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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

03/07/2023

Prosas profanas#11

Sergei Esenin

Prosas profanas es un homenaje, un ritual de invocación, un brazo estirado que clava sus uñas en el aire y atisba lo sagrado. El tiempo se pliega y las voces del pasado reverberan en nuestra imaginación como un camino, como un coro que nos permite hacerle frente al caos. Presentamos, esta vez, una selección de poemas de Sergei Esenin, traducidos por Natalia Litvinova y seleccionados y prologados por Sabrina Barrego.


Sergei Alexandrovich Esenin (1895-1925) nació en una familia campesina de la aldea de Konstantinovo, en medio del Imperio Ruso. La vida religiosa en la casa de su abuela y la música de los cantores errantes de su pueblo forjaron su lírica. Pero, también, al decir de Boris Pasternak, los bosques de Rusia le regalaron toda su frescura en los primeros años. Fue un poeta precoz y se rehusó a continuar sus estudios para entregarse de lleno a la poesía. Dicen que vivió como vagabundo, recitando sus canciones y peregrinando entre los pobres. Llegó incluso hasta los zares con sus poemas “tristes” como Rusia. 

A los 17 años dejó la aldea. En Moscú, Esenin se volvió muy popular a pesar de su fama de "camorrero y escandaloso". Fue celebrado por Blok y hasta por Gorki, quien lo consideró “un órgano creado por la naturaleza exclusivamente para la poesía”. Fundó, con Anatoly Mariengof, el grupo de los Imaginistas, del que desertó muy pronto porque supo que "lo importante no es la imagen, sino el sentimiento poético del mundo". Su fe poética proviene de la iglesia. “de la tierra, del bosque y de los árboles”, donde la creación se parece a la Creación. Su voz nace de la experiencia del mujik, extranjero desterrado en su propia tierra, aferrándose al origen; la materia que lo compone y la palabra que dio existencia. Así, los sauces son ancianos, el sol es una rueda, el crepúsculo una hoguera, la tierra una nodriza  y  “los hombres tienen alma de bestia. / Este es un oso, aquel un zorro, ella es una loba /y la vida es un gran bosque...”

Ilustración: Martín Eito

Quizá, su imagen más pregnante sea la de un caballo que trota persiguiendo una locomotora. Hay en el poeta una nostalgia como un árbol con dos raíces imbricadas: infancia y tierra natal. Vladímir Mayakovski -su adversario más leal- dijo que era preciso escupir sobre el pasado para que la poesía transformara la realidad. Pero un pie de Esenin también se apoyaba en el terreno arenoso del futuro, abrazado a una utopía personal y colectiva: el sueño de los hombres y las mujeres de la tierra1.

Los años de la NEP2 fueron la época más tenebrosa en la vida y la obra del poeta. Arrojado a los bares describe su vida de "hooligan", de desplazado. En la revolución estuvo del lado de octubre, aunque percibiendo todo desde su mirada particular -en su autobiografía de 1922, escribió: “Nunca formé parte del Partido Comunista Ruso, porque me siento mucho más a la izquierda”-. Su vida se tornó cada vez más dramática. Comenzó a beber. Se imaginaba que toda Rusia bebía por el mismo motivo: el divorcio entre el discurso bolchevique y la realidad. Prefería la compañía de los lúmpenes. Los que fueron sus amigos ocupaban cargos manchados de sangre. Las fábricas envenenaban el campo. Se volvió “el último poeta de la aldea” -fue cierta su profecía- porque la aldea estaba desapareciendo. Los poemas de esos días prefiguraban su muerte, con el trasfondo apocalíptico de la revolución. Fue acusado y arrestado varias veces, ingresado en manicomios. ¿Cuántos fueron ejecutados por mucho menos que recitar?

“El severo octubre me ha engañado", escribió. "Me siento muy triste ahora, porque estamos pasando por un período de historia en el que la individualidad humana está siendo destruida, y el socialismo que se aproxima es totalmente diferente del que estaba soñando". En 1923 se reúne con Trotsky para discutir la posible dirección de una revista literaria. Se rehúsa porque comprende que la intensión de fondo era la de controlar la obra de los poetas campesinos. 

