19/09/2015
Conversación entre Mauricio Kartun y Alberto Ajaka acerca de la obra
El viejo asunto de la política en el teatro
Mauricio Kartun, dramaturgo, director, maestro, ha escrito cerca de 25 obras. En este diálogo realizado en el Conti con Alberto Ajaka, actor, director y autor, ambos hablan de teatro y política, miran hacia atrás, se ríen un poco de sí mismos, revisan qué cosas ya no pueden hacerse como se hacían y se entusiasman con nuevas vitalidades.
Ana Durán: ¿Tienen ustedes alguna definición de teatro político con la que se sientan identificados o con la que quieran discutir?
Mauricio Kartun: Vas a odiar la respuesta, pero lo primero que te voy a decir es: no. Me cuesta mucho pensar en términos de definición de lo que sería un teatro político. Ciertos cambios de los paradigmas en las últimas décadas han hecho que aquello que muchos de nosotros entendíamos como teatro político sea un modelo en crisis. Entonces, si lo tengo que definir en función de aquel modelo que me adjudicaron a mí como autor y director de teatro político, es inaplicable frente a esta hipótesis.
Quizás lo más atractivo que tiene este momento histórico-artístico que estamos atravesando es, justamente, la posibilidad de crear nuevos modelos. Existía una cierta tiranía de aquellos modelos que instalaban lo que era prestigioso, lo que era revolucionario, desde una adscripción inevitable al pensamiento brechtiano –como la construcción de una forma, de una relación con el espectador, de un distanciamiento– y a ciertas hipótesis pedagógicas que, por lo menos en mi caso, las estudiábamos como la Biblia.
Alberto Ajaka: Tampoco podría pensar en una definición posible para teatro político, ni siquiera podría pensar en la categoría. Creo que hay tantas categorías como espectáculos. Entiendo que hablamos de un teatro donde inminentemente su tema es la política, y ahí me parece que se podría encasillar a las obras, las categorías de teatro y los pensamientos sobre teatro que ya existen. Es cierto lo que dice Mauricio Kartun. Por lo menos hasta hace poco, la mención de teatro político nos habría espantado, pensando en términos didácticos o de adoctrinamiento. No, me parece una categoría bastante amplia, no podría pensar en relación con eso.
Ana Durán: ¿Cómo son los lenguajes escénicos en relación con los relatos políticos en la actualidad? Si quieren, pueden pensarlo desde sus espectáculos, o desde el panorama del teatro contemporáneo argentino.
Albeto Ajaka: Me parece que cada espectáculo va a hablar por sí mismo, que hay algunas ideas que son propias del teatro, y que no se le puede demandar más. El teatro tiene su propia ley y la política tiene la suya. Y en todo caso, un teatro político debería ser un teatro revolucionario en sus formas, un teatro que logre poner una bomba en los cimientos de las estructuras teatrales vetustas. Porque al final la batalla es siempre la misma, no cambia; en todo caso, hay una cuestión de modas. Luego se puede hablar de política. Lo que se va a decir rodea los asuntos políticos, sea porque se posa sobre cuestiones históricas, sobre algún tema puntual, o simplemente porque hay una especie de panorama actual de la política.
Ana Durán: Sabiendo que son dos materias diferentes, una la teatral y la otra vinculada con los relatos políticos, con el mundo de lo cotidiano sociocultural y sociopolítico, ¿cómo pensás que el teatro podría dar cuenta de ello? Y ¿es a partir de determinadas experiencias relacionadas con lo teatral que aparece lo político o a partir de determinadas reflexiones vinculadas con lo político que aparece lo teatral? Digo esto porque quizás, antes de 2001, el teatro era bastante extranjerizante. En la época del Caraja-jí2w13 (N. de R.: El Caraja-jí fue un grupo de jóvenes dramaturgos surgido en la década del 90.), y para decirlo en términos muy claros, era muy “grasa” hablar de localismos. En la primera parte de tu obra se mencionan determinados personajes que eran considerados poco artísticos, poco estéticos dentro del teatro (Chiche Duhalde, Horacio Rodríguez Larreta, Víctor Alderete). A partir de 2001, empieza a haber un permiso –del espectador además del creador– y comienzan a no encontrarlo ajeno. Pero pasó mucho desde 2001. ¿Cómo es ahora?
