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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

05/03/2018

"Mío es tu último sangrado"

¿Cuáles serán las ideas, sentimientos y afanes de aquellos varones que asesinan mujeres pues la presencia de esas hembras les resulta insoportable?, se pregunta la autora de este texto, que forma parte del libro “Mujeres y violencias”, editado por Noveduc, y que Haroldo adelanta en el marco del #8M. Psicóloga, asistente social y una referente indiscutida de los estudios de género, Giberti expone a lo largo de este volumen su pensamiento teórico de los últimos años.

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Foto: Lucía Prieto

El tema feminicidio, que adquirió vigencia durante los últimos años, constituye un segmento representativo de la historia de la humanidad. Matar mujeres como víctimas de torturas, esclavitudes, bacanales, prácticas domésticas y sacrificio de mártires ilustra las narraciones y los documentos de diversas épocas. Pero el tema no se estudiaba como feminicidio, como odio hacia las mujeres por el mismo hecho de serlo.

¿Cuáles serán las ideas, sentimientos y afanes de aquellos varones que eligen asesinarlas pues la presencia de esas hembras les resulta insoportable? Las confesiones de los feminicidas, cuando son detenidos por la policía e interrogados por los jueces, no aclara lo necesario: solo que el sujeto debía prescindir de ella.

Este hecho torna inseparables a aquella mujer y a este homicida. Él es el que habitualmente queda entre todos nosotros, avalándose como otro sujeto de la cotidianidad, libre o encarcelado. El feminicidio, ¿lo liberará del odio hacia aquella mujer? ¿Por qué habría de liberarlo de un sentimiento intenso, tan perentorio que necesita ponerlo en acto?

Ignoramos las viscitudes del odio, pero sin duda el tema es lo suficientemente atrayente como para que miles de autores describan los avatares de los distintos feminicidios. Al mismo tiempo, ellos se mantienen enclaustrados en las explicaciones, en los dictámenes jurídicos y en las interpretaciones psicoanalíticas, para desembocar en la impotencia de quien reconoce que los mismos pudieron evitarse y la certeza de quienes sepultan los testimonios aportados por los cuerpos.

Cuando un varón mata a una mujer, ¿a cuántos otros satisface? Cuándo un varón mata a una persona trans, ¿a cuántos otros satisface? 

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Foto: Lucía Prieto

“Mío es tu último sangrado”

El primer punto reside en ponerle nombre específico a este delito. Nominarlo feminicidio significa rastrear la mano masculine detrás del crimen. Implica verbalizar, politizándola, la vocación misógina asociada con tradiciones patriarcales que consiste en apropiarse de la vida y la muerte de las mujeres. Al decir de Celia Amorós, “lo que ahora está sobre el tapete son las ventajas epistemológicas y políticas de singularizar conceptualmente el femicidio idiosincrático”. Se trata de avanzar, como se viene sosteniendo desde el feminismo, en una teoría crítica de la sociedad que se ocupe de las relaciones entre los géneros globalizados y posglobalizados, para lo cual precisamos abrir otro canal: hoy se mata en otro mundo. En uno donde los transgéneros están en la superficie y los dualismos bipolares han caducado. O sea, cuando afirmamos que “un hombre mata a una mujer”, mantenemos esa polaridad convencional que la presencia de las subjetividades e identidades de los transgéneros han desordenado. No obstante, al decirlo de ese modo incorporamos en la semiosis social, mediante ese estrechamiento discursivo (el que produce la bipolaridad), el giro lingüístico claro y rotundo: un hombre mata a una mujer. Es la palabra compaginada para que nos escuchen. Lo llamaremos asesino por convención semántica, pero no se trata de asesinar sino de matar mujeres, que no es un giro lingüístico intercambiable con mentar el asesinato.

El feminicidio como delito con entidad propia visibiliza de manera estridente la relación simbólica que anuda al homicida con las ideologías patriarcales de la ciencia del Derecho. Por una parte, mediante el disvalor de las mujeres que impregna la codificación de nuestras leyes y los contenidos de las sentencias; por otra, la relación simbólica del homicida con esas sentencias y deslizamientos del Derecho que se cotizan en impunidades, “falta de pruebas” y libertades condicionales.

Paralelamente, precisamos irrumpir mostrando las estadísticas que evidencian la cantidad de mujeres asesinadas, estadísticas con las que no contamos, si se exceptúan los aportes de las agencias periodísticas, pero la cifra arriesga opacar la mirada y la acción sobre el imperio que la misoginia ha construido. Porque en esta índole de relación entre hombres y mujeres se reproduce el fenómeno antiguo de la caza, reiteradamente asociada con la violación.