Condenado no sólo por su época sino tragado por la desgracia, “impotente ante el advenimiento de los nuevos dioses”3, murió a los 30
años de edad. Su muerte prematura y trágica -escribe Natalia Litvinova- fue catalogada como un suicidio para algunos y, para otros, como un asesinato. En el último cuarto de hotel, dejó escrito con su sangre: “En esta vida el morir no es nuevo / y el vivir, por supuesto, no lo es"... Frente al ahorcado “los críticos balbucean”, afirmó Mayakovski, quién le escribió en un poema: “En esta vida/morir es cosa fácil. / Hacer la vida/es mucho más difícil”... para morir, suicidado, cinco años después.

Según Ilyá Ehrenburg, los poemas de Esenin son una maldición. Yo digo: pura venganza pero con palabras -a la manera de Dovlátov-. Porque los cantos desesperados a los campos de una Rusia quemada por el sol de la revolución -terrible Cronos que acabó devorándose a sus hijos- no pudieron nacer de los intelectuales adiestrados en los círculos parisinos, sino del poeta de pueblo, que hasta hacía poco pastoreaba vacas y luego crearía estilos. Así, como los campesinos ya no usaban las viejas horcas sino las mismas metrallas fabricadas en la ciudad para defenderse de quienes de todo se apoderaban, Esenin expropió las más modernas técnicas literarias para los poemas que lo llevaron a la pira de la inmolación. 

A casi cien años de su muerte, seleccioné estas traducciones de Litvinova. Dicen que un poeta escribe para ser leído por los jóvenes de provincia. Hoy, lo mismo que el potro de su visión, muchos corremos todavía contra la máquina infernal de los tiempos4.  Despojados de esperanza, sus versos aún cabalgan como un jinete. 

Aquí, los poemas. 


Silba el viento, el viento plateado,
en el susurro de seda del ruido níveo.
Lo noté en mí por primera vez-
así, no lo había pensado.

Que sobre las ventanas fermente la humedad,
no me apena, y no me entristece.
Esta vida me gusta igual,
y me gusta tanto, como al principio.

Una mujer me mirará con la sonrisa silenciosa -
y ya estoy agitado ¡qué hombros!
Por el camino vacilante pasarán los caballos -
ya estoy sobre ellos y galopando hacia adelante.

¡Oh mi felicidad y todas las suertes!
Felicidad humana querida por la tierra.
El que lloró una vez en esta tierra, -
significa, que la suerte pasó de largo.

Hay que vivir fácilmente, hay que vivir sencillamente,
aceptando todo lo que hay en el mundo.
Es por eso que, desquiciado, sobre el bosque,
silba el viento, el viento plateado.


Confesión de un granuja

No todos saben cantar,
no todos saben ser manzana
y caer a los pies de otro.

Esta es la suprema confesión
de un granuja.

Ando intencionalmente despeinado,
con la cabeza como una lámpara a petróleo
sobre los hombros,
me gusta iluminar en la oscuridad
el otoño deshojado de sus almas.
Me gusta que las piedras de los insultos
vuelen hacia mí como granizo que vomita la tormenta,
es cuando mis manos aprietan con más fuerza
el cabello de mi burbuja vacilante.

Entonces recuerdo con nitidez
el estanque cubierto de hierba, la voz ronca del aliso,
que en algún lugar viven mi padre y mi madre,
y que mis versos les importan un carajo.
Pero me quieren como a un campo, como a la carne de su carne,
como a la lluviecita que en primavera tienta a los brotes.
Ellos les clavarían sus horquetas
por cada insulto que me lanzan.

¡Pobres, pobres campesinos!
Seguramente ya están feos
y aún le temen a Dios y a los espíritus del pantano.
¡Si sólo pudieran comprender
que su hijo es el mejor poeta de Rusia!
¿Acaso no se cubrían de escarcha sus corazones
cuando él se mojaba los pies en los charcos del otoño?
Ahora usa sombrero de copa
y zapatos de charol.

Pero en él arde el mismo espíritu juguetón
de aldeano travieso,
a cada vaca pintada en los letreros de las carnicerías
saluda con una reverencia,
cuando se cruza con los coches de la plaza
y el olor del estiércol le recuerda a su tierra,
está dispuesto a llevar la cola de cada caballo
como si fuese la cola de un vestido de novia.

