29/08/2017
Las memorias que incomodan
Por Manuel Barrientos
Fotos Julián Athos
Director de Archivo del Memorial de Mauthausen en Austria, Christian Durr acaba de publicar una investigación sobre el dispositivo de la desaparición de la última dictadura y el papel clave del testimonio de los sobrevivientes, al tiempo que traza un paralelo para explicar las diferencias entre los campos de concentración del nazismo y los centros clandestinos que funcionaron en la Argentina, donde los secuestrados eran privados de su condición de sujetos.
Christian Durr es filósofo, historiador y director de Archivo del Memorial de Mauthausen (Austria). Acaba de publicar el libro Memorias incómodas (Editorial Tren en Movimiento), una investigación que realizó en la Argentina sobre el dispositivo de la desaparición de la última dictadura y el rol del testimonio de los sobrevivientes.
Con prólogo de Daniel Feierstein y un epílogo de Graciela Daleo, analiza en paralelo las funciones de los campos de concentración (KZ) del nazismo y de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio (CCDTyE) de los genocidas argentinos.
“En mi tesis de doctorado había analizado las relaciones de poder en campos de concentración nacionalsocialistas, partiendo de las herramientas teóricas que nos propuso Michel Foucault. Por mi interés personal en la historia política latinoamericana, en general, y de la Argentina, en particular, estaba interesado en aplicar este método también a los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, que eran la institución represiva pradigmática de la última dictadura y de su ‘dispositivo de la desaparición’”, explica sobre los motivos que lo impulsaron a avanzar en la investigación realizada en el marco de una estancia postdoctoral en el Centro de Estudios sobre Genocidio de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
¿Por qué la dictadura dotó de un carácter clandestino a los CCDTyE?
Los CCDTyE, tanto como los campos de concentración nacionalsocialistas, son en palabras del filósofo Giorgio Agamben, “lugares de estado de excepción permanente“. La idea, o mejor dicho, la ideología detrás del concepto de estado de excepción, es que en ciertas situaciones es necesario suspender las garantías del Estado de Derecho para poder garantizar su propia perdurabilidad en el futuro (al margen: obviamente es un planteo paradójico y en muchos casos históricos el estado de excepción sirvió más bien para lo contrario: la continua disminución de garantías y derechos; el mejor ejemplo es la Alemania nacionalsocialista.) El “estado de excepción” es un concepto temporal, o sea, rige en todo el territorio, pero siempre es transitorio. En un “lugar del estado de excepción permanente” este concepto temporal se transforma en un concepto espacial: el estado de excepción no tiene más su límite en el tiempo, sino en el espacio. Mientras que el estado de excepción es un concepto legal que forma parte de las constituciones de casi todos los Estados modernos, el concepto del “lugar del estado de excepción permanente“, es decir de un lugar donde quedan suspendidas todas las leyes, garantías y derechos –y eso es lo que eran los CCDTyE y los campos de concentración nazis–, no puede tener ninguna forma de legalidad. Son instituciones ilegales. La diferencia entre ambas es que los campos nazis eran sostenidos por la mayoría de la sociedad nacionalsocialista. Por eso no era necesario que fueran clandestinos, su existencia estaba comúnmente conocida. Esa situación es diferente en Argentina. Ahí la clandestinidad de estos lugares sirve de garantía para los que los manejan y, al mismo tiempo, para el amedrentamiento de la sociedad.
¿Qué contraestrategias pudieron desarrollar los sobrevivientes en el período de su desaparición?
