26/09/2016
Los 43 de Ayotzinapa, dos años después
Una cachetada desde el poder
Por Roberto Bardini
A dos años de la barbarie de Ayotzinapa, nada se sabe de los jóvenes desaparecidos. "Cero. Una enorme burbuja de aire", denuncia el periodista y escritor radicado en México, quien revela un trasfondo de drogas, transnacionales mineras y complicidad política.
Nada, cero. Una enorme burbuja de aire. Y humo, mucho humo, cortinas de humo que se lleva el viento. Esta es la síntesis de lo que el gobierno de México avanzó en los últimos dos años para esclarecer la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, ocurrida el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, en el estado de Guerrero, tras un brutal encuentro con la policía local. En el hecho, además, murieron tres jóvenes y hubo 27 heridos de bala.
La mayoría de periodistas y analistas mexicanos y extranjeros coinciden en que la investigación gubernamental se esforzó más, bastante más, quizás el doble o el triple, en ocultar lo sucedido que en llegar a la verdad a través de las herramientas que brinda la justicia. No indagó a fondo y eliminó evidencias. Además, fraccionó el caso a través de 52 fiscales que trabajaron por separado -lo que complicó las averiguaciones- y acumuló un expediente judicial de 115 tomos, cada uno de entre 1.000 y 2.000 folios, es decir, alrededor de 172.500 contradictorias páginas.
Cuando habían transcurrido seis meses del secuestro y desaparición de los estudiantes, el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, dio la versión oficial de los hechos. Los 43 muchachos, dijo, fueron detenidos por la policía municipal de Iguala y entregados a sicarios del cártel Guerreros Unidos, quienes los asesinaron, quemaron los cuerpos en el basurero de Cocula -al norte de Guerrero, a 22 kilómetros de Iguala- y arrojaron los restos a un río.
Murillo Karam denominó a esta versión “la verdad histórica”. La indignación que provocó su declaración, sobre todo después de que un equipo de expertos forenses internacionales demostrase que la explicación era científicamente imposible, causaron su renuncia. Pero es la interpretación que sostienen hasta hoy, contra viento y marea, las autoridades.
En un intento de demostrar su interés en investigar la tragedia, poco después de la desafortunada intervención de Murillo Karam, el gobierno mexicano accedió a que se ocupara del caso un equipo de cinco prestigiosos especialistas, designados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA: el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Pero el tiro le salió por la culata.
Los profesionales trabajaron a tiempo completo durante seis meses. Examinaron los más de cien tomos del expediente judicial, hablaron con testigos y familiares, estudiaron las diferentes escenas de crimen y ordenaron peritajes forenses independientes. Finalmente presentaron un demoledor informe de 550 páginas que desmanteló la versión oficial. Sus conclusiones indicaron que no se hizo todo lo necesario para encontrar a los estudiantes, se protegió a sospechosos, se torturó a presuntos implicados para lograr “confesiones” y se evitó profundizar sobre la presencia del ejército y la Policía Federal en los lugares de los ataques y secuestros.
El informe del GIEI “representa una nueva mancha en el atroz historial de derechos humanos del gobierno mexicano”, dijo Erika Guevara-Rosas, Directora para las Américas de Amnistía Internacional. “La determinación absoluta del gobierno mexicano de esconder la tragedia de Ayotzinapa debajo de la alfombra parece no tener límites. Es la trágica ilustración de la actitud que tiene (el presidente) Enrique Peña Nieto frente a los derechos humanos: esconder o ignorar los hechos y esperar que las acusaciones simplemente se esfumen. Esto es una cachetada en la cara de los familiares que, tras casi dos años, continúan esperando respuestas”.
La respuesta del gobierno fue una invitación a los expertos para que se retiraran del país. Dijeron que ya no hacía falta la ayuda internacional y que las autoridades nacionales podían asumir la tarea de continuar las investigaciones. Pero en los hechos, durante 2015 y lo que va de este año, no se avanzó un milímetro.
El 23 de septiembre, Erika Guevara-Rosas volvió a la carga en un artículo distribuido por la agencia Inter Press Service. “La descarada negación del gobierno de Peña Nieto de lo ocurrido a los estudiantes de Ayotzinapa está tan profundamente arraigada que el presidente ya no se atreve a pronunciar en público la palabra”, escribió. “Las historias de los 43 estudiantes son un recordatorio de los más de 28.000 hombres, mujeres, niños y niñas que han desaparecido en todo México en el último decenio, la mayoría de ellos desde que tomó posesión de su cargo Peña Nieto en 2012”.
