17/01/2018
Una ficción que encubre los indultos
Por Carlos Rozanski
Fotos Julián Athos
El ex juez federal de La Plata que condenó al represor Miguel Etchecolatz echa luz sobre lo que llama “impunidad de hecho”: la prisión domiciliaria, una prebenda otorgada por clara y explícita voluntad de los magistrados. "La verdad se conoce al juzgarse los casos, la justicia se obtiene cuando se condena a los responsables y la memoria se cultiva con los genocidas en cárcel real", reflexiona.
Desde la antigüedad, la comunidad ha elaborado reglas de sanción respecto de conductas que se consideraban contrarias a la convivencia social. Así, nacieron las leyes que reemplazaron la venganza, la que, como toda reacción pasional, no reconoce frenos, y está impulsada por sentimientos profundos generados por el dolor ante daños ocasionados por otros individuos. Las reglas de castigo, en todos los Estados modernos, se traducen en penas que varían de acuerdo a la gravedad de los hechos que motivan las sanciones. Desde penas condicionales hasta prisión efectiva por largos años, la gama de opciones con que la comunidad intenta regular y facilitar la convivencia, es sin dudas variada. Obviamente, los individuos que cometan los hechos considerados socialmente más graves, serán los más severamente sancionados. En ese sentido, no puede caber duda que los delitos de lesa humanidad, que son aquellos cuya gravedad trasciende al daño individual ya que afectan a la humanidad toda, son los que, en nuestro sistema legal, reciben la mayor sanción prevista por el Código Penal. En nuestro país, los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar, configuraron, además, el delito internacional de genocidio.
A partir del año 2003, se dieron en la República Argentina, las condiciones para que numerosos genocidas, fueran juzgados y condenados por los tribunales locales, en un proceso histórico que no reconoce antecedente en el mundo.
En ese proceso, cientos de represores han sido condenados por delitos gravísimos como homicidios, desaparición forzada de personas, apropiación de bebés, violaciones, torturas y robos calificados. Por la magnitud y características de las penas aplicadas y los delitos cometidos, los procesados y condenados, han permanecido en cárceles de nuestro país, ya sea durante los procesos, o bien cumpliendo sus condenas.
Ante esa realidad, como sucede con todos los avances sociales que generan pérdida de privilegios o el fin de la impunidad, como la que gozaron durante décadas los genocidas, se producen reacciones. Esas reacciones, pueden traducirse en amenazas o daños concretos a víctimas y testigos que los incriminen, llegando en el trágico caso del testigo Jorge Julio López, a su desaparición forzada en el año 2006 durante la última etapa del juicio a Miguel Osvaldo Etchecolatz.
El nombrado ex jefe policial, resultó en esa oportunidad, condenado a reclusión perpetua, pena máxima prevista por nuestro ordenamiento jurídico. Otro aspecto de las citadas reacciones, reside en las estrategias llevadas adelante para lograr una impunidad de hecho, conocida como prisión domiciliaria.
Al respecto, resulta interesante referir algunas características de ese instituto legal, y en su caso, la pertinencia o no, de aplicación a los genocidas.
La denominada prisión domiciliaria está regulada en la Ley 24.660 de ejecución de las penas privativas de la libertad, sancionada en 1996 y que luego tuvo algunas modificaciones. En su artículo 32 señala las condiciones en las que un juez “podrá” disponer la aplicación de ese beneficio a una persona privada de su libertad. Esa clara redacción efectuada por el legislador, determina que se trata de una opción y no una obligación de los jueces otorgar ese beneficio cuando se dan algunos de los requisitos luego descriptos en la propia norma (enfermedad terminal, edad, etc.).
Esto resulta fundamental porque pone en evidencia que esas prebendas son otorgadas por clara y explícita voluntad de los magistrados y no por obligación legal.
La razón sistemáticamente esgrimida en las resoluciones favorables, -en los casos de lesa humanidad-, es la de que se otorga por “estrictas razones humanitarias”.
Se impone explicar sintéticamente la falacia de esa argumentación.
Las personas mayores de 70 años de edad suelen presentar algunos problemas de salud derivados de la etapa etaria que atraviesan. En diversos casos llegan a afecciones que incluso ponen en riesgo su vida, de no contarse con ayuda médica inmediata o lo más rápida posible.
