26/04/2016
Las víctimas religiosas del Terrorismo de Estado
El clero contestatario
¿Cómo fue posible la incorporación de religiosos a la maquinaria de la represión estatal y su coexistencia con víctimas de la misma institución? ¿Cuál es la matriz común de los miembros desaparecidos de la Iglesia? ¿Héroes o mártires? El papel que podría jugar la desclasificación de los archivos del Vaticano para avanzar en la reconstrucción de cómo se administró esa racionalidad represiva y cómo se procesó socialmente. Entrevista a la investigadora Soledad Catoggio, autora de un libro coral que aborda las relaciones dentro del catolicismo durante los años 70.
“Estaban formados en una matriz común, caracterizada por una forma integral de concebir y practicar el catolicismo, volcado a lo social y comprometidos con la política, desarrollaron lógicas de acción propias a partir de la socialización en círculos comunes”, explica Soledad Catoggio sobre las líneas que unen a las víctimas religiosas del terrorismo de Estado.
Socióloga y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigadora del Conicet, es la autora del libro “Los desaparecidos de la Iglesia: el clero contestatario frente a la dictadura”, publicado de forma reciente por Siglo XXI Editores.
En esta entrevista, analiza la relación entre estos religiosos y los jóvenes que se sumaron a las luchas revolucionarias en las décadas de 1960 y 1970 y explica cómo era posible la convivencia entre este clero contestario y una cúpula eclesial que propició, justificó y formó parte de la maquinaria represiva. También subraya la relevancia que tendrá la anunciada apertura de archivos del Vaticano “porque el carácter clandestino de la represión hace que esos documentos sean muy importantes para poder avanzar en la reconstrucción de cómo se administró esa racionalidad represiva y cómo se procesó socialmente”.
En el libro señala que durante la última dictadura hubo más víctimas del clero regular que del clero diocesano. ¿Por qué considera que ocurrió esto?
En el momento en el que comencé con la investigación, hablar del clero que había sido víctima del Terrorismo de Estado se consideraba igual a hablar de los integrantes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. En el libro, encontré que había una porción significativa de ese movimiento que había sido víctima de la represión estatal, pero no era la mayoritaria. Sin embargo, en ese colectivo -que en su mayoría pertenecía al clero diocesano- uno podía encontrar conexiones entre el perfil de las víctimas y las modalidades de represión de las que fueron objeto que nos permiten responder a esta pregunta: ellos fueron víctimas de detenciones, incluso en momentos previos a la dictadura. Pero quienes formaban parte del clero regular fueron objeto de asesinatos y desapariciones. Y, a la hora de preguntarme por qué sucede esto, una de las explicaciones que encuentro está vinculado a la modalidad más autónoma que tiene ese clero en su relación con los obispos. Y a que, cuando uno reconstruye las historias de esas víctimas, observa que estuvieron caracterizados por trayectorias de rupturas, de muchos pasajes. Contrapuestas a la visibilidad que tenían las figuras más ligadas al MSTM, por ejemplo, eran figuras más anónimas que habían cambiado y circulado tanto por diversos espacios geográficos como de pertenencias institucionales.
¿Qué líneas en común encuentra entre los religiosos que fueron víctimas del Terrorismo de Estado?
Los rasgos predominantes de este colectivo fueron los de ser varones, de entre 30 y 40 años, que en su mayoría fueron objeto de detenciones y asesinados, realidad que contrasta con el predominio de desaparecidos en el total de las víctimas en la Argentina. Formados en una matriz común, caracterizada por una forma integral de concebir y practicar el catolicismo, volcado a lo social y comprometidos con la política, desarrollaron lógicas de acción propias a partir de la socialización en círculos comunes. Allí aprehendieron lo que yo denomino una “ascesis altruista”, que les brindó una pauta de homogeneidad: una forma común de dotar de sentido la situación represiva, a través de la figura del mártir y de construir un relato colectivo en torno a esas experiencias límite.
En el libro señala que los integrantes del clero contestario pertenecían, en promedio, a una franja etaria superior a aquellas que fueron víctimas preferenciales del Terrorismo de Estado. ¿Qué papel jugaron estos religiosos con respecto a los sectores juveniles que formaron parte de las luchas revolucionarias de los años 60 y 70?
