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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

03/05/2019

Jurbn

“Hay judíos de muchas categorías y de todas las calañas, obreros que en la Rusia y la Polonia de fin de siglo poblaron las fábricas, fundadores de cooperativas agrícolas, buitres chupasangre y economistas keynesianos, filósofos revolucionarios y gobernantes prepotentes, invasores que se roban la vida y la tierra del hermano, empresarios de buena leche, profesionales y académicos, científicos de ciencias duras y abanderados en séptimo grado de primaria, comerciantes abusivos y maestros de escuela, gremialistas, madres sobreprotectoras y padres estafadores o mafiosos, socialistas, neoliberales y cantores de sinagoga. Bah, gente. Pero distinta y hasta peligrosa, según los que tienen la costumbre de condenar las diferencias o profundizarlas de intención”, afirma la escritora Elina Malamud.

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Monumento a los héroes del ghetto de Varsovia (Polonia) / Natan Rapaport (escultor) y Marek Suzin (arquitecto)

Los judíos somos un pueblo muy desparramado desde tiempos remotos. Ya en el siglo XIII había judíos en China y desde ahí, caminando hacia el Oeste, uno se los topa todavía a lo largo del Asia Central, del Asia Menor, en África, no tantos quedaron en esa península continental y vanidosa que se llama Europa, muchos se refugiaron en toda la América desde el Polo Norte hasta el Polo Sur y si seguimos, cruzando el Pacífico, se los encuentra en Japón, con los ojitos así y celebrando Péisaj. Hay judíos de muchas categorías y de todas las calañas, obreros que en la Rusia y la Polonia de fin de siglo poblaron las fábricas, fundadores de cooperativas agrícolas, buitres chupasangre y economistas keynesianos, filósofos revolucionarios y gobernantes prepotentes, invasores que se roban la vida y la tierra del hermano, empresarios de buena leche, profesionales y académicos, científicos de ciencias duras y abanderados en séptimo grado de primaria, comerciantes abusivos y maestros de escuela, gremialistas, madres sobreprotectoras y padres estafadores o mafiosos, socialistas, neoliberales y cantores de sinagoga. Bah, gente. Pero distinta y hasta peligrosa, según los que tienen la costumbre de condenar las diferencias o profundizarlas de intención.

En la Edad Media, durante las cruzadas, envenenábamos el agua de las fuentes para provocar la peste, la reina católica nos echó de España para unificar el pelaje de sus súbditos, Bogdan el cosaco, cuando arrasaba Polonia, exigió que le entregaran a los judíos para despachurrarlos, el pobre Dreyfus se comió un juicio y el espectáculo de su degradación, botón por botón de su uniforme militar, acusado de una traición de la que su acusador era, en verdad, el verdadero culpable y hace poco más de un siglo las políticas del zar derivaban las frustraciones de obreros y campesinos sobreexplotados a las turbas que se metían en los barrios judíos del imperio ruso para rompernos las costillas.

No fuimos ni somos los únicos. En los tiempos cercanos el pueblo armenio, el gitano, los que no manejan los movimientos del cuerpo ni de la mente según los parámetros aceptados, los morochos choriplaneros que se ponen la gorra con la visera para atrás, los musulmanes para Occidente y los coptos en Egipto, los que resguardan su especificidad de género, los desplazados y los migrantes son individuos o perversos o descartables. Si hasta parecería que los ojos almendrados y la lengua monosilábica del chino del supermercado fueran evidencia indiscutible de que maneja la cadena de frío con supercherías aviesas y desfigura el ticket de caja con picardías sibilinas.

Cuando en las Pascuas de 1903, se desató un pogrom en Kishinov, el poeta Jaim Bialik levantó los brazos al cielo, ofreciendo sus manos llenas de palabras enojadas, indignado por la pasividad con que los judíos se habían dejado masacrar, tal vez sorprendidos porque su dios tan justo no hubiera llegado a socorrerlos. Al menos no fue en vano su clamor poético. A finales del verano de ese mismo año, apenas los judíos de las organizaciones clandestinas socialistas y sionistas de Gómel, en Bielorrusia, sospecharon que estaba llegando la hora de una violencia parecida, se armaron en ídish, con palos, cuchillos, cachiporras y armas de fuego. Se defendieron a tal punto que el Estado les hizo juicio, acusándolos de intentar un pogrom contra la población rusa.

