27/02/2023
A 25 años de la condena en el caso Maria Soledad
Los gritos del silencio
Por Adriana Carrasco
El secuestro, la violación y el posterior asesinato de María Soledad Morales, una adolescente de 17 años, conmocionaron a la conservadora sociedad catamarqueña de principios de los 90. Las movilizaciones para reclamar justicia le dieron trascendencia nacional al caso y pusieron al descubierto las complicidades, tolerancias y consentimientos que, las más de las veces, hacen posible que episodios como este se multipliquen en todo el país.
“¡Ahí va Luis!”, gritó María Soledad al ver pasar delante de ella el Fiat 147 de Luis Tula. Tula la vio y siguió de largo sin llevarle el apunte. Es la última imagen de María Soledad Morales que le quedó a su mejor amiga, María Alejandra Olivera. María Soledad permaneció temblando y al borde del llanto frente al desprecio del hombre 12 años mayor que ella, del que estaba enamorada. La adolescente les había contado a sus amigas que estaba saliendo con Tula.
Era la madrugada del sábado 8 de septiembre de 1990. Faltaban apenas cuatro días para que María Soledad, estudiante de quinto año del colegio del Carmen y San José de la capital de Catamarca, cumpliera los 18 años.
María Alejandra Olivera y su novio, Daniel Carrizo, testigos de aquella última escena, la acompañaron hasta la esquina del boliche Le Feu Rouge, donde su división había organizado un baile para costear el viaje de egresadas. “Sole nos despidió porque se iba a la parada de colectivos que estaba a tres cuadras de ahí. No tenía plata para viajar y pensaba usar su abono escolar. Aunque nosotros sabíamos que ella tenía la esperanza de que Tula pasara de nuevo, a buscarla”. Las estudiantes no sabían que Tula estaba casado con una mujer llamada Ruth Salazar. Es lo que declaró en 1997 María Alejandra, en el segundo juicio por el asesinato de María Soledad Morales.
En aquel segundo juicio –el primero fue anulado por parcialidad evidente de un magistrado- se probó que Luis Tula pasó más tarde a buscar a la adolescente, asegurándose de que estuviera sola. Testigos señalaron que la llevó al boliche Clivus, donde la presentó a un grupo de hijos de funcionarios y de jefes policiales.
El cuerpo de la adolescente fue descubierto por trabajadores de Vialidad, dos días después de su asesinato, desfigurado y casi irreconocible, a 7 kilómetros de la ciudad sobre la Ruta Nacional 38. El comisario general de la Policía catamarqueña, Miguel Ángel Ferreyra, ordenó que laven el cuerpo para borrar las huellas. Un oficial de su confianza, de apellido Leguizamón, hizo que tres bomberos fueran a la morgue a lavar el cuerpo con mangueras a presión.
María Soledad Morales, de 17 años, vivía en la capital catamarqueña, era la segunda de siete hermanos de una familia de clase media y cursaba el último año en el Colegio El Carmen.
La iglesia en Catamarca
La monja carmelita misionera teresiana Martha Pelloni, directora del Colegio del Carmen y San José, donde estudiaba María Soledad, comprendió la conmoción de las estudiantes y encauzó las primeras manifestaciones y luego el reclamo popular de justicia. Años después recordaba que “aquella mañana salieron las compañeras de la niña a rezar a la catedral y los colegios las acompañaron. Fue un duelo social de los estudiantes y por eso iban en silencio. Teníamos a la policía dentro del colegio queriendo conversar conmigo. Me amenazaron con que me iban a hacer responsable de lo que pasaba. Después la misma gente me iba pidiendo y exigiendo más marchas”.
Era importante mantener el silencio en las marchas para que “la política” no se inmiscuyera en el reclamo y la Iglesia católica llevara el control de la situación. El marco de relaciones de la Iglesia también iba a contribuir al “control de daños”. En una marcha con cantos y consignas espontáneas, en cambio, se puede hablar de muchas cosas inconvenientes.
Existía una tensa relación no declarada entre el obispo de Catamarca, Elmer Miani, quien cultivaba una actitud amistosa hacia los poderes provinciales, y la monja que se decidió a intervenir en la política secular y denunciar al sector político al que pertenecían los jóvenes que secuestraron, violaron y asesinaron a la estudiante de su colegio. No conforme con eso, Martha Pelloni tejió los hilos que contribuyeron a la destitución del gobernador justicialista Ramón Saadi y la llegada al gobierno del Frente Cívico y Social, a través de nuevas elecciones. Esta alianza de partidos que incluye a la Unión Cívica Radical se formó en 1991 y gobernó Catamarca entre 1991 y 2011, y hoy es la fuerza política que expresa a nivel nacional a la alianza Juntos por el Cambio. La monja Pelloni hoy se manifiesta defraudada por aquel frente provincial, pero dice que no puede revelar los motivos.