La estrategia de los represores consistía en extinguir a los secuestrados en su condición de sujetos (además del exterminio subsiguiente de la mayoría de ellos también de forma física). Por eso, las contraestrategias de los secuestrados tenían que dirigirse a contrarrestar eso, a mantenerse como sujetos. Muchos sobrevivientes dicen que, en un primer momento después del secuestro, lo más importante era resistir la tortura y no darles informaciones a los torturadores que les hubiera permitido secuestrar más gente. En la medida en la que las estructuras sociales –de los compañeros de militancia, de la familia etc.– se mantenían vivas, eso podía servir como una “ancla emocional” que los vinculaba todavía al mundo de afuera. En una segunda fase, los represores trataban de desestructurar al sujeto por el medio del aislamiento y de la violencia arbitraria. Los secuestrados, que casi siempre estaban “encapuchados” y/o vendados, no tenían noción del lugar ni del tiempo. Muchos sobrevivientes cuentan que creaban sus propias estrategias para reestructurar este espacio-tiempo: tratar de percibir señales de afuera que les permitieran sacar informaciones sobre su ubicación y el transcurso del tiempo. Dicen que uno tenía que “aprender a ver con la capucha puesta”. Lo más importante de todo era quizás la posibilidad de establecer contacto con otros secuestrados. Eso siempre involucraba grandes riesgos, porque era totalmente prohibido, pero el contacto humano frente al trato inhumano de los represores, establecer lazos sociales por lo mínimas y efímeras que fueran, podían afirmar a uno en su condición de sujeto.
¿Qué reflexiones hacen los sobrevivientes sobre su “reaparición”? ¿Por qué consideran que los represores los dejaron en libertad?
Entre los sobrevivientes, por lo menos entre aquellos cuyos testimonios analicé, hay un razonamiento común muy fuerte: que los represores los dejaron en libertad para que contaran sus experiencias y, de este modo, difundieran el terror que experimentaron en toda la sociedad. A mi entender, este relato tiene una gran importancia en el proceso de elaboración colectiva de la experiencia del cautiverio, porque les permite a los sobrevivientes explicarse algo que antes era inexplicable: ¿Por qué sobreviví? Para muchos, esa pregunta era la causa para dudar de sí mismo, tanto como de la desconfianza de los demás. En los años después de la liberación, los sobrevivientes estaban confrontados por la sospecha por parte de la sociedad de “si sobrevivió, algo habrá hecho”. Con la definición del sobreviviente como “difusor del terror” era posible concebir tanto a los desaparecidos como a toda la sociedad como víctimas del mismo sistema de terror. De ahí la importancia de este concepto para la elaboración del genocidio en términos sociales.
¿Cómo enfrentaron esa dualidad entre ser liberados para dar un testimonio del horror y, a la vez, sentir la obligación de dar ese testimonio?
Entretejiendo experiencias individuales y personales para crear un discurso social, que no tiene la necesidad de sumergirse en los traumas individuales. El punto de partida de cada relato es el trauma individual y el objetivo es elaborar ese trauma individual de la mayor manera posible. Pero aunque cada experiencia es individual, esas experiencias se enmarcan en un esquema común (secuestro–tortura–aislamiento–reaparición). En las reuniones con otros sobrevivientes uno podía encontrar las palabras para la narración de su propia historia individual en las narraciones de otros. Así se llegaba a una narración común que abarcaba cada vez más experiencias hasta llegar, en última instancia, a un discurso que toca los efectos sociales del genocidio en nivel más abstracto. Esa es la estrategia: objetivar, socializar e intelectualizar el relato individual; asumir su propio trauma, pero entenderlo como parte de una experiencia que abarcaba a toda la sociedad y que es consecuencia de un plan sistemático de persecución, desaparición y exterminio, o sea: de genocidio.
¿Qué es lo que los sobrevivientes aún no pueden contar de su desaparición?
Hay un núcleo traumático de la experiencia de la “desaparición” que queda vivo para siempre en un individuo. De lo que prácticamente no se habla en los testimonios es de la propia tortura, lo que pasó en las salas de tortura (eso, obviamente, es diferente en los testimonios ante la CONADEP, porque ahí todavía se trataba de determinar, por primera vez, la dimensión y la metodología de los crímenes cometidos en los CCDTyE, así que los detalles eran importantes). Hay alusiones respecto a la tortura de otros secuestrados, a los gritos que se escuchaban. Pero en cuanto a la propia tortura (es decir, por picana eléctrica, porque obviamente toda la desaparición es una forma de tortura), el relato se detiene normalmente en la puerta de la sala de tortura. Era una experiencia límite para los secuestrados y al mismo tiempo el eje central de la estrategia de los represores con el objetivo de “quebrar” al sujeto. Es de suponer que no hay palabras y no hay lenguaje para dar cuenta de esa experiencia; que todo lo que se diga acerca de ella quedaría en el nivel de lo banal o del voyeurismo. De ahí que –una vez establecido el conocimiento general de lo que pasaba allí– ni es posible ni tiene sentido hablar de eso.