Alberto Ajaka: Hay algo que es lo que se va a decir, que es el texto teatral. Las obras de los 90 podían versar sobre determinados temas, y estas sobre otros. Sin embargo, considero que lo político en lo teatral está dado en su totalidad, en su estructura, en sus ideas que son teatro. Lo que se va a decir importa tanto como una inflexión de un actor en el espacio, como un corte en la respiración de un actor, como un pasaje de una puerta, como la decisión estética sobre una luz escenográfica. Y desde ese punto de vista es impensado que cada relato político de cada época no contamine a la teatralidad. Yo no creo que sea al revés. Es imposible. Por lo menos para este teatro nuestro de Buenos Aires. En el teatro de principios de siglo, en la Unión Soviética, tal vez, pero para nosotros el teatro es un pequeño fenómeno burgués. Es interesante pensar en los sistemas de producción.
Voy a hablar de mi experiencia. Nosotros produjimos la obra Cada una de las cosas iguales desde Escalada, que es una sala clandestina. Lo hacemos desde ahí: ensayamos ahí, nos la bancamos ahí, plantamos nuestros trapos y hacemos el aguante, y ese es nuestro gesto más fuerte. Luego discutimos sobre teatro, luego pensamos en las formas teatrales, y luego podemos permanecer horas y horas discutiendo más. Nos puede llevar la vida la discusión de si el tiempo de la entrada de un actor debe ser de cinco o de ocho. Esas decisiones estéticas para mí son políticas. Después, una obra puede hablar de lo que quiera. La que hacemos, puntualmente, versa sobre algunos temas vinculados a la política de manera inminente y otros que pareciera que le pasan por el costado.
Ana Durán: Una pregunta más técnica y práctica: las voces de los colchones, que son tan disímiles, algunas tan reconocibles en nuestros oídos, algunas tan irritantes –creo que la mayoría son bastante irritantes– ¿cómo las fuiste tomando? ¿Primero hubo un proceso de escritura? ¿Esa escritura de dónde vino, de descubrir estos discursos en el cotidiano, en la televisión, en dónde? ¿Cómo tomaron carnadura de esto los actores?
Alberto Ajaka: En principio, en toda la primera secuencia de los nombres, estaba la idea de que para gran parte de mi generación –yo tengo 38 años– la salida a la “vida civil” durante el menemismo, los asuntos políticos, los asuntos colectivos, estuvieron complicados de habitarse, porque uno no tenía ganas, no veía la posibilidad, no había ámbitos. Por lo menos para mí, la política argentina es, en gran parte, los nombres de los políticos.
Ana Durán: ¿Como si fueran personajes vaciados de contenido, sólo figuras y nombres?
Alberto Ajaka: No. Quiero decir que yo no podría pensarlo en términos ideológicos. Nuestra generación no discute tanto en términos de marxismo, materialismo dialéctico, sino que dice “fulanito tal, menganito tal”, “lo que hace tal”. La política es lo único federal. Los nombres de esos políticos son lo único federal, la conciencia del país está ligada a nombres. Nos enteramos del Chaco por Jorge Capitanich; si no, no tenemos ni idea del Chaco. Desde ese lugar, nosotros nos fuimos acercando, discutiendo esos temas, improvisando sobre ellos, jodiendo con procacidad sobre los nombres y posibilidades de rima y cacofonías. Hay decisiones, por supuesto. En un momento decimos “A don Víctor Alderete le gusta por el ojete y a ti doña Matilde Menéndez te culearé con un palo así aprendes”. En algún momento estaba Graciela Ocaña, porque hablábamos de los interventores del PAMI. Hubo un criterio: no pongamos a la Hormiguita Ocaña teniendo a estos dos para poner ahí. Sin embargo, lo que a mí me preocupaba era la rima… Por supuesto que hay nombres elegidos y hay una intención política en nombrar a algunos de una manera, a otros de otra, y hay también, creo yo, algún lugar de sutileza donde se destila alguna opinión. Mi opinión es la menos importante. ¿A quién le importa?