El obispo Elmer Miani fue consagrado en Córdoba en noviembre de 1983 por el cardenal Raúl Primatesta. Junto con su colega porteño Juan Carlos Aramburu y los vicarios castrenses, se constituyeron en los puntales eclesiásticos de la dictadura de 1976. Miani era de línea tradicionalista como su mentor, aunque sus responsabilidades se pusieron en juego en tiempos democráticos. Tomó posesión en la diócesis de Catamarca en marzo de 1990 y seis meses después le estalló en la puerta de su catedral el escándalo por el crimen de María Soledad.
La Iglesia católica por entonces le debía un favor a los Saadi. En setiembre de 1988 se promulgó la nueva Constitución de Catamarca. La familia gobernante le cumplió al obispo Pedro Alfonso Torres Farías la promesa de que mantendrían la exigencia de que el gobernador y el vice profesen el culto católico apostólico romano (artículo 130, inciso 2). El viejo obispo además estaba furioso con los radicales, porque el presidente Raúl Alfonsín había promulgado la Ley de Divorcio Vincular en 1987. Torres Farías murió en noviembre de 1988 y la deuda con los Saadi le quedó al obispo Miani, que no estaba dispuesto a sacrificar esa relación, aunque era lo suficientemente hábil para no pretender tapar el sol con la mano. Dejó hacer a Martha Pelloni, con prudencia.
Del lado del gobierno provincial, por su parte, tuvieron la pésima idea de organizar marchas llamadas “de la verdad”, con la finalidad de confeccionar las listas de adhesiones y rechazos dentro de la población. La familia Saadi no terminaba de mensurar la gravedad del escándalo y de advertir que de manera alguna iba a quedar restringido a un asunto local. Es más, después de las movilizaciones feministas a raíz del asesinato de Alicia Muñiz en febrero de 1988 y el juicio contra el campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, las marchas por el crimen de María Soledad Morales consolidaron una nueva línea del feminismo argentino donde el sujeto pasó a ser “la víctima” y la solución principal, el punitivismo. Es la línea del feminismo con la que se siente cómoda la Iglesia católica, siempre que los acusados no sean religiosos.
Ada Rizzardo y Elias Morales, madre y padre de María Soledad junto a la hermana Marta Pelloni, en una marcha del silencio pidiendo justicia. Foto: Julio Pantoja
Un torturador de la bonaerense
A comienzos de 1991 y en medio del escándalo nacional, el presidente Carlos Menem envió al subcomisario de la Policía Bonaerense y conocido represor Luis Abelardo Patti para que se haga cargo de la investigación junto con el jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, Enrique Saladino. El juez a cargo del caso, José Luis Ventimiglia, refirió haber sido testigo de una discusión entre Patti y el oficial de la Penitenciaría Alfredo Kershman porque Patti insistía con torturar a los acusados y a los testigos.
La intención del represor Patti era hacer encajar el asesinato de María Soledad Morales en el casillero de los “crímenes pasionales” y achacárselo solamente a Luis Tula. La maniobra del subcomisario torturador, tendiente a desmarcar del caso a las redes de narcotráfico y trata, se despeñó cuando llegaron a finales de febrero los resultados de la tercera autopsia del cuerpo, que realizó en Buenos Aires el Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La autopsia determinó que a María Soledad le inyectaron a la fuerza una dosis letal de cocaína. El cuerpo presentaba una cantidad inusual de la sustancia, depositada en los riñones. Puesta en descubierto la causa de la muerte, el 2 de marzo de 1991 el juez Ventimiglia echó del caso a Patti.
En otro orden de cosas, veinte años demoró en llegar la condena a prisión perpetua para Luis Abelardo Patti, por sus crímenes de lesa humanidad. Lo que hizo en Catamarca no fue ni sombra de las prácticas aberrantes que desarrolló durante el terrorismo de Estado.
A continuación, el presidente Menem destituyó al gobernador Ramón Saadi y envió como interventor federal de la provincia al abogado Luis Adolfo Prol, quien ejerció esa función entre el 17 de abril y el 10 de diciembre de 1991, y venía de ocupar el cargo de secretario de Empresas Públicas. Prol fue un nombre significativo en la reconversión neoliberal de Argentina. Las elecciones celebradas el 1 de diciembre llevaron a la gobernación de Catamarca al radical Arnoldo Castillo, por el Frente Cívico y Social.
Las “marchas del silencio” las impulsaron la directora de la escuela, la monja Marta Pelloni, la familia de María Soledad y sus compañeras de colegio. Llegó a haber 70 marchas del silencio, todos los jueves, Catamarca, 1990.