¿Qué cambios en la percepción del espacio-tiempo genera la desaparición?
El aislamiento detras de la “capucha” y el “tabique” (la venda), el encierro en celdas, la prohibición de sentarse, pararse, moverse, ponerse en contacto con otros, conllevan una perdida de sentido del espacio y del tiempo y de sus delimitaciones y estructuraciones. El sobreviviente Enrique “Cachito” Fukman lo expresó en forma de una analogía. Dice que es como si lo sentaran a uno en una cápsula y lo lanzaran al espacio sin más contacto con la base terrestre. Pero flotar en el espacio infinito es lo mismo que quedar encerrado en un lugar diminuto, o sea, por ejemplo, estar enterrado vivo. Lo que une las dos experiencias es la pérdida absoluta de cualquier vínculo social. Algo parecido pasa con el tiempo: el aislamiento vacía el tiempo de su contenido, el momento se vuelve eterno. En resumen: los secuestrados eran privados de la estructuración del espacio-tiempo que sirve de marco para cualquier convivencia social.
¿Qué pasó con sus militancias políticas? ¿Las retomaron? ¿En qué términos?
La mayoría de los sobrevivientes con cuyos testimonios trabajé volvieron a alguna forma de militancia después de su cautiverio. Es más: parece haber una correlación entre la vuelta a la militancia y la capacidad de hablar en público sobre la propia experiencia traumática. Eso explica que las colecciones institucionales de testimonios audiovisuales (como las del CEG o de Memoria Abierta) contienen en su gran mayoría los relatos de personas que volvieron a militar. Lo que falta son las voces de todos aquellos que, después de su cautiverio, no pudieron rearmar sus vidas de una forma que les hubiera permitido revincularse de algún modo con sus vidas anteriores. Sin embargo, entre los sobrevivientes con cuyos testimonios trabajé, la forma de militancia después del cautiverio cambió: es una militancia vinculada, sobre todo, a los temas de derechos humanos y de la política de memoria.
¿Qué representó el Juicio a las Juntas para los sobrevivientes? ¿Qué representó la reapertura de los juicios de lesa humanidad desde 2005?
Las experiencias de la CONADEP y del Juicio a las Juntas eran importantes, porque les permitió a los sobrevivientes (mejor dicho, a aquellos que se decidieron a declarar) contextualizar la historia de su cautiverio como parte de la historia de toda la sociedad. Con el Juicio a las Juntas, la dimensión y la metodología del genocidio fue transmitida por primera vez a través de los medios de comunicación, a un público amplio. Al mismo tiempo, se escuchaban por primera vez los relatos de los sobrevivientes fuera de sus propios círculos. Osvaldo Barros, que sobrevivió la ESMA, dice así: “El Juicio a las Juntas fue un aparecer social para mí”. El juicio, de este modo, abrió un espacio institucionalmente asegurado y relativamente protegido que diera lugar a los relatos de los sobrevivientes y al intercambio con la sociedad. En la fase de impunidad después de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final se trataba de defender lo anteriormente logrado contra el creciente olvido institucional y social. Muchos sobrevivientes estaban en la punta de una lucha contra la impunidad. Al mismo tiempo trataron de aumentar el discurso social sobre los crímenes de la dictadura que había sido iniciado por la CONADEP y, sobre todo, por el Juicio a las Juntas. La Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), por ejemplo, a fines de los noventa organizó un seminario sobre el tema en la UBA y en La Plata. En este contexto, la reapertura de los juicios fue una conquista importante. Al mismo tiempo, los sobrevivientes lo sienten como una forma de obligación contar todo de lo que se acuerdan, tanto para lograr la condena de los represores como para que quede registrado para la historia.
En términos generales, ¿qué similitudes y diferencias hay entre los KZ y los CCDTyE? ¿Qué permite comprender esa mirada en espejo?
