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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

23/12/2019

Invasión de aguas vivas. Mal presagio, habrán pensado algunos, pero acá ¿qué puede pasar?

 

Al día siguiente, el primer día del séptimo mes del tercer año de la década del ochenta, ya se habían ido. La marea estaba tranquila y la barrera de coral seguía ahí, dándole nombre a ese mar, Rojo, defendiéndonos de las aguas profundas y de los monstruos marinos.

De este lado estaban todos los amiguitos de Nemo, aunque para esa película de Disney faltaba mucho. No había cosa mejor para hacer que meterse al agua con unos esnórquel y dejarse llevar inmóvil mirando.

 

Lejos quedaban Piazza Navona donde, con otros exiliados, vendían artesanías. La Pensione Claudia, di via Nomentana, en donde los había alojado la Cruz Roja y donde se habían conocido. De ahí en adelante Juan [1] comenzó a ser mi padre. 

 

Más lejos aún quedaba la dictadura argentina, las militancias clandestinas, los primos desaparecidos, los familiares desesperados, la tia Ñeca dando vueltas a la Plaza todos los jueves. Ni el calor del desierto, ni el horror de la dictadura, ni el destierro, ni los monstruos marinos lograban pasar la barrera. Estábamos a salvo.

 

***

 

 

 

“Odisea” - Revista Haroldo | 1

Los viernes recorríamos 300 km de desierto. Arena, arena, arena y más arena amarilla y sobre esa inmensidad amarilla, un infinito cielo celeste. Con total sorpresa, esa enorme árida superficie de dunas se convertía en kilómetros de playa virgen. Ni un turista, ni un pescador, ningún ser humano. Entre todos se armaba una carpa árabe, una gran casa de telas en donde dormíamos y comíamos.

 

El resto de la semana lo pasábamos en el pueblito artificial en medio de la gran estepa amarilla. Juan, mi viejo, era ingeniero y trabajaba para una empresa italiana que construía una autopista en las montañas desérticas. Mi vieja, entre otras cosas, con algunos cómplices, se dedicaba a fabricar algunas bebidas alcohólicas, lo cual le podría haber costado hasta 360 azotes. Me enteré de eso un día que, muerto de sed, abrí la heladera y fui a dar un sorbo a una botella de agua mineral, algo poderoso que jamás había probado con 9 años de vida, me sacudió el paladar y tuve que, vergonzosamente, escupir todo.

 

***

Cada vez que mi vieja quería salir de la aldea de la ITALCONSUL tenía que ir acompañada, ya que en Arabia las mujeres no pueden salir solas sin un pariente varón cercano. En la casa de una de sus amigas árabes tuve que esperarla en el sector masculino. En la calle era común ver a las mujeres completamente tapadas por el Niqab y viajar en la caja de carga de las Pick Up. Recuerdo que un día en un mercado nos obligaron a mirar cómo, a modo de ejemplo para todos, azotaban a dos pibes por haber robado unas manzanas.

 

Mis actividades: tratar de atrapar alguna serpiente del desierto (guardé una y la puse en el congelador y mi vieja casi me mata), mirar 2001: Odisea en el espacio una y otra vez tratando de entenderla, ir a la casa del jefe coreano, comer dulces que me regalaba en abundancia y mirar tele en su inmensa pantalla traída del lejano Oriente.

 

El comedor de los obreros coreanos tenía un corral con perros. Se decía que cada tanto desaparecía uno. A mí me encantaba ir, la comida era riquísima. Tenía un acompañante encargado de estar conmigo en los momentos en que mis viejos no podían. Era un joven coreano a quien lo bautizamos Bruce Lee desde que, de un salto, se subió al escritorio de mi viejo sin mover aparentemente ni un solo músculo. Una noche, al terminar de ver por enésima vez Odisea en el espacio, encontré una enorme araña peluda (de color amarillo arena como casi todo allá). Nadie más que Bruce Lee se animó a acercarse. Agarró una piedra y, con un golpe seco y rápido, la aplastó. Del cuerpo machacado salieron centenares de pequeñas arañitas. Nadie tuvo sueños tranquilos esa noche.

 

Al día siguiente salí con Juan. Me enseñó a manejar en el viejo Toyota Land Cruizer (también amarillo arena). Al regresar pinchamos una rueda, esos Toyota tenían ruedan inmensas y tuvo que cambiarla en medio de ese denso calor. Al llegar a casa estaba agotado. Quizás por eso, al ver mi cuarto en total desorden, tiró todo a la mismísima mierda y terminamos a los gritos. Nunca pasaba, nunca nos peleábamos.

 

Había que salir con las primeras luces del día, para aprovechar el fin de semana y no morir sofocados en esa lata hermosa que era el Toyota. Con los otros 4x4 formamos una fila india y recorrimos los 300 km que nos separaban del paraíso.

 

Al llegar a la playa: invasión de aguavivas. Mal presagio, habrán pensado algunos, pero acá ¿qué puede pasar?

 

***

“Odisea” - Revista Haroldo | 2

Físicamente, Juan y yo éramos muy distintos. Soy mucho más parecido a mi viejo Athos, que ya había salido de la cárcel uruguaya y estaba instalado en su exilio sueco. Era, sin embargo, Juan el que me había pegado sus modos y costumbres; como la de no poder cagar si no es sacándose toda la ropa, cosa complicada en el desierto de arañas y serpientes.

 

Cuando militaba en el MR17 en plena dictadura de Lanusse, se llevaron a todos los compañeros de su célula presos por estar pintando consignas. Él fue a la comisaría y sobornó al comisario para que liberase a sus compañeros. Dicen que Juan era muy brillante, inteligente y metódico. No heredé nada de eso. Había estudiado en soledad los tres tomos de El Capital de Marx en el bar Los 36 billares. Su madre, que nunca lo había visto abrir un libro, tuvo que ir a la facultad a preguntar en qué andaba su hijo. Le dijeron que ya se había recibido y entonces ella le regaló un reloj de oro que le robaron al entrar a la Villa en donde militaba.

