18/04/2023
A 80 años del levantamiento del Gueto de Varsovia
El límite de lo humano
Por Elina Malamud
¿Qué relación puede imaginarse entre la experiencia del gueto y la deshumanización que habilitó ese horror con la interrogación contemporánea por las inteligencias artificiales y las distopías de la robótica? Elina Malamud ensaya algunas claves para repasar esa experiencia, en el límite de lo civilizatorio, a la luz de escenas de este tiempo singularmente obnubiladas por “los robots que son inteligentes, pero no son humanos”.
Yo le tengo terror al cinco ge y también al seis ge, a la robótica y a la inteligencia artificial. No puedo imaginarme a uno de esos humanoides a los que no se les ven los tornillos ni los chips, tienen el pelo crespo o lacio recogido en un rodete y mueven los iris del ojo. En la recepción de un hotel o en el mostrador lustroso de un fondo de inversiones te hablan amablemente con su voz sintetizada. Tal vez en la asistencia pública sea la enfermera llamada a hincarte una jeringa endovenosa en el más trágico de tus momentos y, si te lo encontrás en la calle, te dan ganas de tocarle el hombro para preguntarle si sabe dónde hay una farmacia… porque parecen gente como uno… Hace poco escuché de una computadora enamorada que le indicaba a su humano que debería divorciarse y de otra, en algún país central que, ante un pedido de que mostrara a un hombre blanco asaltando para robar, publicó una foto de un negro… vestido de blanco. Habrá pensado -en la artificialidad white, anglosaxon y protestant de su inteligencia- así somos los arios, nos ayudamos entre nosotros para protegernos de la ética populista.
Gente como uno… que no conoce la intimidad binaria de su esencia, quizá nacida en una imagen antigua, en la foto posible que me construí hace muchos años de las ruinas circulares que narró don Jorge Luis. En medio de lo neblinosos e inexactos que son mis recuerdos de lo que he leído, un hombre se dormía en las ruinas para soñar seres humanos. Creo que los soñaba íntegros, sin descuidar ningún detalle, les daba un cuerpo y los sentaba en las gradas de piedra. Hasta que llega el incendio. Cuando el fuego está alcanzando al hombre, sabe que perecerá, pero sus seres soñados continuarán con vida, porque lo que los diferencia de los humanos verdaderos es que, a los soñados, el fuego no los afecta. Caramba, sorpresa, el hombre que soñaba hombres descubre que las llamas lo lamen cariñosas, pero no lo queman. El hombre que soñaba hombres también había sido soñado. El fuego se lo acaba de enseñar.
Quizá muchos y muchas entre nosotros, los que comemos sustancias orgánicas, nos regocijamos con la lluvia del verano, leemos y escribimos, hayamos sido, tal vez, sino soñados, creados íntegramente por un científico tecnólogo que nos concibió en las ruinas de un pasado antiguo o extemporáneo entre computadoras de hojalata convertidas en chatarra en una noche de luna creciente. Nos dibujó en un 3D digital, sin descuidar ningún detalle, y nos sentó a creernos humanos. Me cabe preguntarme si habrá algún fuego que nos diferencie a unos de otros, a los soñadores humanos de los vertidos al mundo desde un algoritmo binario. Digo yo que será la empatía, la conciencia del otro, la real presencia de esa pequeña bomba autoconvocada y autosuficiente que llamamos corazón lo que nos defina y nos desiguale, a los humanos de los símil.
Fotograma de la película El amor en su lugar de Rodrigo Cortés.
Derivaba por estos pensamientos mientras miraba El amor en su lugar, una película dirigida por el gallego-salmantino Rodrigo Cortés, interpretada por actores de diferentes culturas europeas y basada en una obra de teatro escrita por el judío polaco Jerzy Jurandot.
La intención de Rodrigo Cortés en su película ha sido que el yo espectador participe en primera persona de los ojos que –al principio en blanco y negro- corren por una calle del Ghetto de Varsovia, un día cualquiera de los años cuarenta.