Ana Durán: En tu obra vimos al personaje de Evita. Vos decías que, en definitiva, tal vez se desliza una opinión, pero en el personaje de Evita no se “desliza” una opinión, sino que hay una opinión.
Albeto Ajaka: ¡Ah, no! ¡Claro!
Ana Durán: ¿Cómo pensaron ese personaje que al principio es profundamente desagradable, hasta que uno se da cuenta de que es Evita? Y cada uno tendrá su vínculo con Evita…
Albeto Ajaka: Tal cual. Es el texto. Es lo que hay ahí: La razón de mi vida. A mí me gusta mucho Eva Perón en la hoguera, de Leónidas Lamborghini. En principio, queríamos probar sobre eso, que es bellísimo, y no daba. El texto poético nos hacía pelota todo intento de actuación. Entonces fuimos directamente al original, y cortamos y pegamos. Yo quería dar cuenta de una época, en la que había un libro doctrinario, si se quiere, que podía decir ciertas cosas, impensadas para nosotros ahora. Hoy creo que nadie aceptaría tamaño nivel de adoctrinamiento, porque también el lugar en el que ese libro coloca a la mujer es un poco extraño para las mujeres de hoy, y para los hombres de hoy. Sin embargo, eso está ahí para ser leído, y mucho de lo que dice es muy potente y muy fuerte. También queríamos llegar a la idea de eso que dice, que hay hombres (Eva habla de su hombre) que son así, que hay unos que la tienen “así” y hay otros pocos elegidos que la tienen “así”. En realidad, todos nos guiamos por procacidades. Cuando hay un chiste medio procaz, vamos ahí (risas). Sí, es eso.
"Estaba la idea de que para gran parte de mi generación –yo tengo 38 años– la salida a la 'vida civil' durante el menemismo, los asuntos políticos, los asuntos colectivos, estuvieron complicados de habitarse, porque uno no tenía ganas, no veía la posibilidad, no había ámbitos. Por lo menos para mí, la política argentina es, en gran parte, los nombres de los políticos".
Ana Durán: Pensando en lo que contaba Mauricio Kartun respecto del distanciamiento, la segunda parte sucede en Albania. Hay nieve, hay una escenografía, un vestuario, algo que realmente es de otro mundo y nos aleja de lo físicamente humano. ¿Cómo pensaste eso?