 

Una tarde romana estábamos en Piazza Navona vendiendo. Mi vieja andaba de viaje. Se me metió en la cabeza mostrarle a Mariano, otro hijo de exiliados, mi casa. Teníamos como mucho 6 años. La casa quedaba a unas 20 cuadras y sin decir nada nos fuimos caminando. Se fue haciendo de noche. Llegamos pero no pude mostrarle nada porque no tenía llaves. Luego tratamos de volver y un señor notó que estábamos perdidos. Nos acompañó de regreso, habían pasado horas. Todo el exilio argentino en Roma nos estaba buscando desesperadamente. Ahora que soy padre puedo imaginar la angustia que debe haber pasado Juan.

 

***

 

Armaron la gran carpa y nos refugiamos en su sombra. Con lo de la araña había quedado traumatizado, así que, como además andaba enojado con Juan, me fui a dormir a la Land Cruizer. Me despertaron las primeras luces del día. Miré por la ventanilla, el sol salía desde atrás del horizonte. En el mar saltaban unos delfines. Ya no había aguavivas. El refugio estaba en su máximo esplendor. Nada malo podía pasar.

 

Se dejó llevar por el movimiento lento del mar calmo que te mima, te acuna. Lo que te tiene despierto en ese mundo son los pececitos de colores que no dejarías nunca de mirar, danzan tranquilos, protegidos por la barrera.

 

Ya era hora de comer y mi vieja lo empezó a llamar. No escuchaba. Yo, que estaba ofendido, le grité un par de puteadas. Sabía que eso lo haría reaccionar rápidamente porque no le gustaba que dijera groserías. Eso tampoco funcionó.

Entonces alguien se metió al mar y lo alcanzó, no se movía, no se movió nunca más.

“Odisea” - Revista Haroldo | 3

Lo subimos al Toyota, desarmamos la carpa y nos fuimos a buscar una comisaría en pleno desierto. Siendo Ramadam, debimos esperar hasta el anochecer para que nos atendieran. A mi vieja no la querían dejar fumar, pero su ansiedad y su adicción pudieron más que las leyes Coránicas. La llevaron a la playa para investigar ya que, según la Ley Islámica cuando un hombre muere, las sospechas caen siempre sobre su esposa.

Cuando bajó el sol armaron un banquete que sirvieron sobre unos manteles en la arena. Siempre quise pensar que eran en honor a él, pero ahora lo dudo.

 

Diana, mi vieja, había militado en el PRT. En 1974 el ejército había matado a su primer esposo. Ahora se encontraba sola, enviudando por segunda vez, en un país en donde las mujeres no pueden moverse libremente. De hecho, no podía salir del país sin el varón acompañante, vivo o muerto. Luego de 10 días logró embarcarse con el cuerpo de Juan y enterrarlo en un cementerio romano.

 

***

 

Dos días después de la muerte de Juan, Chango, otro ingeniero argentino, viajaba para Buenos Aires con sus tres hijos, pasando antes por Disneylandia. Mi vieja me encomendó a ellos. Subí a un avión que hizo escala de una noche en el aeropuerto de Beirut en plena guerra civil. Cuando abrieron la puerta, un tanque apuntaba su cañón hacia el interior. Pasamos la noche en un búnker, mientras afuera todo era metrallas y detonaciones de bombas. A la mañana siguiente arrancamos para Nueva York, paramos en un hotel que, para mi gran sorpresa, tenía televisión en el cuarto. Subimos a las Torres Gemelas, fuimos al Central Park y luego viajamos a Orlando. Fuimos al barco pirata, a las carreras de autos y vimos a Mickey, pero no había nada de mi Odisea en el espacio.

 

De Disneylandia viajamos a Buenos Aires. Me reencontré con esa familia a la que había aprendido a querer desde la distancia. Mi vieja no pudo viajar, aún había dictadura en Argentina, así que viajé a París para reencontrarme con ella. Le pedí que subiéramos la Torre Eiffel caminando porque me daba miedo el ascensor. Volvimos finalmente a Roma. Nos desalojaron del departamento en el que habíamos vivido con Juan.

Comenzamos todo de nuevo.

 

Entre bombas de Beirut, rascacielos de Nueva York, castillos de Disneylandia y reencuentros porteños, no tuve tiempo de llorar. Tampoco terminé de entender la odisea espacial. Y nunca volví a tener un refugio de coral.

“Odisea” - Revista Haroldo | 4

“Odisea” - Revista Haroldo | 5

Notas

  • [1] Juan Lettieri nació el 20 de abril 1942 en Buenos Aires, Argentina. Ingeniero hidráulico egresado de la Universidad de Buenos Aires, trabajó en Aguas Argentinas. Militó en el MR17 hasta que en el año 1977 se tuvo que exiliar a Roma, Italia, gracias a la ayuda del cónsul italiano Enrico Calamai. La Cruz Roja Internacional lo alojó en la Pensión Claudia junto a otros refugiados chilenos y argentinos. Ese mismo año conoció a Diana y Julián, con quienes se mudó al poco tiempo. Trabajaron vendiendo artesanía en las calles, hasta que Juan pudo conseguir un contrato de ingeniero en la empresa italiana de construcciones  ITALCONSUL . El 19 de octubre de 1981, en coincidencia con el séptimo cumpleaños de Julián, Juan y Diana tuvieron que casarse para poder viajar a Libia y Arabia Saudí, en donde falleció el 1 de Julio del 1983.

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