Se apuran, en un carro estrafalario a tracción humana -propio de una fantasía distópica- entre judíos que caminan arropando su frío, flacos de hambre, atareados en la búsqueda de quien sabe qué migaja de subsistencia, y niños que corren asustados, con el corazón a punto de saltarles por la boca y estirando el ojo a un costado para relojear el peligro de que los atrapen con su bolsa de contrabando, llena quizá de comida, o tal vez de ropa robada o podrían ser armas o un medicamento esperanzado. Todos exhibiendo su estrella de David amarilla pegada al abrigo (sí lector… era amarilla...) aún en el blanco y negro de la escena.
Apenas miran, tus ojos de espectador, a alguno que desfallece contra la pared de una esquina, pero se ralentan en su andar con cierta indiferencia asombrada cuando descubren a un hombre que le está desabrochando el cinturón a un moribundo que ya se autopercibe cadáver y tira con sus fuerzas mal alimentadas para deslizarlo entre las presillas del pantalón y alejarse apurado, con su pilchita robada a un desahuciado.
Es el momento en que llega el control de las SS. Un sargento baja del camión militar y con su sonrisa de simpatía sádica obliga a unos a echarse al suelo y a otros a reírse con ganas, so pena de... quién sabe qué... podría ser el comienzo de un día de caza del hombre. El habitante del ghetto nunca sabe en qué puede resultar una sonrisa nazi.
Los ojos que te apropiaste, preciado lector, para vivir la intimidad del ghetto son, en realidad, los de una actriz y cantante que continúa su camino, entra por el enorme boquete de una pared a avisar a un montón de niños que deben esconderse de la acechanza abisal de la sonrisa nazi. Sin duda ella ha de encarnar a la propia Stefcia, actriz y bailarina, esposa de Jerzy Jurandot en la vida real.
Fotograma de la película El amor en su lugar de Rodrigo Cortés.
Jerzy Jurandot –en realidad su apellido original era Geiglewicht, pero habrá pensado que hasta en Polonia era difícil de pronunciar- era un judío polaco de una familia de intelectuales asimilados, escritor de artículos satíricos y notas humorísticas, integrado a la intensa vida nocturna de Varsovia, plena de música, teatros y cabarets como aquella que vivíamos en el Buenos Aires de los años sesenta o de principio de los setenta cuando escuchábamos a la Porteña Jazz Band o al Mono Villegas en sesiones de trasnoche. Así, como estaba yo instalada en una butaca del Gran Rex, circulaba Jurandot por su ciudad, hablaba polaco, cantaba en polaco, escribía en polaco, leía los clásicos de la literatura polaca y disfrutaba el clima de preguerra como yo o como usted en aquellos años. Con su esencia cultural polaca y todo, lo mismo lo encerraron en el ghetto.
Jurandot no se amilanó y continuó organizando conciertos y escribiendo textos para que no parara la vida cultural que había sido la suya. Y así escribió esta comedia musical que se representó en el teatro Flaminia del ghetto durante varias semanas y donde Stefcia participa como actriz.
Enfundados en sus vestidos baqueteados con remiendos mal cosidos y en una fotografía poco iluminada de colores semiocuros y tonos sepias, la obra satiriza con humor ácido, un ritmo muy ágil y música recreada para la película de Rodrigo Cortés, las carencias del ghetto, las impotencias de la comisión de vivienda para dar alojamiento a tanto judío recién trasplantado, las cuotas monetarias que exige el Judenrat -el Consejo Judío que administra el ghetto- colaboracionista y corrupto, y el amor que se impone, vital, joven y humano en las tres parejas que se amontonan en una habitación que ni baño propio tiene, con absurdos de humor propios del absurdo histórico que significaba ese ghetto, jamás antes concebido por la más perversa de las almas humanas.
Entre una escena y otra, en las bambalinas, Patryk, el ex novio de Stefcia, le propone que huyan esa noche del ghetto. Soborné a un guardia, con qué dinero, no preguntes. Ella pregunta a los que todo lo espían. Lo robaste, sí, a quién, al dentista Grochner, cómo pudiste, él les saca los dientes de oro a los judíos del ghetto por unos pocos mangos y se los vende a un oficial de la Gestapo. Qué es capaz de hacer un hombre por amor, qué es capaz de hacer una mujer por ser libre, qué es capaz de hacer un dentista por dinero, qué es moral y qué es inmoral en la sustancia del ghetto. Qué hicimos para estar viviendo esta vida se pregunta Stefcia entre la ficción artística y la realidad.