Alberto Ajaka: Al principio, nació la idea de hacer dos obras en una, pero porque sí, por antojo. Luego fue derivando en que se convirtiera en una sola. Pero podría haber sido otra totalmente diferente. Y la idea de las cajas era utilizar los mismos actores y después sumar otros nueve, porque para nosotros es muy difícil producir, muy difícil encontrarnos, porque no ganamos un mango, porque encontrarse a las nueve de la noche después de trabajar todo el día es muy difícil. Si estuviera en el Teatro San Martín y me pusieran 50 mil pesos, tal vez yo llamaría a dieciocho actores. En este caso había nueve, que ya es un montón para poder encontrarnos. Y ahí también hay un fuerte gesto político. Y, rápidamente, había que construir unos personajes políticos de un mundo vinculado a la idea política de que iban a inaugurar un monumento al colchón. Yo quería utilizar las caretas que se usan en los casamientos –la más conocida es la de Saddam Hussein–, pero son muy caras, y daban cuenta enseguida de un rostro, y quedaba ahí. Después probamos con unas cajas a las que les pegábamos una especie de collage en todas las caras, por ejemplo los ojos de Perón con los bigotes de Alfonsín. Y en la tapa le poníamos una sonrisa, pero era demasiado. Finalmente, llegamos a este formato de caja barnizada. Cuando se barnizó tomó vida, y quedó eminentemente el mundo de los políticos. Está dividido en dos: hay un mundo primario, en el que hay cuatro personajes de funcionarios públicos, hombres que pertenecen a la administración pública, que no son dirigentes, si se quiere; y hay otro mundo que sí, que son los dirigentes políticos. Y estaba la idea de expresar que cantan, que bailan, que celebran la patria, y distanciarlos, de alguna manera. Porque está claro, hablan en argentino todo el tiempo. Son tan argentinos…
Mauricio Kartun: Pensaba algo en relación con esto que decía Alberto. Creo que Cada una de las cosas iguales es un espectáculo que se resignifica en su propio contexto: no es lo mismo verlo en Escalada, donde uno lee un sistema de signos extraordinariamente más complejo, que si se viera en otro lugar. Esto es parte de un fenómeno curioso que está pasando con el teatro en Buenos Aires: el teatro ha dejado de ser cierta zona neutral. Quiero decir, el espacio ha dejado de ser una zona neutral que se cargaba de sentido en función de algo que se construía externamente, para volverse en sí mismo espacio constructor de sentido. Este espectáculo no se puede estrenar en otro lado. Estrenado en otro lado no significa lo mismo. En Escalada inevitablemente está dando cuenta de una generación que crea una estética, que crea espacios para desarrollar esa estética y para hacer una investigación, para crear una especie de soporte de sus propias ideas.
Lo que me parecía interesante es lo bien que se ve la imagen de la nieve. El espectáculo en términos estéticos es precioso en este lugar (N. de R.: la referencia es a la sala del Centro Cultural Haroldo Conti), pero siento que tiene amputado cierto contexto significante. En el Grupo Catalinas, comiendo sándwiches de chorizo, tiene un poder conmovedor extraordinario. Si estoy allí, veo a los vecinos y lloro. Y si lo llevo al Payró la gente va pensar: “volvé (Alfredo) Alcón, volvé”. Inevitablemente ese contexto significa. Es muy importante lo que pasa con el espectáculo en relación a eso.
A mí me gusta el espectáculo, pero también me gusta el fenómeno que lo acompaña. Probablemente porque es algo que yo no puedo hacer. Uno siempre desea aquello que por cuestiones de generación y de tiempo no puede hacer. A mí me gustaría ponerme chupines, pero quedaría muy feo, realmente no tengo manera de prensar la panza. Hay algo que hacen ellos en relación a la observación del fenómeno político, desde el fenómeno mismo, desde poder nombrarlo, que yo, simplemente por tener en cierto lugar mitificada la actividad política, soy absolutamente incapaz de abordar. Esa capacidad de hablar de los políticos no la tengo. Es así, me da vergüenza, no lo podría hacer.
Como maestro, choqué con esa generación de la que vos hablabas al principio. El 90% del Caraja-jí pasó por mi taller. Siempre me acuerdo cuando en los años 80 (Rafael) Spregelburd ponía la palabra “Coca-Cola” en un texto, y yo le decía: “mirá Rafael, no, no tiene sentido, esto vulgariza”. ¿Cómo se lo digo a este muchacho, cómo le explico que el teatro es otra cosa? Y ellos fueron artífices de la construcción de ese discurso, que yo no pude hacer propio jamás.
Lo interesante justamente es ver eso: un teatro político que puede tomar a la política no como medio sino como elemento en sí mismo para ser mirado. Pienso que mi generación construyó un teatro político en el medio del quilombo, en el medio de las manifestaciones. Es como si te dijera que estás a la salida de la cancha, te vienen matando a codazos, te la venís arreglando como podés, y decís: “Vamos a construir sentido desde esto, por dónde hay que salir, cómo nos podemos organizar para que no nos pasen por arriba”. Si está la puerta cerrada, ¿quién se anima?… Y eso era caos, la construcción desde el caos. Si yo veo la salida de una cancha inmerso en ella es un problema, pero si me levanto 50 metros en un helicóptero es una figura perfecta, bella, organizada y con un carácter dinámico muy homogéneo.
