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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

01/05/2017

Unas cintas celeste y blancas

Estudiar la guerra de Malvinas puede ser una forma de entrar por una ventana diferente al tema del Terrorismo de Estado. Esto piensa y sostiene el autor de esta crónica, "malvinólogo, malvinero y patagónico platónico". “Somos lo que elegimos recordar”, escribe, mientras desgrana su historia personal que también es la historia de un país, con sus grietas y sus contradicciones. 

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Cinta del Fondo Patriótico

Del archivo personal del autor

I

El 20 de mayo de 1982 salimos con mi hermano menor a comprar el regalo de cumpleaños de mi mamá. Decidimos invertir nuestros ahorros en comprar un par de pajaritos que por aquel entonces estaban de moda. Cotorritas australianas, creo que les decían. Eran de lomo gris oscuro, panza blanca y pico anaranjado o rojo. Las vendían en una pajarería que quedaba, si no me equivoco, en Rivadavia y Castelli, cerca de Once.

Salimos, con la plata en el bolsillo, una tarde muy fría. Nos encontramos el primer tacho blanco del Fondo Patriótico en Corrientes y Pueyrredón. Si ponías plata para los soldados, te daban una cinta celeste y blanca, con la silueta de las Malvinas sobreimpresa. Una como esta de la foto. Es más: la de la foto es una de las que nos dieron ese día.

Cuando volvimos a mi casa no teníamos las cotorritas pero en cambio teníamos el pecho lleno de escarapelas. Mi mamá nos dio un beso grande y nos dijo que habíamos hecho bien.

Parece un capítulo de Corazón. Lo siento, porque es verdad.

En mi casa vivimos con mucha intensidad la guerra de Malvinas.   

Aunque fuera de lejos y por la tele, como años después me dijeron en Patagonia.

II

Escribo estas líneas porque los amigos de la Revista Haroldo me pidieron una nota sobre Malvinas. Cuando les dije que me resultaba difícil escribir algo original, me sugirieron que estaría muy bien explicar el porqué de esta obsesión por el tema. Por qué para mí escribir, enseñar y hablar de Malvinas es prácticamente lo mismo que definir mi profesión.

Escribo sobre otros temas, lo sé. Pero si rasco un poco, en el fondo de todo están esos días oscuros de abril a junio de 1982.

Con la propuesta me obligaron a pensar bastante, porque hace tanto que estoy con esto (podría decir, un cuarto de siglo) que más o menos ya tengo armada una respuesta, que es la que suelo dar cuando me preguntan al respecto. Siempre hablo del “potencial metodológico y temático”, el “lugar vacante en la historia reciente”, la “necesidad política de no dejar abierta la puerta para reivindicaciones derechosas”. Todo eso es cierto, pero a la vez está muy lejos de todo lo que significa Malvinas para mí.

Atención: Malvinas es todo eso. Durante años, ni siquiera un puñado de investigadores nos esforzamos por explicar que trabajar el tema de la guerra como tal era una manera de mejorar nuestra mirada sobre los años de la dictadura.

Pero lo cierto es que en lo personal, la “contribución al campo”, como se dice, ya está hecha. Quedan entonces una serie de situaciones que asocio al tema, que me hicieron malvinólogo, malvinero, patagónico platónico, me gusta decir.

Platónico, claro, porque vivo en el Conurbano.

Pero me pregunto si, por mi laburo, no soy patagónico como el que más.

Mi mirada sobre el tema, por lo menos, lo es.

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III

El camino a Malvinas está empedrado de sensaciones fuertes. Recuerdo por ejemplo una entrevista a Ramón, un soldado del BIM 5. Batallón de Infantería de Marina 5, sí. Marina, milicos, ESMA. Sí, perdón. Acá empiezan los problemas con los que durante años pensaron que investigar sobre Malvinas era reivindicar a los represores. Sí, se puede haber sido milico sin ser represor, aún suboficial u oficial. Perdón, sí, pero así es.

Recuerdo, decía, la entrevista a Ramón, un formoseño, que me contó los combates nocturnos en el monte Tumbledown. ¿Combates? Sí, combates, como en la tele, pero argentinos.

