay don si se interrumpe el sistema, si se produce sin retorno, sin intercambio. No pertenece al territorio del logos, ni a un lugar específico. (…)
Entre lo universal y lo singular entonces transita el testimonio en nombre de otro. Lo universal de la palabra del otro en mí, de esa lengua que no me pertenece, al decir de Derrida; de ese lenguaje universal del que nos habla Benjamin, de ese habitar del otro en mí antes de toda decisión del que nos habla Lévinas, de ese huésped anónimo a quien no pregunto el nombre puesto que mi hospitalidad es absoluta. Pero al mismo tiempo la singularidad de aquel cuya palabra encarno, que tiene un nombre (aunque, como nos lo señala Derrida, un nombre propio nunca es puramente individual), que ha vivido en una época determinada, que ha tenido una historia y una experiencia específicas, localizables, quizás intraducibles, con sus propias marcas idiomáticas. Singularidad, en definitiva, que hace del hecho de testimoniar un acto político. (…)
En las palabras que pronuncia Derrida durante el sepelio de Lévinas, se dirige con dolor al amigo ausente y se pregunta en nombre de quién está hablando. Dirige sus palabras a la persona que ya no podría responder, y –de alguna manera hablando en su nombre– acude a la obra de Lévinas para intentar comprender lo que su muerte implica para nosotros, los que no hemos muerto.
Derrida ofrece hospitalidad a la palabra de Lévinas en el momento de su muerte, y al mismo tiempo que la aloja, ofrece la suya. En palabras de Derrida, y quizás como en todo testimonio, “para que la muerte no diga la última palabra”.
* Fragmento del capítulo 5 del libro El trabajo del testigo. Testimonio y experiencia traumática, Ed. La Cebra, Bs.As., agosto 2016. Este libro plantea una reflexión acerca de cuatro obstáculos subjetivos que el testigo debe atravesar en la construcción del testimonio: la narración de lo traumático, la declaración ante la justicia, la vergüenza, y el hablar en nombre de quien ya no puede ofrecer su palabra. Este capítulo desarrolla el último de estos obstáculos.
Bibliografía
-
-AGAMBEN, G. (2005). Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Ed. Pre-textos, Valencia.
-AULAGNIER, P. (1977). La violencia de la interpretación. Ed Amorrortu, Bs.As.
-BENJAMIN, W. (1923). La tarea del traductor, en Ensayos escogidos. El Cuenco de Plata, Bs. As., 2010, pp. 109-125.
-CELAN, P. (1960). El Meridiano.
http://elprestamoeslaley. blogspot.com.ar/2010/10/el-meridiano-paul-celan-discurso. html,
-DEL BARCO, O. (2004). Notas a partir de un verso de Paul Celan (en diálogo ”cuidadoso de las palabras “ con Ricardo Forster). Pensamiento de los Confines, Nro. 15, diciembre, pp. 169-177, Bs.As.
-DERRIDA, J. (1996). Hablar por el otro. Diario de Poesía, Nro.39, primavera, pp. 18-20.
(1997a). El monolingüismo del otro. Ed, Manantial, Bs.As.
(1997b). Adiós a Emmanuel Lévinas. Trotta, Madrid.
(2001a). La lengua no pertenece. Diario de Poesía Nro. 58, primavera, Bs.As.
(2001b). “Sobre la hospitalidad”. en ¡Palabra!. Instantáneas filosóficas. Trotta, Madrid, pp. 47-58.
-DERRIDA, J. y DUFOURMANTELLE, A. (2000). La hospitalidad. Ed. de la Flor, Bs.As.
-FORSTER, R. (2003). El imposible testimonio: Celan y Derrida. En: Crítica y sospecha, pp. 215-236. Ed. Paidós, Bs.As
-LÉVINAS, E.(2005). Dios, la muerte y el tiempo. Ed. Cátedra. 3era. Ed., Madrid.
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