Tengo la sensación de que esta generación se ha subido al helicóptero. Cuando los veo mirar desde arriba, digo: “Esto es lo que yo no puedo mirar nunca, no puedo salir de la puerta”; la sensación es que nunca saldré de dar codazos. Entonces, esa otra mirada me resulta extraordinaria. Sobre todo porque es la que corresponde justamente a la crisis de la política que ha vivido el mundo en los últimos años. Sin esa mirada, sin esa voluntad iconoclasta, sin esa hipótesis de la “guarangada” aplicada a la observación de estos modelos que para mí son sacrosantos, es imposible poner en crisis eso.
Creo que el modelo que construyen ellos con este espectáculo no es una experiencia aislada. Tiene esa virtud: es el camino de construcción de una nueva forma de mirar a la política. Y a ella le corresponden una generación y unos espacios, que inevitablemente no son los míos. Yo he hecho durante 40 años teatro político. Para hablar de la realidad hay dos maneras de construir el discurso: literalmente o políticamente. O construís discurso en términos literales y decís algo, o lo construís en términos políticos, utilizando la metáfora. No sé si Ala de criados lo es, pero El niño argentino naturalmente es una construcción de sentido sobre la política, aunque inevitablemente tuve que encontrar una parábola que hablara de eso. Alguien podría decir: “Escuchame, era claro que en realidad se trataba de un gaucho que iba tomando las formas de la clase dominante y en un momento se ponía la ropa de esa clase, le quedaba grande, pero igual, hablando mal en francés se transformaba en el poder”. Y era absolutamente claro que era una metáfora del menemismo. Me es tan fácil proferirlo aquí como difícil me resultaría poder construirlo en un discurso escénico. Cualquiera que vea Ala de criados sospechará, o sacará conclusiones más o menos seguras, cuando escuche el monólogo del personaje Alberto, que le reclama a la clase dominante: “Ustedes crean el disturbio y nosotros salimos con la banderita por boulevard Callao”. Si alguien viera cuándo y dónde fue escrito Ala de criados sabría perfectamente que se refiere al problema del campo; a nadie se le podría escapar. Pero yo no lo podría decir de esa manera. Lo interesante es que se pueda decir, que aparezca un teatro que pueda proferirlo, que pueda mencionarlo, que pueda romper ese prejuicio de mi generación. Con todo lo que eso tiene de carga a favor de cualquier hipótesis política, no necesariamente en defensa de una hipótesis política que yo pueda defender, sino un teatro político que pueda hablar de la política. Considero que eso está pasando, y es extraordinario. De hecho, puede verse en los problemas que está teniendo Europa en este momento, en esta hipótesis de la disconformidad, de esa indignación, que habla justamente de eso –que, insisto, mi generación no puede hacer– que es mirar el fenómeno mismo, impugnar el fenómeno, no la singularidad de construcción de discurso de cada uno de los fragmentos.
Ana Durán: Me interesaría vincular este tema con el de Teatro Abierto. Este tenía un contexto de urgencia y de emergencia, en relación a que esos textos y esas puestas estuvieran no sólo como una muestra estética, sino al servicio de un discurso y de un deseo político, de una lucha. Y pensaba en una época en la que vos estabas en el Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) y armaron un ciclo, “Yo manifiesto”, partiendo de la hipótesis de que no había mucho teatro que se manifestara políticamente en forma clara. Sin embargo, hoy años después, el Área de Teatro del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti consigue armar un amplio panorama de obras que están directa o indirectamente vinculadas a lo político. ¿Cómo piensan ustedes esto en relación con la actualidad? ¿Hay alguna urgencia o tiene que ver con una moda? ¿Eso es lo que lleva a meter a María Julia Alsogaray en la mitad de la obra? Y, por último, ¿piensan que hay un público que lo necesita?