Primero, cabe destacar que no hay “la experiencia” del KZ ni del CCDTyE. En cuanto al KZ la experiencia depende de una multitud de factores: el periódo histórico del que estamos hablando (1933/34, 1934-1936; 1937-1939; 1940-1942; 1943-1944; 1945), el tipo de campo, la categorización del preso por parte de las SS (si estaba categorizado como preso político, “criminal”, “asocial”, judío, ...), la nacionalidad, etc. etc. Algo similar corre para el CCDTyE: hay diferencias importantes entre los CCDTyE, como Campo de Mayo, donde quedan muy pocos sobrevivientes, otros, como la ESMA, que tenían un sistema de “recuperación”, otros que servían más bien como lugares transitorios. Sin embargo, pienso que a veces es necesario generalizar y esquematizar para ver más claro. Por eso, y porque pienso que la comparación de dos cosas parecidas pero distintas siempre sirve para un mejor entendimiento de ambas, insisto en describir y destinguir una “experiencia del KZ” y otra “del CCDTyE”. En el libro trato de ejemplificar esa diferencia a través de dos citas, una del sobreviviente del KZ Gusen, Lodovico Barbiano de Belgiojoso, y la otra de la sobreviviente de la Escuelita de Famaillá Margarita Cruz. Belgiojoso cuenta del abarrotamiento en los barracones, de la falta de espacio, de la presión como consecuencia de demasiadas personas metidas en un espacio demasiado pequeño y de la necesidad pero imposibilidad de delimitarse de los demás presos. Margarita Cruz habla exactamente de lo opuesto: de su necesidad, en su estado de total aislamiento, de vincularse a un ser humano, aunque fuera un represor. El KZ es un lugar, donde la escasez (en todos sentidos: lugar, alimento, tiempo, recursos...) estructural y planeada conlleva a la implosión de la “sociedad” forzada de los presos. La “sociedad” del KZ es como una caricatura de una sociedad. En el CCDTyE, en cambio, no hay nada parecido a una sociedad: es un lugar fuera de lo social cuya meta es precisamente impedir el establecimiento de vínculos sociales.
¿Qué implicancias políticas tienen las diferencias en las “liberaciones” de los KZ y de los CCDTyE?
En el caso de los KZ, la gran mayoría de sus sobrevivientes fue liberada por los ejércitos aliados después de la derrota militar de Alemania. Solo entre 1933/34 presos de los KZ fueron libarados en mayor cantidad. Después, si bien hasta el arranque de la guerra en 1939 todavía hubo liberaciones, eran cada vez más escasas. En el período de la guerra prácticamente no hubo liberaciones de presos de los KZ. Además, de aquellos presos que fueron liberados antes del fin de la guerra, hay muy pocos testimonios. De los que hay, los más conocidos fueron escritos desde el exilio. El caso de Argentina es diferente. Prácticamente todos los sobrevivientes de los CCDTyE fueron liberados todavía en la época de la dictadura. Volvieron a una sociedad dominada todavía por las mismas fuerzas que los habían secuestrado y torturado. Además, la “liberación” del CCDTyE no se puede entender como un momento –el momento en el que el secuestrado salió– sino que estaba diseñado por los represores como un proceso largo que pasaba por varias etapas: la “recuperación” dentro del CCDTyE por medio de tareas asignadas; primeros contactos con el mundo de afuera (por medio de llamadas telefónicas, por ejemplo); visitas a casa de la familia; fines de semana enteros en casa de la familia, etcétera. Incluso después de que un secuestrado salió del CCDTyE para volver a vivir con su familia, la liberación no era completa: los represores aplicaban lo que llamaban la “libertad vigilaba”. Eso significa que seguían sosteniendo su influencia sobre los desaparecidos-reaparecidos por medio de llamadas telefónicas, de visitas a casa o de la obligación a presentarse periódicamente en el CCDTyE. Para los sobrevivientes “liberados”, el “pozo”, como se conocía el CCDTyE comunmente, iba invadiendo de este modo el mundo de afuera. Mi conclusión sería la siguiente: mientras que en el caso del KZ la liberación no tenía importancia dentro de su cálculo y de su lógica represiva, en el caso de CCDTyE tiene un rol clave. El largo proceso de “liberación” era un método para influir en las subjetividades de todos aquellos que no eran destinados a la muerte sino a la vuelta a la sociedad, al mismo tiempo que servía para el amedrentamiento de la sociedad entera.