El varón, en tanto cazador, está decidido a verter la sangre de la víctima. La sangre es un capital de las mujeres, ceñida al ciclo menstrual y a la pretensión del himen virginal. Se establece entonces el isomorformismo entre la sangre que producimos las mujeres y el derramamiento moral del feminicidio.

Al matar, el feminicida irrumpe en este circuito vital de la intimidad corporal, creando su propio vertedero de sangre que habrá de coagularse con el transcurrir de las horas; genera de este modo una interfase, ya que expone brutalmente a su víctima a las miradas de la policía, los médicos y el periodismo. Interfase que no se menciona como tal y en la que se ingresa mediante las miradas de las fotos que ilustran los hechos. Es el triunfo maníaco de su obra que, con las fotografías escaneadas en la intimidad de los laboratorios de criminología o pú- blicamente, potencia de manera obscena el efecto de las heridas resecas. Triunfo maníaco, porque consolida su último dominio: “Mío es su último sangrado”.

Las teorías y aportes sociológicos y psicológicos acerca del feminicidio reconocen el abuso de poder, el despotismo, la misoginia y sus derivaciones sociopolíticas. Precisan, aunque no todas lo mencionen explícitamente, la presencia de un cuerpo de mujer que siempre fue la prenda para el triunfo masculino. En violación y feminicidio, los dos ataques máximos a la integridad de un ser humano, ambos penetran de manera irreparable en el cuerpo de la mujer.

Es preciso tener en cuenta el valor de símbolo que acompaña a la presencia o mención de la sangre en la mujer, a la que históricamente se le instituyó valor de maleficio. También se la describió como suciedad, adosada al misterio de esa fuente escondida.

El género masculino se campeoniza en lograr lo irreparable dentro y sobre esos cuerpos de mujeres que constituyen el cebo para el triunfo: no hay vuelta atrás una vez que violaron y mataron. Una vez que se vertió sangre, algo está roto. No en vano los griegos prohibían su derramamiento al matar a una mujer. Así lo escribe Nicole Loureaux: 

Para la mujer, la sangre es cotidiana; al morir debe evitar derramarla (…) y suspenderse en el aire, estrangulada, como Yocasta. El hombre muere en la batalla, escindido por la espada y vertiendo su sangre: “Jamás un hom- bre elige colgarse, aunque alguna vez lo pensara, siempre en la tragedia griega un hombre se mata como hombre. Para una mujer, en revancha, la alternative queda abierta: buscar en el nudo de una cuerda un final bien femenino o apoderarse de la espada –como Deyanira– para robarles a los hombres su forma de morir…” (Loureaux, 1989).

¿Cuál es y cómo es la rabia y la pavura de aquel que elige matar a una mujer? Con uno que mata, ¿cuántos otros gozan?

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Foto: Lucía Prieto

El caso Barreda

¿Cuántos comparten esa pulsión de poder con perspectiva femicida? Es imposible conocer el venero masculino, pero sí es dable analizar la obscenidad que determinadas producciones en Internet consagran. Por ejemplo, en Argentina se creó un modelo (se trata del caso Barreda) que concentró la caza dentro del territorio del victimario (su hogar) cuando asesinó, sucesivamente y en los parámetros del mismo horario, a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas, de veinticuatro y veintiséis años, respectivamente.

En las declaraciones ante el juzgado, Barreda sostuvo que estaba harto de padecer humillaciones provenientes de estas cuatro mujeres, las que lo apodaban diariamente “Conchita”, para humillarlo. Es decir, lo “transgeneraban” ofensivamente, otorgándole rango anatómico vulbovaginal. Lo transformaban semánticamente en mujer, fatalmente, sin menstruación.

El apelativo “Conchita” asocia el nombre de este genital de la mujer con una sexualidad denigrada, abarcativa de todas las funciones genitales. La enlaza con la pasividad y con la castración, que serían las descalificaciones con las que sus víctimas lo humillarían. Lo cual no deja de resultar extraño: cuatro mujeres que eligieron, para agraviarlo, una extensión de sus propias anatomías. Nunca sabremos si realmente “Conchita” era el insulto que el feminicida recibía. Eso fue lo que declaró. Y el imaginario social y popular entendió que él había sido agraviado por esas cuatro mujeres que, al nombrarlo, sustituían el falo por la hendidura.