Alberto Ajaka: María Julia está un poco demodé… pero siempre termina funcionando. Para mí fue una sorpresa. En cuanto a las modas, creo que siempre las hay. De golpe se representa a la familia disfuncional, hasta el punto máximo, como fue Moria Casán haciendo una comedia de familia disfuncional. También es cierto que, por lo menos para el segmento social al cual pertenecemos, la discusión sobre la política está mucho más activa, más presente. Ojalá que sea en todos, pero no estoy seguro. Sé que al menos en el segmento social de clase media instruida la política está muy presente, circula permanentemente. Es lógico y natural que termine en formato de teatro, porque este logra capturar todo eso que anda por ahí circulando. Un poco tarde, un poco pesado, por el propio peso del teatro, el peso de un arte tan milenario, pero lo logra asir.
Sobre Teatro Abierto no sé más que lo que leí, pero me imagino que había una urgencia clara –lo que vos decías– algo puntual contra lo que había que pelear. Y ahora no sé, no creo, a no ser que empiecen a aparecer obras que lo hagan. Por ejemplo, no sé si existen en algún lado obras sobre la Ley de Medios, no sé si eso está pasando o no.
Porque los acontecimientos políticos suceden muy rápido, más allá de que se repiten, y de que los personajes se reciclan. Y el teatro ensaya seis, nueve meses, un año, y lo que nombraste ya quedó viejo, si te posás solamente sobre la actualidad.
El teatro fue, en relación a la actualidad, cediendo su lugar y dejando de discutir ahí. De esto Kartun seguramente sabe más que yo. Pero con la aparición de la radio, de la TV, de Internet, de lo que es el concepto de “noticia” y demás, dejó de representarse, cuando a principios del siglo pasado había una necesidad de ir a escuchar una opinión directa, o de ver presentado tal o cual asunto. Vuelvo a nosotros: no nos posamos sobre un hecho puntual, sino que hay una especie de collage.
Mauricio Kartun: Es cierto lo que dice Alberto. Yo empecé en los años 70 a transitar una hipótesis de un teatro pedagógico que tenía que llevar –decíamos– un teatro de urgencia, un teatro periodístico. Teatro periodístico que en realidad, a la luz de las posibilidades de comunicación que hoy tiene, por ejemplo Youtube, es una tontería. Nosotros hacíamos “teatro-tren” con Augusto Boal (N. de R.: dramaturgo, escritor y director de teatro brasileño, conocido por el desarrollo del Teatro del Oprimido). Ensayábamos un espectáculo, nos subíamos a un tren que iba hacia el oeste, hacíamos una función, nos bajábamos, teníamos que esperar el que seguía, subíamos, hacíamos otra. Al final de todo el día, rajando de la policía, con cuidado, nos habían visto 80 o 90 personas. Yo subo cualquier estupidez a la web, le pongo un nombre más o menos provocativo y al rato aparecen en el día 350 entradas con una facilidad notable.
No obstante, siempre he creído en cierto lugar de construcción de discurso explícito, por lo que vuelvo a referir a la obra de Alberto. Lo que vos mencionabas de “Yo manifiesto” era un proyecto que yo llevé al FIBA en ese momento. Me pregunté: “¿Por qué no proponerles a autores profesionales que escriban obras de teatro donde pueda aparecer claramente: ‘yo manifiesto, yo…’?”. No nos resultó sencillo. Se hizo y quedó muy bien, pero no nos resultó sencillo transmitir este concepto.