Cuando en las Pascuas de 1903, se desató un pogrom en Kishinov, el poeta Jaim Bialik levantó los brazos al cielo, ofreciendo sus manos llenas de palabras enojadas, indignado por la pasividad con que los judíos se habían dejado masacrar, tal vez sorprendidos porque su dios tan justo no hubiera llegado a socorrerlos.

Pero cuando los jerarcas nazis, convocados por Reinhard Heydrich, se reunieron en la casa de Wannsee, a las afueras de Berlín, para decretar la solución final del problema judío y definir la cantidad y la calidad de los entrecruzamientos genéticos necesarios para decidir con cuánto de semita se conservaría la vida y a quién le correspondería la eliminación física, sobrepasaron todos los asombros que pudieran caber en el corazón humano. Aun cuando el avance arrollador del ejército alemán, en el verano del cuarenta y uno, no dejaba espacio ni para un resuello y mientras los ojos desmesuradamente abiertos por el pasmo del ghetto, de la fosa, del tren que traqueteaba al campo de exterminio no habían alcanzado a cerrarse, cupo en muchos el recuerdo de los enojos de Bialik.

Así que cuando Shlomó Leitman le contó a Alexander Pechersky que ese enorme fuego detrás de los árboles y el raro olor que respiraba brotaba de los cadáveres de los compañeros que acababan de llegar con él al campo de exterminio de Sobibor y que estaban siendo incinerados, Pechersky se dijo yo acá no me quedo. Mañana nos vamos, más o menos escribió en su diario de prisión el 13 de octubre de 1943, la víspera del levantamiento que él comandó junto con Leib Feldhendler. En el apuro entre la lluvia de otoño, la vida y la muerte, se despacharon a una docena de guardias de las SS. Trescientos prisioneros lograron escapar y muchos de los que sobrevivieron a la persecución que siguió se unieron a la lucha partisana.

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Detalle del monumento a los héroes del ghetto de Varsovia (Polonia) / Natan Rapaport (escultor) y Marek Suzin (arquitecto)

En otro lugar de Polonia, los hermanos Bielski se abroquelaron en el bosque de Naliboki, al este de Minsk, capitaneando una tropa de judíos que, incitados por ellos, se escapaban de los ghettos de Lida y Novogrúdek, se descolgaban de los trenes o habían burlado como fuera la metralla o el gas exterminador, protegidos por la propia escuadra de choque de los Bielski que proveía el sustento, vigilaba al enemigo y colaboraba con los partisanos soviéticos.

Quizá me vea compelida a hacer este escaso aunque incompleto recuento porque si bien no fueron tantas las posibilidades de resistencia judía, fueron muchas más de las que la mayoría conocemos.

El acto más potente de indocilidad y rebeldía de los judíos en la Segunda Guerra fue el levantamiento del ghetto de Varsovia que acabamos de conmemorar el 19 de abril. En medio del hacinamiento, el hambre, el tifus, los piojos y el desconcierto, la sociedad del ghetto resistía entre el contrabando y la biblioteca clandestina, los teatros y la negociación culposa o cínica, mientras los jóvenes comunistas, bundistas y sionistas trasegaban las alcantarillas acopiando las armas que podían conseguir de la resistencia polaca para poner instinto de sobrevida a la conciencia de la muerte próxima. El general Jurgen Stroop eligió la noche de Péisaj del 19 de abril de 1943 para iniciar el fin, la deportación última al exterminio, pero los judíos del ghetto ya habían decidido que de aquí no nos sacan, aquí resistiremos hasta la destrucción final. Y así fue. El 16 de mayo el general Stroop hizo volar por el aire la gran sinagoga del barrio judío para señalar cómo todo había terminado. Jurbn dijeron los judíos mirando los escombros, destrucción, la palabra hebrea en sonoridades del ídish con la que los sobrevivientes pusieron dimensión histórica a lo que pasó con la judería de Europa en la Segunda Guerra porque Jurbn llamó la historia bíblica a la destrucción del Primer Templo, cuando Nabucodonosor nos llevó como esclavos a Babilonia, y Jurbn se dijo también cuando los romanos destruyeron el Segundo Templo.

Pero unos pocos cientos lograron escapar antes del final y muchos se unieron a la resistencia polaca. Porque todos somos judíos en esto de que después de la destrucción del Templo se inicia una nueva lucha.

Elina Malamud
Abril de 2019

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