En ese sentido, algunos casos de detenidos por delitos de lesa humanidad ayudan a tener claro el tema. En el caso de Miguel Osvaldo Etchecolatz, se tramitaron diversos pedidos de “prisión domiciliaria”. Allí, el Hospital Penitenciario Central (HPC), respondió en su momento a preguntas específicas del tribunal actuante, que el condenado en cuestión –o cualquier otro allí alojado-, en caso de requerir auxilio médico urgente, lo recibiría en el plazo aproximado de 5 minutos.
Para situaciones de mayor riesgo que requirieran una complejidad de atención mayor a la que dispone el HPC (que de por si es bastante alta y competente) se podría trasladar al interno a un nosocomio de alta complejidad en un lapso de alrededor de 15 minutos. Resulta obvio que un detenido que gozara del beneficio de cumplir su pena en el domicilio, en ningún caso estaría en condiciones de recibir ayuda médica en lapsos tan reducidos de tiempo. Esto, no por obvio deja de ser impactante, ya que da por tierra la excusa “humanitaria” en el caso de detenidos enfermos, sean leves o graves. Resulta claramente más humanitario proveer condiciones de ayuda médica rápida a quien la necesita, que mandarlo a su casa.
Una prueba dramática de lo dicho es el caso del represor Miguel Colicigno, quien durante 1976 fue jefe del centro clandestino de detención y tortura "Protobanco" que funcionó en Camino de Cintura y Autopista Riccheri. Por allí se calcula que habrían pasado al menos 137 víctimas de las cuales la mitad están desaparecidas o fueron asesinadas. El represor, había estado prófugo de la justicia durante 2 años, antes de ser detenido. El 16 de junio de 2016, ya apresado, Colicigno se encontraba en su casa gozando de la denominada “prisión domiciliaria” por su edad (86 años) y alegadas condiciones de salud. Sin embargo, su deceso se produjo a raíz de un suceso ocurrido mientras se encontraba subido a una escalera, podando un limonero. Desde allí, cayó hacia una pileta de natación que no tenía agua y como consecuencia de las lesiones de la caída, falleció.
Emblemático desenlace para el tema en análisis.
Está demás aclarar que la casa de Colicigno no fue precisamente un lugar seguro para su salud. En segundo lugar, su estado le permitió subir a una escalera para podar un árbol. Finalmente, los limoneros y la pileta de natación dan cuenta claramente del nivel de vida de quien, luego de permanecer dos años prófugo de la justicia, acusado de gravísimos delitos, es enviado a su casa por “razones humanitarias”.
Es ilustrativo para completar el panorama, recordar un caso histórico igualmente pertinente para la comprensión del tema. Rudolf Hess, lugarteniente y hombre de confianza de Adolf Hitler, se encontraba en la cárcel de Spandau, en Berlín, condenado a prisión perpetua por el Tribunal de Nuremberg. Tras más de 40 años de cautiverio, 20 de ellos como único recluso de esa prisión militar de las cuatro potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, se encontraba cursando una enfermedad muy grave. Las insistentes solicitudes de prisión domiciliaria por “razones humanitarias”, le fueron negadas y finalmente se suicidó en confusas circunstancias, terminando de ese modo, en prisión, a los 93 años, la vida de uno de los criminales más brutales que registra la historia de los genocidios.
Si bien el tema permitiría un desarrollo más extenso, baste para finalizar este breve análisis, efectuar algunas conclusiones que considero oportunas.
Los procesados o condenados por delitos de lesa humanidad deben afrontar el proceso y, una eventual condena, en prisión. Lo contrario, viola el compromiso del Estado argentino ante la comunidad internacional, de juzgar y sancionar adecuadamente a dichos perpetradores. En los casos en que la salud de los genocidas lo requiera deben ser atendidos eficiente y humanitariamente en un hospital penitenciario y, en su caso, ser trasladados a nosocomios extramuros.
Finalmente, cabe afirmar que la verdad se conoce al juzgarse los casos, la justicia se obtiene cuando se condena a los responsables y la memoria se cultiva con los genocidas en prisión real y no con ficciones que encubren indultos.
*Exjuez federal de La Plata. Presidente del tribunal que condenó a reclusión perpetua al genocida Miguel Etechcolatz y al capellán Christian Von Wernich.
Compartir