Volví a proponérselo a Teatro por la Identidad el año pasado con otro formato. Les propuse el micromonólogo, que creó el espectáculo que se llamó Idéntico, a partir de una práctica que hago yo en una cátedra, que consiste en crear micromonólogos de tres minutos. En este caso se trataba de micromonólogos sobre la identidad. Y pasó algo muy sorprendente: los monólogos más interesantes eran los de las generaciones más nuevas, justamente porque tenían la capacidad de proferir, de nombrar sin el prejuicio de la mía, que seguía dando vueltas alrededor de la parábola, de la metáfora, de la creación de algo que hablara sobre otra cosa, o peor, de la dramatización moral de la situación. El espectáculo este año se repone. Y yo ya estoy hinchando para que el año que viene se vuelva a hacer un ciclo aplicando esa experiencia. Hay que mirar cómo se está construyendo hoy. No tiene ningún sentido insistir en esos modelos que uno ve que han sido claramente superados, sino que precisamente hay que encontrar la creación de nuevas formas constructoras de relato.
"Yo empecé en los '70 a transitar una hipótesis de un teatro pedagógico que tenía que llevar –decíamos– un teatro de urgencia, periodístico. Teatro que en realidad, a la luz de las posibilidades de comunicación que hoy tiene, Youtube, es una tontería. Hacíamos 'teatro-tren'. Nos subíamos a un tren, hacíamos una función, nos bajábamos, teníamos que esperar el que seguía, subíamos, hacíamos otra. Al final de todo el día, rajando de la policía, nos habían visto 80 o 90 personas. Yo subo cualquier estupidez a la web y al rato aparecen 350 entradas.
Ana Durán: En relación con esto de las urgencias…
Mauricio Kartun: El teatro siempre se mueve y se movió en olas. Hace un momento me señalabas: “Vos estuviste en Teatro Abierto” y yo pensaba: una de las pocas ventajas de llegar a cierta edad es poder mirar el pasado en perspectiva. Uno se da cuenta de que todo vuelve, que hay olas, que algo sube, inevitablemente hay algo que se crea como un contexto prestigioso, luego baja y se crea otro. Las olas vuelven. Puede ser que ahora el teatro esté atravesando ese momento, esta zona de exposición provisoria, no de resultados, sino de experimento. En todo caso, es un fenómeno dinámico y le corresponden las generales de la ley de cualquier fenómeno dinámico. Es posible que esté sucediendo algo de esto, pero, ¿por qué no aprovecharlo?
Mauricio Kartun: Hay una observación que se hace concretamente sobre el teatro que dice: “En el teatro todo es una cuestión de dimensión”. Una tragedia cortesana vista desde mucha distancia es un circo de pulgas. Un beso visto desde demasiado cerca es un hecho monstruoso. En realidad, el teatro trabaja justamente con ese juego de proporciones. El creador teatral se enriquece cuando puede estar en la salida de la cancha pegando codazos, o cuando puede mirar desde arriba.
Yo insisto con lo mismo: me he pasado muchos años de mi vida creando un teatro desde la salida de la cancha y con la sensación de no poder mirar nunca la realidad fuera del presente mismo. Es decir, un teatro que atendía a ciertas necesidades inmediatas de lo que se estaba haciendo.
Puedo trasladar esto a algo que me viene pasando en los últimos años en relación con mis propias ideas. Yo milito en una zona que llamaría “el peronismo y sus alrededores”, porque en algún momento llegué al peronismo desde aquello que se llamaba izquierda nacional, luego fui peruca fanático, luego con cierta parte de mi generación nos fuimos, pegamos un portazo que nadie escuchó ni a nadie le importó: “menos mal que se fueron estos pelotudos”. Después, quisimos volver sin hacer mucho ruido, porque: “Ah, ustedes se fueron…”. De manera tal que cualquiera que mire mi trayectoria dirá: “Kartun es peronista”. Y yo mismo podría reivindicarme como tal. Pero yo, desde mi propia mirada tengo siempre un punto de inflexión, no sé dónde está, pero es una especie de punto de inflexión en el cual en algún momento era parte de esa agua que corría y la sensación era que estaba construyendo desde el acto mismo apasionado de la militancia. Y en un momento me subí al helicóptero un cacho y empecé a mirar el peronismo, y me empecé a dar cuenta de que lo interesante era la energía, lo que se llama el fluir, que no estaba en el día a día en el que uno peleaba, sino que mirándolo desde cierta distancia uno veía que era una energía constructora a través del tiempo y de la política argentina extraordinaria, que a veces se nutría de aguas más calientes, más frías, y que de eso dependía su temperatura. Pero en el momento en que yo pude mirar ese fenómeno también pude encontrar cuál era mi lugar allí. Me di cuenta de que era imposible entenderlo como intelectual si no me levantaba sobre ese fenómeno. La sensación era que nunca habría podido entenderlo desde los codazos.