Tuvieron sin duda un rol formativo para muchos jóvenes que siguieron más tarde el camino de la militancia política. Formaron parte de lo que entonces cobró los contornos de un “catolicismo latinoamericano” que en torno a la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM) reunida en Medellín en 1968 recuperaba la legítima defensa a la tiranía (ya presente en la encíclica Populorum Progressio de 1967) y, con ello, lo que denominaban entonces como “formas de violencia popular legítima”. Alentaron y acompañaron la vía insurreccional, aunque en la práctica frente a la encrucijada entre tomar las armas (matar) y morir, siguieron mayoritariamente el camino del sufrimiento político y no de la lucha armada.
¿Cuál eran las diversas miradas sobre la lucha armada de este clero revolucionario?
Hay que entender que nos situamos en un período -las décadas de 1960 y 1970- con la Revolución Cubana triunfante, de efervescencia también en el mundo eclesiástico con el Concilio Vaticano II, en el que la vía insurreccional como forma de transformación social era vista como una alternativa legítima. Y, en particular, ese catolicismo argentino, pero también latinoamericano, fundamentalmente a partir de los Documentos de Medellín de 1968, recuperó la tradición de la legítima defensa contra una tiranía prolongada. Así que de algún modo acompañaron, alentaron y legitimaron a esos movimientos insurreccionales. Ahora bien, lo que encuentro es que, a la hora de ponerlos en práctica, fue minoritario el grupo del clero que tomó esa opción como camino. En realidad, para ellos formaba parte de un repertorio más amplio de opciones de transformación social, entre los que estaba, por ejemplo, ser un cura obrero, cura villero, o acompañar el movimiento de las Ligas Agrarias. Es decir, un conjunto de opciones en el que la lucha armada era una más, pero no ocupaba el lugar central. En ese punto, es interesante recuperar una declaración de Mario Firmenich –líder de Montoneros- con respecto al padre Carlos Mugica, en la que recuerda cómo se distanciaron políticamente cuando Mugica señalaba que estaba dispuesto a que lo mataran pero no a matar. Y, pese a esa distancia, Firmenich afirmaba que se reconocían hijos de su prédica.
"La figura binaria de una iglesia cómplice y otra perseguida y mártir funda una figura de memoria y una tradición de investigación de ese fenómeno. Mi libro busca salir de esa imagen para preguntarse cómo fue posible que coexistieran víctimas y victimarios en el seno de una institución, partiendo de la idea de que todos fueron socializados bajo una misma matriz, en una misma forma de concebir el catolicismo por fuera de la sacristía".
En el libro plantea la necesidad de desentrañar y problematizar la idea de la Iglesia como una familia y la metáfora bíblica de Caín y Abel para referirse a esa disputa entre diferentes sectores eclesiásticos durante la dictadura.
La figura binaria de una iglesia cómplice y otra perseguida y mártir funda una figura de memoria y una tradición de investigación de ese fenómeno. Mi libro busca salir de esa imagen para preguntarse cómo fue posible que coexistieran víctimas y victimarios en el seno de una institución, partiendo de la idea de que todos fueron socializados bajo una misma matriz, en una misma forma de concebir el catolicismo por fuera de la sacristía. Para estos curas, ser católico significaba tener un compromiso con lo social y con lo político. Y lo que observo es que los espacios por los cuales circularon, las experiencias que tuvieron, les permitieron (o los condicionó) para que desarrollaran lógicas de acción distintas. No fue lo mismo tener esta concepción hacia lo social y lo político y desarrollarla profesionalmente en el vicariato castrense que siendo asesor de la Juventud Católica Obrera o cura villero o siendo capellán. Mi propuesta de interpretación es analizar cómo la circulación de estos actores de lo que denomino “clero contestatario” por círculos sociales comunes del catolicismo les permitió de algún modo tener una lógica de acción propia que los diferenció del resto del seno eclesiástico; aunque vinieran de un mundo común, incluso a veces de pasados ideológicos comunes.
¿Cómo fue posible la incorporación de religiosos a la maquinaria de la represión estatal y la coexistencia con el clero contestatario?
Por un parte, las fuerzas armadas, catolizadas durante todo el siglo XX, ganaron autonomía y se invistieron en guardianes de la ortodoxia cristiana. Es decir, no dudaron en condenar una edición de la biblia (la Biblia Latinoamericana) por izquierdista y marxista, ni de caracterizar al MSTM de “iglesia clandestina”, ni en definitiva necesitaron de la luz verde de las autoridades eclesiásticas para reprimir al clero. Por otra, ese clero que formado en la misma matriz del catolicismo integral, se desarrolló profesionalmente en el vicariato castrense y llegó a detentar grados militares, hizo propia esa vida militar, que permeó por completo la tónica de sus formulaciones doctrinales e, incluso, en muchos casos, como se sabe, ejerció la represión ilegal y la naturalizó. El mismo Cristián von Wernich provocó un tremendo escándalo en 1984 cuando salió a defender al general Ramón Camps -con aquello de “si me dicen que Camps torturó a un negrito que nadie conoce, vaya y pase: pero cómo se le iba a ocurrir torturar a un periodista conocido en el mundo”- refiriéndose a Jacobo Timerman. A tal punto lo naturalizaban, podían formular públicamente semejantes aberraciones. Fue Hesayne quien salió entonces al cruce a replicarle al cura militar, señalando lo intolerable de sus afirmaciones y a condenar la tortura en todas sus formas.