A veinticuatro meses de la barbarie de Ayotzinapa, según varias investigaciones independientes, el estado de Guerrero continúa siendo un territorio de tránsito y consumo de drogas, donde quedan en evidencia los vínculos entre políticos, fuerzas de seguridad y narcotraficantes. La región es, además, un gran cementerio clandestino: aún no aparecieron los 43 estudiantes, pero en las inmediaciones de Iguala se descubrieron doce fosas ocultas repletas de cuerpos en descomposición, de crímenes anteriores al secuestro grupal de septiembre de 2014. Son cadáveres anónimos, resultado de secuestros, ajustes de cuentas, ejecuciones extrajudiciales y detenciones arbitrarias.
Un país controlado por los militares
Un libro aparecido este año plantea otro enfoque aún más perturbador. El periodista Francisco Cruz, con la colaboración de los reporteros Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado, realizó una investigación durante varios meses sobre los sucesos del 26 de septiembre de 2014 y el resultado fue La guerra que nos ocultan, 374 páginas publicadas por la editorial Planeta.
El libro destapa una cloaca de violencia y corrupción en la que participan empresas mineras multinacionales, autoridades estatales y federales, organizaciones criminales y fuerzas armadas. Todas unidas en un negocio multimillonario que ha desatado un sangriento aquelarre de sangre en la región: la explotación de yacimientos secretos de titanio y uranio.
La guerra que nos ocultan revela a través de registros telefónicos, documentos clasificados y testimonios de familiares de un joven que apareció con el rostro desollado, que esta asociación ilícita opera en el “cinturón de oro” que va desde Tlatlaya, al suroeste en el estado de México, fronterizo con Guerrero, hasta Mezcala, en el centro de esa entidad. Además, aporta nuevas pruebas para investigar la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Francisco Cruz ha trabajado en los principales medios de prensa mexicanos (Reforma, El Universal, Diario Monitor). Es autor de varios libros publicados por Planeta: El cártel de Juárez (2008), Tierra narca (2010), Las concesiones del poder (2011), Los Golden Boys (2012), Los amos de la mafia sindical (2013) y coautor de Negocios de familia. Biografía no autorizada de Enrique Peña Nieto y el Grupo Atlacomulco (2009), Los juniors del Poder (2014) y Los hijos del Imperio (2015).
En La guerra que nos ocultan, los investigadores plantean que el Ejército Mexicano es el brazo armado de inversores de la extracción minera a quienes molesta la presencia de movimientos sociales tradicionales en esa región. Proceden “con espíritu de saqueo e impunidad”, sostienen.
Cruz no tiene pelos en la lengua. Ha declarado que “existe un plan sistemático para eliminar a todos los luchadores que se oponen a la minería”. Describe crímenes extrajudiciales, violaciones a los derechos humanos, destrucción de evidencias e investigaciones amañadas. El ejército, dice, obra como factor determinante en los conflictos internos y no para la defensa de una presunta agresión externa. Y asegura que su investigación demuestra que México es “un país controlado por los militares y que el presidente Enrique Peña Nieto es un incapaz”.
Esta situación de violencia y corrupción no es exclusiva de Guerrero, sino que se extiende prácticamente a todo el país. Y otra consecuencia es que muchos periodistas dejaron de cubrir la denominada “guerra contra las drogas” por completo, después de que sus compañeros fueron amenazados, secuestrados o asesinados.
Desde el año 2000 han sido eliminados 80 profesionales, entre los que se cuentan mujeres, y en la mayoría de los casos con señales de haber sido brutalmente torturados. Por eso algunos reporteros se limitan a informar a partir de los comunicados de prensa del gobierno.
Las denominadas “Muertas de Juárez” constituyen otra expresión de la violencia en México. Se refieren a los más de mil femicidios que se cometieron desde enero de 1993 en Ciudad Juárez (Chihuahua), en la frontera con El Paso (Texas). Generalmente las víctimas son jóvenes y adolescentes de entre 15 y 25 años de edad, de escasos recursos y que han debido abandonar sus estudios secundarios para comenzar a trabajar. Constituyen mano de obra semi esclava por parte de las empresas multinacionales, sobre todo estadounidenses, como Nike, Siemens, Delphi, Electrolux, Epson y muchas más. Antes de ser asesinadas, las mujeres suelen ser violadas y torturadas.
El periodista español Javier Juárez, autor del libro Desaparecidas de Ciudad Juárez y director de la organización no gubernamental SENET (Sin Ellas No Estamos Todos), afirma que los criminales “tienen garantía de impunidad: los que deben defenderte de las injusticias o los crímenes son los mismos que amparan ese sistema. Un sistema fallido”.
* Roberto Bardini es periodista y escritor. Acaba de ganar en México el Premio LIPP de novela 2016 por su obra Un gato en el Caribe, de editorial Resistencia.
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