Amo mi tierra.
La amo demasiado.
Aún cubierta de tristeza como el moho en los sauces.
Me gustan los hocicos mugrientos de los cerdos
y el canto de los sapos en el silencio nocturno.
Estoy enfermo de ternura
por los recuerdos de infancia,
sueño con la niebla y con la humedad de las tardes de abril.
Cuando nuestro arce se ponía en cuclillas
para calentarse con la hoguera del alba,
trepaba de rama en rama,
para robar los huevos de los nidos de las cornejas.
¿Seguirá siendo el mismo de antes, con su copa verde
y la corteza dura?

¿Y tú, mi querido perro fiel, abigarrado?
La vejez te volvió ciego y gruñón,
te arrastras por el patio con tu cola caída.
Tu olfato no distingue ya el establo de la casa.
Tan importantes fueron para mí nuestras travesuras de antaño,
cuando le robaba pan a mi madre
y lo comíamos entre los dos, un mordisco cada uno,
sin engañarnos.

Soy el mismo de siempre,
mi corazón es el mismo.
Los ojos brotan en el rostro
como las flores azules en el centeno.
Y yo extiendo las esteras doradas de mis versos
para decirles a ustedes
mis más tiernas palabras.

¡Buenas noches!
¡Buenas noches a todos!
La guadaña de la aurora enmudeció
después de rozar la hierba del crepúsculo.
Hoy tengo ganas de ver luna
desde la ventana…

¡Luz azul, y el azul es tan profundo
que ni siquiera me daría pena morir!
Qué importa que parezca un cínico
con un farol colgando del trasero.
Qué falta me hace tu trote suave,
viejo, bueno y fatigado Pegaso,
como un severo maestro
vengo a decantar y a glorificar a las ratas.
Como agosto, mi cabeza vierte
el vino tumultuoso de mis cabellos.

Yo quiero ser ese velero amarillo
que nos lleva al país, hacia el que vamos.


 

a Mariengof

Soy el último poeta de la aldea,
canto a la humildad de un puente de madera. 
Asisto a la última misa entre abedules
que inciensan el aire con sus hojas. 

Se extingue la llama dorada
de esta vela del color de la piel.
Y el reloj de la luna
anunciará mi última hora. 

El huésped de hierro pronto saldrá
al sendero del campo azul,
su puño negro recogerá
la avena derramada por la aurora. 

¡Muertas, extrañas manos, 
estas canciones las sobrevivirán!
Sólo las espigas y los caballos
llorarán por sus viejos amos.

El viento borrará sus relinchos
celebrando la danza funeraria...
Pronto el reloj de la luna
anunciará mi última hora. 


Otoño

a R. V. Ivanov

Silencioso, en la espesura del enebro, en la pendiente,
el otoño, yegua rojiza, rasca las crines.

Sobre el manto fluvial de las orillas
se oye el resonar azul de sus herraduras.

El viento asceta con su cauteloso paso
aplasta las hojas en las salientes del camino.

Y en el arbusto de serval besa
las llagas rojas del Cristo invisible.


Estoy cansado de vivir en mi país natal,
con la nostalgia de los campos de trigo,
dejaré mi choza, partiré
como un ladrón y un vagabundo. 

Caminaré sobre la blanca cabellera del día
buscando una vivienda pobre.
Y mi amigo esconderá
un cuchillo filoso en su bota. 

El sol primaveral envuelve
el camino que atraviesa el prado de oro,
y mi dulce amada
me echará de su umbral. 

Volveré a la casa paterna
a regocijarme con la alegría ajena.
Y en una noche verde, bajo la ventana,
con la manga de mi camisa me ahorcaré. 

Los sauces inclinarán con dulzura
sus cadenas de plata sobre la cerca.
Y me enterrarán sin lavarme, sin ningún ritual,
mientras aúllan los perros. 

La luna nadará por el cielo
perdiendo sus remos en el agua...
Rusia siempre será la misma,
danzando y llorando junto a la cerca. 

 

Sabrina Barrego

Nació en la Ciudad de Buenos  Aires y reside en Mendoza. Es escritora y trabaja como correctora y docente.

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Notas

1: “Nostalgia de futuro”, diría el chileno Jorge Teiller.
2: Nueva Política Económica.
3: Miguel Ángel Bustos, Prosa 1960-1976, Ediciones del CCC, Argentina, 2007. 
4: ídem.

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