¿Por qué liga a los KZ al concepto de sociedades disciplinarias y a los CCDTyE al de sociedades de control?
En el libro defino el KZ como la “cara inversa” de la sociedad disciplinaria y el CCDTyE como la “cara inversa” de una sociedad de control. El KZ como institución represiva y de reclusión aplica métodos que, por su pura forma, son derivaciones de los métodos de instituciones disciplinarias tan emblemáticas como el cuartel militar, la prisión o también, en ciertos casos, la fábrica fordista: los ejercicios militares, las columnas de trabajo, la obsesión con el orden, las normas de castigar (que, como normas, siempre son sistemáticamente transgredidos). Pero lo que pasa es que estos métodos son aplicados sin el objetivo específico que también caracteriza las instituciones disciplinarias: descomponer y recomponer los individuos y los cuerpos con el fin de crear –en las palabras de Gilles Deleuze– “una fuerza productiva cuyo efecto debe superar la suma de las fuerzas componentes”. La aplicación de los métodos disciplinarios sin este objetivo convierte el KZ en una caricatura cínica de una institución disciplinaria, en su “cara inversa maligna”. En el CCDTyE no vemos estos métodos derivados de la disciplina. La metodología del CCDTyE no aspira al manejo de una “masa” de presos, como en el KZ, sino al aislamiento de individuos y su desintegración como sujetos sociales por medio del aislamiento y la violencia sistematizada. Esa metodología del CCDTyE, a mi modo de ver, habla de un régimen diferente. Un régimen que no aspira más a la creación de una fuerza productiva mayor sino al control de un “excedente”. La sociedad de control es una sociedad del capitalismo tardío en la que rige de manera hegemónica el principio de la valorización del valor. En tal sociedad todo lo que corresponde a esa lógica debe ser posible. En cambio, lo que se resiste a la “valorización” en el sentido mercantil resulta sospechosa y tiene que mantenerse “invisible” o correr el riesgo de ser “desaparecido” (deportado, encerrado, excluido, externalizado,...). Para mí, el CCDTyE es la consecuencia en última instancia de esa lógica.
¿Cómo piensan los sobrevivientes los conceptos de historia y de memoria? ¿Por qué algunos de ellos destacan el concepto de genocidio para comprender la experiencia dictatorial?
Para los sobrevivientes, en la base de la historia, siempre está la memoria, tanto individual como colectiva. Y estamos hablando de una memoria traumática. De ahí que una historia que represente estas memorias tiene que corresponder al concepto del trauma, traducirlo en términos histórico-sociales. Creo que de ahí viene la importancia del concepto de genocidio en el discurso de los sobrevivientes, porque es la conceptualización, en nivel abstracto, del trauma social e individual. El genocidio está definido por la transformación de una sociedad por medio del aniquilamiento de una parte de ella. Eso significa que el aniquilamiento es el momento fundacional de la sociedad posgenocida. Tanto como la experiencia traumatizante estremece y rompe la estructura (psíquica) del individuo, el genocidio estremece y rompe la estructura de la sociedad. El concepto del genocidio nos recuerda que hay algo perdido que solo puede ser recuperado parcialmente en un proceso largo y arduo de elaboración.
¿Por qué a la sociedad argentina le costó y le cuesta poder escuchar esas voces?