Combates. Medallas, tiros, sangre, adrenalina, uniformes, lealtades, defecciones. Aullidos y sapucays. Mugre y honor.

Ramón, decía, recuerda de esa noche los fogonazos y los gritos. Y que al día siguiente, en el repliegue, vio a un compañero muerto, asomando del pozo. Le pareció, dice, que lo estaba mirando a él.

Mientras me contaba esas cosas, jugaba con un encendedor zippo, de esos de bencina. Como una tosca caja de música, lo daba vueltas mientras hablaba, y golpeaba sobre la mesa.

-Era como fin de año, todo fuegos artificiales, pero si te agarraba una munición, te partía…

Toc, toc, toc.

-Los gritos eran horribles. Era desgarrador…

Toc, toc, toc.

Toc, toc, toc.

Una vez lo conté. Son tres minutos de la entrevista en las que, después de contarme que el muerto lo miraba, Ramón se me quedó mirando fijo a mí.

Sólo se escucha toc, toc, toc.

Como en Sexto sentido, si subo el volumen, los muertos me hablan. Y si no, el encendedor golpeando sobre la mesa late por mí.

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Cementerio de Darwin

IV 

De a poco, con los años, Malvinas se me fue metiendo en la mente y en el corazón. En viajes por el país, en encuentros con docentes, en publicaciones. Recuerdo cómo, al discutir temas para una beca, no logré que eligiéramos el tema del 2 de abril. Era sobre “memoria colectiva y represión”, pero esa batalla la perdí. Todavía era muy difícil explicar, a fines de 1990, que estudiar la guerra podía ser una forma de entrar por una ventana diferente al, tema del terrorismo de Estado.

Si lo pienso, a estas alturas “Malvinas” es como una mini causa en lo que a mí respecta: fueron y son muchas batallas perdidas pero el tema avanza. Para mí, como investigador, siempre fue una ventaja: entraba y salía del “tema derechos humanos” al de “la guerra”, y lo que tenía no eran dos visiones antagónicas sino complementarias de esos años.

Malvinas significa navegar siempre a dos aguas. Durante años, o eras una cosa, o la otra, herencia de la forma binaria en la que construimos nuestras miradas sobre las décadas de 1970 y 1980. Si investigabas Malvinas, estabas a favor de los milicos o, a la inversa, querías desprestigiarlos.

Señor, yo solo quiero entender.

Pero a los tibios los vomita Dios.

V

Mi visión la fui armando durante dos décadas, pero estoy seguro de que si algo terminó de construirla fueron mis dos viajes a las islas. Estuve dos veces en Malvinas. La primera, en 2007, llegué ansioso por visitar los lugares de la guerra. Sobre todo el cementerio donde están enterrados los soldados argentinos. Caminar entre las cruces blancas fue una de las mayores emociones que recuerdo. El cementerio de Darwin está emplazado en un páramo desolado, que agiganta la pequeñez heroica de esas cruces y también la mezcla de tristeza y orgullo que allí se siente.

También junté restos de la batalla: fragmentos de hierro, telas roídas, maderas chamuscadas, envases de comida, zapatillas. Vi los cráteres de artillería llenos de agua sucia. Pero confieso que no estaba preocupado por “ver” mucho más.  Quizás no pude. No porque no lo hubiera, sino porque en un viaje de la memoria, sólo vemos aquello que de alguna manera reconocemos. Supongo, tal vez me equivoque, que es lo que le pasa a la mayoría de los argentinos con Malvinas.

Pero la segunda vez que llegué a las islas, en 2013, fue muy diferente. Aunque otra vez viajaba en busca de documentos sobre la guerra de 1982, aunque portaba esa memoria, me había liberado de su peso. Era mi compañera, y no mi guía. Y entonces, me encontré unas islas completamente diferentes. Son mucho más antiguas que la guerra, cuyo impacto hace que parezca el origen de todo. Pero vistas con una mirada más amplia, las Malvinas se parecen a muchos espacios de la Patagonia continental, tanto en su historia como en su fisonomía. Es que “son” parte de ella. Y viceversa.