Neoliberalismo y justicia
Los dos juicios por el crimen de María Soledad Morales se llevaron a cabo en 1996 y 1997 y fueron escandalosos. El primero fue anulado porque la parcialidad del tribunal era demasiado evidente. Finalmente, las condenas dictadas el 28 de febrero de 1998 alcanzaron únicamente a Guillermo Luque por “violación seguida de muerte agravada por el uso de estupefacientes” y a Luis Tula como partícipe secundario, por haber entregado a la menor de edad. Los demás sospechados de haber participado en la violación en patota resultaron absueltos. Guillermo Luque se volvió insalvable el día en que su padre –el diputado nacional Ángel Luque- manifestó con socarronería que si su muchacho hubiera asesinado a la chica, el cadáver no habría aparecido.
Desde Buenos Aires se habían levantado las trabas para llevar a cabo una investigación controlada que pusiera en caja a la díscola familia Saadi –que pretendía autonomía en sus políticas locales, por haber apoyado a Carlos Saúl Menem en las internas partidarias que lo llevaron a la presidencia en 1989-, y entregara un par de cabezas poco valiosas sin llegar a destapar la industria del consumo, destrucción y descarte habituales de miles de jóvenes, adolescentes, niñas y niños de condición social pobre y a menudo también racializada, y la extensión a gran escala de las redes de narcotráfico y trata de personas a nivel provincial y nacional. Y no solamente en Catamarca sino en toda la Argentina. Es curioso que los casos de acoso sexual, desaparición de niñas, violación y asesinato de mujeres heterosexuales cisgénero se descubran únicamente en provincias justicialistas con liderazgos fuertes.
Párrafo aparte para un tipo de crímenes que alcanza su máxima atrocidad en el atentado racista y contra las infancias indígenas llamado “chineo”, es decir, la violación sistemática de niñas y adolescentes indígenas por hombres criollos. Ni la Iglesia católica ni las demás, ni las poblaciones argentinas indignadas marcharon alguna vez contra el chineo. Y cuando una niña indígena queda embarazada como consecuencia de estas violaciones, la Iglesia católica interviene para que no pueda abortar.
Y mientras los medios nacionales se ocupaban de manera permanente del asesinato de María Soledad Morales, se apagaron los ecos de la violación e infanticidio de Jimena Hernández, de 11 años, en la pileta de natación del colegio católico Santa Unión, de Buenos Aires. Ni las autoridades del colegio religioso ni la Iglesia se pusieron a la cabeza de ninguna movilización por el esclarecimiento de este caso.
Quizá porque descubrir al asesino podía complicar indirectamente a la jerarquía. La única que siguió pidiendo justicia por Jimena fue Martha Pelloni. La Corte Suprema de la Nación cerró definitivamente el caso en 2007. De la niña Nair Mostafá, violada y asesinada el 31 de diciembre de 1989, nadie excepto las feministas quiere acordarse hoy. Porque el crimen desató una pueblada contra la policía de Tres Arroyos.
Los crímenes sexuales, el amancebamiento de adolescentes y otras complicidades y silencios de la institución Iglesia católica continuaban a la orden del día, y con el ingreso del nuevo siglo comenzaron a salir a la luz. Con el correr de la década de 1990, al igual que el Estado, la Iglesia católica argentina comenzó un proceso de reconversión neoliberal. El trabajo de los curas y religiosas en opción por los pobres no tenía difusión, mientras crecían la pobreza y el desempleo. Al comenzar esta etapa en Argentina, unos jóvenes del círculo de privilegiados asesinaron a una estudiante católica de familia obrera, en una de tantas fiestas, a la vista de todos. No a una niña indígena, ni a una chinita, ni a una afrodescendiente, ni a una migrante, ni a una anónima indocumentada, ni a una mujer cis en prostitución, ni a una travesti, que vendría a ser lo de todos los días. Era una adolescente de 17 años, de colegio católico, con nombre y apellido en una capital provincial donde todos se conocen. Y María Soledad Morales se convirtió así en el emergente de una época. La convertibilidad “un peso igual a un dólar” llegaría el 27 de marzo de 1991. Poco después, la Constitución de 1994 provincializaría los recursos mineros, tema central en las economías de Catamarca y La Rioja, y facilitaría la enajenación de esas riquezas. Y los cambios en el Ejecutivo de Catamarca no resolvieron nada, porque los poderes reales se mezclan con los gobiernos pero siempre están por encima de ellos.
Adriana Carrasco
Periodista y militante feminista argentina. Fue una de las precursoras del movimiento lésbico en la Argentina, a mediados de la década de 1980. Fundó, junto a Ilse Fuskova, Cuadernos de Existencia Lesbiana, la primera publicación lésbica periódica en Argentina, y junto a Ana Rubiolo el Movimiento Autogestivo de Lesbianas (GAL). Como periodista ha colaborado con Crónica y la revista Flash, los Suplementos Soy y Las Doce de Página 12, así como otros medios, principalmente feministas o LGBTQ+. Ha cubierto causas de violencia de género o lesbofobia como los casos de Diana Sacayán e Higi. En 2022 recibió el Premio Lola Mora que entrega la Ciudad de Buenos Aires por su trayectoria.
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