La dictadura sostenía que había ganado la batalla militar pero que había perdido en el campo cultural. Pero no parece ser el caso de la Iglesia católica, donde los religiosos más cercanos al Terrorismo de Estado, como el cardenal Antonio Quarracino fueron premiados y ascendidos, y aquellos que habían formado parte del clero contestario fueron apartados o castigados. ¿Qué pasó luego del retorno democrático con respecto a esas distintas miradas sobre el rol de la Iglesia?
Por un lado, la Iglesia católica fue una de las primeras instituciones que recibió cuestionamientos por su rol durante la dictadura desde sus propios cuadros, como Emilio Mignone, quien en 1986 publicó ese libro fundacional que es Iglesia y dictadura: el papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar. Esa crítica, sin embargo, va a llevar bastante tiempo para que se generalice con respecto a otras dirigencias civiles cómplices de la última dictadura, como sucedió con los empresarios, en hospitales, en el sistema judicial, en los medios de comunicación. Pero es cierto que ese reconocimiento bajo la figura del mártir es, por mucho tiempo, un fenómeno más ligado a los sectores de las víctimas y de los sobrevivientes. En todo caso, lo paradójico es que recién con una figura como Jorge Bergoglio devenido en Papa Francisco ese reconocimiento de estas víctimas como mártires tiene un alcance mayor y es impulsado desde el Vaticano.
¿Qué puede aportar la anunciada apertura de archivos del Vaticano?
Trabajé mucho con documentos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, con documentos desclasificados de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA). Creo que es una gran noticia la apertura de archivos del Vaticano porque el carácter clandestino de la represión hace que esos documentos sean muy importantes para poder avanzar en la reconstrucción de cómo se administró esa racionalidad represiva y cómo se procesó socialmente. Pero lo que una encuentra, en realidad, a partir de esta clase de documentos es que por el carácter clandestino de la represión la información que circulaba eran rumores de rumores, que lo que hacen es una construcción verosímil de lo que pasó. Entonces hay que contraponer rumor contra rumor contra rumor. Y esos documentos nos van a ayudar para seguir profundizando en el armado de este rompecabezas en el que aún nos faltan muchas piezas.
¿Cómo se le logra dar un grado de fuente fidedigna a esos archivos?
La discusión sobre las fuentes es un debate largo. En primer lugar, en torno a este tipo de sucesos -al igual que lo que pasó con la experiencia de las víctimas del Holocausto-, lo primero que emerge para intentar reconstruir estos procesos fueron los testimonios orales y la figura del testigo. En realidad, lo interesante es que estos documentos -incluso los archivos de inteligencia- eran fuentes escritas de conversaciones sobre información que circulaba muchas veces como rumor, aunque en otras ocasiones no. ¿Cómo constatar la validez? Contrastando fuentes con fuentes y con una serie de procedimientos metodológicos que implican saber qué era lo que se hablaba en la época, qué significaba decir tal o cual cosa en un determinado momento y contexto, quién era el enunciador, con quién estaba discutiendo, y básicamente triangulando esas fuentes. Una sola fuente no nos basta, hay que ponerla en serie para poder interpretarlas.
Muchas veces esos archivos desclasificados aparecen como la única verdad.
Hay una sacralización del secreto y del misterio: la idea de que hay algo oculto que nos va a revelar la verdad. Y en realidad son fuentes valiosísimas pero que nos van a poder decir algo si están puestas en serie con otras.
Por ejemplo, los archivos desclasificados del Departamento de Estado no son otra cosa que la mirada de los funcionarios norteamericanos sobre la temática.
Sí, ese es el punto de partida para interrogar esos documentos. Una de las herramientas básicas pasa por la idea de creer y no creer. Se trata de hacer hablar a esos materiales. La realidad no está dada sino que es una construcción y, en todo caso, lo que construimos son interpretaciones sobre esos hechos en esta idea de contribuir en la construcción de una verdad que es histórica.
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