En ese segundo viaje me di cuenta de que en ese archipiélago, en 1982, además de las fuerzas argentinas, fue derrotada una idea de nación que los argentinos habíamos mantenido durante décadas, y que es la que nos llevó a la guerra. No me fue fácil llegar a esa conclusión, pues hay muchas más cosas en juego que escribir una historia, o una disputa diplomática.

Es decir: cuando uno escribe algo como la oración anterior, eso se traduce en “las cosas tenemos que pensarlas en una clave diferente a las que las viviste”.

Con Malvinas te hacés tantos amigos como los que perdés.

Por lo del binarismo, ¿vio?

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VI

Y está el Museo, claro, que ahora dirijo. Parece la culminación lógica de una vida dedicada a estas cosas.

Sabor agridulce, por lo menos. Recuerdo, en el camino a Malvinas, una reunión en lo que entonces se llamaba Casa Patria Grande Néstor Kirchner, en la que unos chicos me dijeron que había que “salir a pintar Malvinas”. Habrá sido 2011, 2012. Me pidieron que armara unas propuestas de cursos, y no me llamaron nunca más. Pero empezaron a pintar. A finales de ese año también me convocaron para armar el proyecto de lo que sería el Museo. Si todo salía bien, era el implícito, terminaría trabajando allí. Pero me enteré de que no el día que la entonces presidente anunció la creación del Museo en casa de Gobierno. A partir de ese momento, además, empecé a distanciarme de proyectos que había armado y de gente con la que había trabajado. La versión malvinera de la grieta, calculo.

Mientras tanto, siguieron pintando Malvinas, y el Museo fue inaugurado. En el armado participó un montón de gente que yo había conocido, pero a nadie se le ocurrió llamarme. Parece que yo no sabía pintar como había que hacerlo, o los colores no eran los adecuados, vaya a saber.

Una vez, molesto por ese ostracismo, llamé a un conocido, que me escuchó y con paciencia me explicó que no era nada personal, pero que preferían contar con gente 100/100, y yo era 70/100.

A los tibios los vomita Dios. La madre del borrego es la grieta. Las hermanitas perdidas, esa causa nacional, ¿cómo iban a perderse semejante quilombo?

Si hay algo que tienen que ser 100/100 son las Malvinas.  

Después, con el nuevo gobierno, me nombraron director. Y a muchos de los que antes no me llamaban ahora les gusta que esté.

Y acá estamos.

Para mí, el Museo es escribir los libros que me faltan de otra forma, es encontrar otro recurso para decirles a mis compatriotas que estamos obligados a pensar Malvinas de una forma diferente de la que nos llevó a la guerra en 1982.

VII

Cada vez que me asaltan esos recuerdos mezquinos evoco, como un antídoto, lo más cerca que estuve de Malvinas, que fue en el cementerio de Darwin. Recuerdo el día en que estuve allí por primera vez. Recuerdo el frío y la humedad en la cara, que para mí fue un solo un rato y una memoria, y para los muertos será para siempre.

Entonces pienso que nuestras discusiones, que los agravios personales, no están a la altura de la sencillez de esta idea: que los soldados muertos en Malvinas, que los que volvieron, fueron a luchar por todos nosotros.

Toc, toc, toc.

Pensé en la cantidad de historias que yo había escuchado, que había leído. En los rostros heridos por la indignidad de que los pensaran solo como pobres personas, de que otros hablaran por ellos.

Recuerdo muchas veces la melancolía y la indignación que sentí frente a las cruces, en ese páramo. Ese día, entre las tumbas, me dije que nada de lo que hiciera iba a ser suficiente para agradecerles.

Parece de Corazón, pero es verdad. Eso es lo que pensé.

Yo no me olvido de ellos. Recordar el frío helado en mi cara, ese día, es una manera de tenerlos presentes.

Escribí una vez, cuando conté la visita que hice con una de mis hijas a la ESMA –cuando todavía no era museo- que somos lo que elegimos recordar.

Y ese es mi compromiso.

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Ilustración Alberto Macagno y Marcelo Pérez