Pero el público sigue ahí, complaciéndose en el amor, celebrando las sátiras con risa judía, golpeando los pies cuando aprueba las críticas, aplaudiendo las canciones, mientras los policías judíos, sentados todos juntos en la misma fila se mantienen estáticos cuando se burlan de ellos y, casi detrás, de una butaca a otra, circulan los panfletos subversivos de la resistencia.
Entonces entra el sargento con su casco de guerra nazi -que imita el de los que hoy van en bicicleta por la ciclovía de Palermo Viejo- y se sienta como un espectador más siempre en su complaciente sonrisa nazi. En el escenario y en las bambalinas se susurra entre dientes vos Patrick ¿seguís en la resistencia? no, entonces seguro están buscando al baterista que es un socialista de Hashomer Hatzair, los de la resistencia siempre poniéndonos en peligro. Entra finalmente un comando de las SS que corre las cortinas para que haya luz. El sargento se pone de pie y su sonrisa, en una actuación excepcional, se va transformando en gesto de furor nazi, su fusil nazi se dispara, está enojado, dice, porque en el ghetto hay una imprenta que publica indecencias que atentan contra el orden. Josek, hijo de tres generaciones de conversos al cristianismo que no evitaron que la conferencia de Wannsee lo siguiera considerando merecedor de la suerte de un judío se siente descubierto y trata de escapar. Un tiro de fusil nazi le hiere un brazo, los policías judíos saltan de sus asientos y lo rodean, lo cagan a palazos y a patadas, lo arrastran fuera de la sala y se oyen los tiros del final... Los actores cantan su comedia de amor también hasta el final y se regocijan porque el público los aplaude a rabiar. La vida, por ahora, continúa. Aunque no te contaré cómo termina esta historia. Tendrás que mirar la película para saber si Stefcia y Patrick escapan o no escapan del ghetto.
Jerzy Jurandot y su esposa pudieron huír de la ciudad cerrada y sobrevivieron, gracias a tantos amigos polacos, entre ellos los Kijkowski que los escondieron en su casa. Una tarde llegó la Gestapo buscando a Sophia Kijkowski que colaboraba con la resistencia. Como no la encontraron, empujaron al marido por la puerta y ahí nomás lo fusilaron, ante los Jurandot que apenas se habían asomado a mirar qué eran esos ruidos, desde detrás de una rendija de su escondrijo.
Fotograma de la película El amor en su lugar de Rodrigo Cortés.
El juego de esta nota, paciente lector, es que descubras, entre todos los hombres y mujeres que la interpretan -también entre la gente que te rodea o que ves en las pantallas- quiénes nacieron de una madre antigua, mujer Sapiens o Neanderthal y quiénes fueron diseñados por una inteligencia de dimensión artificial. A quiénes les sentís el pulso de la vida y los dolores humanos transitándole las venas y quiénes han sido imaginados por un binomio matemático que los hace parecer humanos, pero para introducirlos en el mundo habitado con el fin de distorsionar la esencia colectiva.
Te dejo, intuido lector, esta migaja de historia, amañada con ficción y realidad, para que cultives en la memoria las verdades que relata y las recuerdes cuando salgas a reconocer a los zombis soñados en las ruinas circulares, y a abrir sus caminos redondos para que los absurdos del pasado no giren sobre sí mismos mordiéndose la cola, para que no nos ataquen en un descuido y no nos pongan nuestro mundo del revés. Ojo al piojo, lector. Ojo al robot de la sonrisa nazi que intenta volver. Los robots son inteligentes, pero no son humanos.
Elina Malamud
Nació en Avellaneda en 1947. Es Profesora en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, especialista en enseñanza de Español Lengua Extranjera, escritora y periodista. Entre sus obras publicadas se encuentran relatos de viaje editados por Txalaparta y Editorial Laertes y varias ediciones de Macanudo, primer manual para la enseñanza de la variedad del español del Río de La Plata, además de múltiples notas periodísticas entre las que cabe destacar las aparecidas en Página 12 y El Cohete a la Luna.
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