Aplicando eso a esto que estamos diciendo, a estos modelos de mirada de teatro político, yo diría que es lo mismo. Por supuesto, si uno mira solamente desde el helicóptero, es un circo de pulgas. Son todos hormigas. Todo es diminuto y no tiene sentido. Lo interesante, justamente, es esta posibilidad de alternar. Por eso reitero: en Teatro Abierto no teníamos la posibilidad de mirar desde arriba. Lo peor que yo he escrito en mi vida lo escribí para Teatro Abierto. Me ha llevado años de correcciones, en la época en que no existían computadoras. Cada vez que se volvía a publicar Cumbia, morena cumbia, yo les pedía por favor a los correctores que cambiaran eso. Y la sensación es que fue resultado de un compromiso político. Fue resultado de tener que hacer esto, porque esto es lo que corresponde en este momento. Y curiosamente, con el primer teatro político que escribí después de Teatro Abierto, que fue Pericones, me mearon en cascada: “cómo se puede decir esto”, “cómo se puede hacer un teatro político de esta condición”, “cómo hacer un teatro político que no honra a nuestros héroes y mártires”. Yo sentí una libertad extraordinaria cuando pude escribir Pericones. Cuando pude escribir una obra en la que realmente yo sentía que estaba expresando mi peronismo sin tener que rendirle cuentas a lo que el peronismo estaba haciendo en ese momento, que era además un peronismo en la derrota, porque lo escribí después de las elecciones del 83.
En zoología hay fenómeno muy interesante, que es la mirada del ojo del halcón, que es una cosa muy rara. El halcón va volando, y tiene una panorámica, pero tiene una condición muy rara, para nosotros por lo menos, que es que puede hacer zoom. Puede mantener una mirada panorámica, que es la que le permite volar y observar la totalidad, y cuando descubre que hay una rata corriendo puede hacer zoom e ir viendo por dónde anda. Es la única manera que tiene de caer sobre ella sin cagarse golpeando contra una rama. ¿Cómo Dios no nos ha dotado políticamente de la mirada del halcón? Qué grande sería la política si pudiéramos hacer eso continuamente: tener la mirada del halcón para poder mirar por dónde va la rata y poder mirarla, y sin embargo poder estar desde el cielo con una observación de la totalidad del panorama.
Poder sentir qué significa apoyar a este gobierno en esta circunstancia política. ¿Qué significa? ¿Un compromiso de negar todo y de estar mirando solamente la rata que escapa y por lo tanto no tengo mirada de la totalidad del panorama, y eso es lo que corresponde a cierto lugar de compromiso militante? Por supuesto, hace muchas décadas que en este país no aparecía una hipótesis tan esperanzadora como la que estamos viviendo, y esto sin embargo no inhibe, afortunadamente, a que uno pueda mirar justamente lo que lo rodea y lo que está funcionando como impedimento. Fijate en la rama, porque si no te vas a dar de nuevo un golpe. Miremos las ramas. Proferir sobre esta doble mirada es lo que crea cierta tridimensionalidad virtuosa de la mirada política de hoy.
*Una versión más extensa de esta charla fue publicada en Cuadernos de Picadero n° 27, del Instituto Nacional del Teatro.
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