El criminal buscó silenciar las voces de ellas que, según sus dichos, le habrían ordenado que fuera a podar la parra, “que es para lo único para lo que servís”. La parra, una vid que crecía en el patio posterior de la casa. Barreda buscó la tijera podadora y al hacerlo encontró, guardada, la escopeta calibre 16.5 que su suegra le había regalado al regresar de un viaje a España. En ese momento, dijo, decidió el asesinato serial.

¿Sucedió de este modo? ¿Por qué la parra se introduce en esta escena?

¿Cuál fue la bíblica función de la hoja de parra? Cubrir los genitales de Adán y los de Eva, después de que violaran la ley divina.

¿Existió realmente ese mandato en la voz de las mujeres? La parra sin duda existía y, si la menciono, se debe a que, en la imagen de Barreda en la estampita que lo glorifica y circula por Internet, la tijera de podar ocupa un lugar privilegiado. Los genitales alterados (“conchita” para referirse a un varón) en la discursividad que el feminicida organiza y selecciona para presentarse entre el tribunal, se enreda con los rizomas de la vid, que no es una presencia ingenua en el mito bíblico, que aparece como trasfondo bizarro en este múltiple feminicidio. Porque, al fin y al cabo, la vulgarización del mito bíblico apuesta a la parra en relación con los genitales. Y la genitalización –verbalizada como “conchita”– forma parte de los documentos periodísticos con los que contamos para informarnos acerca del delito. Escopeta y tijera de podar son los dos atributos que exhibe en sus manos el feminicida, gracias al talento imaginativo de quien diseñó esa estampa de San Barreda, que transparenta mucho más de lo que quizás esa persona se propuso y que resultaría muy extenso desanudar interpretativamente.

Desde este análisis solo tendríamos un asesino serial y cuatro feminicidios agravados por el vínculo. La novedad, en territorios de la icónica y de la discursividad social, reside en la estampita, la imagen santificada del sujeto que comenzó a circular por los medios y en Internet utilizando su foto, añadiéndole una oración que le solicita “protección” contra las mujeres despóticas. Además, surgieron listas y “clubes” dedicados a sacralizar a Barreda (cabría reflexionar si no estamos ante el delito de inducción al feminicidio).

El objetivo es crear una representación mental que naturalice el crimen, teniendo en cuenta que las representaciones se producen y recrean en la interacción social, de allí el interés por difundirlas por los medios e internet.

La novedad que implica este cuádruple feminicidio se asimila al sistema de significaciones  y significados que tienen quienes crearon la estampita acerca de las mujeres; dicho de otro modo, esta novedad feminicida verifica el discurso dominante acerca de las mujeres, particularmente acerca de lo insoportables y violentas que somos. Y de las que es preciso defenderse al precio del homicidio.

Cabe interpolar la idea del goce corporal que puede haber suscitado el conocimiento de este cuádruple crimen en determinados sujetos, la resonancia corporal por identificación masiva con el acto de matar mujeres, quizás anticipando en el deseo de algunos. Pero este resonador personal no sería suficiente para intentar una descripción y explicación en un nivel más abarcativo, como la creación de una representación social que aliente los feminicidios al naturalizar el hecho de matar “porque ellas me maltrataban”. La comunidad instala un valor ajeno al preexistente “no matarás”, sustituyéndolo por “siempre y cuando no se trate de mujeres molestas”.

Tanto el gran número de opiniones a favor y en contra del sujeto, propiciado por los medios de comunicación, así como la circulación de la estampita, instalan un proceso de familiarización con el crimen de mujeres que llega al punto de tornar inteligible lo sucedido “porque ellas lo maltrataban”, según las declaraciones del homicida.

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Foto: Julieta Escardó

¿Habría contraprueba posible? 

La santificación popular del asesino promueve al feminicida al rango de protector de los varones frente a los ataques malévolos de las mujeres. Ante lo extraño e incomprensible (y aun intolerable) del suceso, la comunidad busca adaptar lo ocurrido creando debates alrededor de lo intolerable y organiza respuestas –la estampita es una de ellas– desde el discurso misógino. Eso la transforma en una comunidad peligrosa para las mujeres, a pesar de las legislaciones referidas a sus derechos. 

...

*Fragmento correspondiente a la IV parte del libro Mujeres y Violencias. El texto que se reproduce recorta algunos de los temas expuestos en la conferencia "Feminicidios en Argentina. Aportes y análisis de la sacralización popular de un feminicidio serial: el caso barreda", en el Congreso Género, feminismo, diversidades, en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Costa Rica (20 de junio de 2011) 

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Mujeres y Violencias, Eva Giberti, Ed. Noveduc (www.noveduc.com). Prólogo de Vita Escardó

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