Una estrategia defensiva de la sociedad frente al terror y las desapariciones cada vez más evidentes era el intento de “racionalizar” lo que pasaba. De ahí nace la sospecha del “por algo será” frente a las víctimas de la represión. Poder decir que “por algo será que los matan y los hacen desaparecer” implicaba, al mismo tiempo, que si se mantenía distancia a estos sectores de la sociedad (vinculados a la militancia política, y difamados por el discurso oficial como “subversivos”), uno estaba a salvo. Obviamente, hoy sabemos que no era así, que también desaparecieron personas con poca o ninguna militancia política, secuestradas por el puro motivo de ser familiares, amigos de militantes o figurar con nombre y dirección en sus agendas. Pero el razonamiento del “por algo será” servía para el resto de la sociedad como método de racionalizar lo irracional, lo traumatizante, también como una forma de justificación que permitía poder seguir adelante con la vida cotidiana. Así, por medio del terror, los represores lograron instalar una brecha entre los grupos políticos y el resto de la sociedad basada en la sospecha. Ahora, lo que la figura del “desaparecido reaparecido” ponía en evidencia es precisamente que esa normalidad de la sociedad de la dictadura y de la posdictadura en realidad era algo “no normal”, que estaba basada en un enorme crimen y su posterior negación. La reaparición del desaparecido es literalmente el retorno de lo negado. Por eso, los reaparecidos resultaban incómodos. Sobrevivientes que reivindican su identidad política previa al secuestro incluso en el presente siguen resultando incómodos para partes de la sociedad.
¿En qué medida podría pensarse que sus voces se valorizan sólo en el ámbito judicial/histórico y quedan restringidas en el plano de la política actual?
En los discursos del presente, el sobreviviente “sirve” para hablar de algo pasado, sea desde su rol de testigo en un juicio o de fuente para escribir la historia. En ambos casos, el relato del sobreviviente queda “encauzado” por un discurso institucional, jurídico por un lado y científico, por otro. Es decir, en ambos contextos el relato está mediado por un “discurso experto” y adquiere su validez solo en este contexto, nunca fuera de él y de por sí solo. El sobreviviente como sujeto político, sin embargo, quiere liberarse precisamente de estos “encauzamientos” y mediaciones por terceros. Como sujeto político, el sobreviviente habla sin la necesidad de que otros, “los expertos”, le dieran legitimidad a su relato. Pero como el sobreviviente “puro” sigue siendo una figura “incómoda” en la sociedad posgenocida (y la sociedad argentina la sigue siendo), su relato queda estigmatizado como “anacrónico”.
La metáfora de Graciela Daleo sobre un “rompecabezas” que es rearmado sin una pieza se cita varias veces en el relato. Junto al impacto individual de esa carencia en los detenidos-desaparecidos, ¿qué lectura colectiva se puede hacer de esa metáfora, en tanto la sociedad argentina también vuelve a la democracia con piezas faltantes?
Esa metáfora de Graciela Daleo me sirvió muchísimo para entender cómo actúa el trauma en el individuo. Pero también sirve para entender cómo el trauma surte su efecto en términos sociales. Lo que falta en la sociedad argentina posgenocida no son solo los 30.000 desaparecidos; no son solo las vidas robadas y transformadas en otras de los bebés apropriados.Lo que falta es también una cultura política y un ambiente de emancipación social que fueron erradicados con los métodos del terror de Estado.
En ese sentido, ¿cómo afecta la existencia de nuevas desapariciones forzadas ya en democracia, como sucede con Miguel Bru, Jorge Julio López, Iván Torres o Santiago Maldonado, entre otros tantos casos?
Cada caso de desaparición forzada es una catástrofe de por sí para los directamente afectados, es decir, la persona desaparecida y su entorno más cercano. En cuanto a sus efectos a nivel social, seguramente hay una diferencia entre las desapariciones durante la dictadura (e incluso antes, al menos a partir del año 1974) y los casos de desapariciones forzadas en democracia: el nivel de sistematicidad. Mientras que entre 1974 y 1983 hubo todo un sistema estatal clandestino que hizo de la desaparición el método central de la represión política, eso no es el caso en democracia. Aunque sean autoridades estatales las que son responsables de la desaparición forzada de una persona, no hay una complicidad del Estado como entidad, o sea, no hay un plan estatal sistemático de hacer desaparecer personas. Sin embargo, cada desaparición en democracia hace, también a nivel social, resonar antiguos traumas no resueltos. Si a eso se suma la sensación de que las autoridades estatales, sobre todo aquellos que están a cargo de proteger los Derechos Humanos, tratan de cubrir, negar o disminuir los casos de desaparición forzada, eso claramente contribuye a una creciente desconfianza en las estructuras democráticas y a la división o la fragmentación de la sociedad.
Compartir