Dossier / Democracia, 40 años
14/11/2023
Democracia, 40 años
Algo más que parlamento
Por Diego Sztulwark
La administración de las “pequeñas muertes” de la democracia, como llama el autor a las crisis profundas vividas por el sistema, puede resultar muy ilustrativa del modo en que las fuerzas políticas y sociales se dan formas de conservación o restauración de un orden frágil puesto momentáneamente en suspenso, y cuya sobrevida debe garantizar algo más que su mera supervivencia si no quiere repetir las condiciones para esos colapsos.
“Las primeras llamadas a la puerta no obtuvieron respuesta directa, como de costumbre” Franz Kafka, El proceso.
1. Democracia de la derrota
La doble derrota del movimiento obrero en el ‘76 y de las Fuerzas Armadas en Malvinas constituye el mapa de coordenadas que explica la génesis de la democracia nacida en 1983. Con este punto de partida, Alejandro Horowicz se refiere a ella como la parlamentarización de la dominación. Veamos. El período 1983/2023 admite ser concebido en dos segmentos, cada uno delimitado a su vez por una crisis: el primero de ellos concluye en 2001 con el derrumbe del bipartidismo (crisis del radicalismo). El segundo podría estar ocurriendo ahora mismo, considerando que el proceso electoral en curso fue conmovido por la irrupción de una fuerza política de extrema derecha que desarticuló la dinámica bicoalicional. Se trata de “pequeñas muertes” de la democracia, en torno a las que se juegan mutaciones que trascienden la politología y plantean cambios en la relación entre pueblo y Estado o entre multitud y política.
Cada una de estas mutaciones ilumina la distancia a la que se sitúa la política con respecto a los problemas impuestos de modo eminente durante el período comenzado en 1976. Los sucesivos desfallecimientos poseen, a pesar de ser tan distintos, una recurrencia en común: la sensación colectiva de frustración con la política convencional, impotente a la hora de afrontar problemas cuyo solo planteamiento apunta a una fuerte transformación (la Argentina de 2023 no logra superar la lógica impuesta en 1976). Pero lo relevante aquí es localizar qué hace el sistema político durante estas “muertes”. Considerando la democracia desde el punto de vista de cómo gestiona sus propias crisis de gobierno (el modo en que evita una crisis de estado) se podrá entender mejor en qué sentido la democracia que rige desde el ‘83 es distinta a las previas.
Collage: Juan del Marmol
Una democracia signada por la desactivación del campo popular -en la que se vote al partido que se vote triunfa siempre el mismo programa político (el programa del Partido de Estado, que actualmente consiste en el pago de deuda externa y fuga al sistema financiero del excedente productivo) y a salvo de la acción militar interviniendo como brazo armado del bloque de clases dominantes como partido de gobierno durante las crisis- abrió camino para un tipo de gestión parlamentaria de la crisis (o estallido) de 2001. En efecto, el campo político de la democracia, según enseña Horowicz, funciona en torno a una categoría de crucial importancia, a la que denomina el “Partido de Gobierno”. El gobierno es el espacio articulador de la política, puesto que en ese espacio de intersección se articula (cuando lo logra) el programa del bloque de clases dominantes (vínculo orgánico entre acumulación y forma estatal) y el programa de gobierno surgido del arco de votantes. El Partido de Gobierno es, durante el tiempo en que lo garantiza, el encargado de operacionalizar la sutura entre ambos programas. Partido de Estado es, entonces, aquel Partido de Gobierno que en una determinada coyuntura adviene capaz de realizar exitosamente el desdoblamiento que permite articular -parlamentariamente- un amplio arco de votantes con relación a requerimientos permanentes del bloque de las clases dominantes.
¿Qué pasa cuando esa labor de intersección fracasa? El bloque de clases dominantes procura evitar por todos los medios a su alcance que la crisis de gobierno se convierta en una crisis del Estado. Durante buena parte del siglo XX el modo de evitarlo corrió por cuenta de la intervención del brazo armado del propio Estado: el Partido Militar. Esto fue así hasta la última dictadura. En lo que va de estos últimos cuarenta años, esa situación varió radicalmente. La parlamentarización de la dominación ocurrida a partir del año ‘83 fue el efecto -entre otras cosas- de la derrota de Malvinas, que Horowicz presenta como derrota de una fallida política independentista del propio partido militar respecto del bloque de clases dominantes. La novedad posterior a 1983 -el juicio a las Juntas Militares de 1985- es, precisamente, que el juego parlamentario basta por sí mismo para administrar las crisis de gobierno. ¿Cómo gestionó el bloque de clases dominantes la crisis de 2001 de modo tal de preservar el programa de Estado y dar lugar a la formación de un nuevo partido de gobierno? Con una resolución desde arriba que combinó represión policial y combinaciones parlamentarias. Se trata del proceso que se extiende desde la asamblea legislativa que nomina a Duhalde como presidente provisional hasta las elecciones legislativas de 2005 en que Néstor Kirchner se consolida como nuevo jefe del Partido de Gobierno. Si el orden político del subperíodo 1983-2001 pudo beneficiarse de los efectos duraderos del terror en la sociedad, esos años fueron también los de la desactivación de la amenaza de golpe militar (que hoy se intenta recomponer a partir de apelaciones como las de la candidata de La Libertad Avanza, Victoria Villarruel). La recomposición del partido de gobierno posterior a 2003, debió enfrentar con cada vez menos margen de maniobra dos exigencias cada vez menos compatibles entre sí. Gobernar se ha convertido -dice Horowicz- en un intento de integrar por medios enteramente políticos las demandas de salario obrero, consumo popular, educación y la vivienda de la base social (arco de votantes) junto al requerimiento del bloque de clases dominantes de una “normalización de las condiciones de reproducción ampliada del capital”. Si 2023 asume el aspecto de una segunda pequeña muerte de la democracia lo es en la medida en que cada vez hay “menos margen” para garantizar la fuga del excedente sin sumergir a masas enteras de la población en la pobreza.
Siguiendo la línea schmittiana, según la cual la excepción es más interesante -enseña más- que la norma, el funcionamiento del poder parlamentarizado se pone en juego precisamente, durante las crisis. La caída continua de presidentes desde la renuncia de De la Rúa el 20 diciembre de 2001 fue resuelta por una mezcla de represión policial, convocatorias eclesiales a la unidad nacional y, sobre todo, un juego de combinaciones parlamentarias que terminaron con la consagración presidencial del senador peronista bonaerense Eduardo Duhalde. La masacre de la Estación Avellaneda, en la que las fuerzas de represión asesinaron a Maximiliano Kosteky y a Darío Santillán aceleraron el llamado a elecciones en las que Néstor Kirchner, ubicado en una segunda posición detrás de Carlos Menem (quien renunció a presentarse en la segunda vuelta) asumió la presidencia con solo el 22% de los votos.
2. La Irrupción
Durante los cortes de luz en buena parte de Caba, el pasado verano de 2022, resultó escrachado el jefe de gobierno en un café del barrio de San Telmo. Mientras el funcionario, entonces pre candidato a presidente de Juntos por el Cambio, tomaba café con conocidos periodistas del grupo Clarín, los vecinos lo interpelaron de modo directo. Todo quedó registrado en una filmación. Uno de esos vecinos le gritó “Aguante Milei”. Lo que importa acá es el grito. Ernesto Laclau explicaba la reinvención del peronismo de comienzos de los años setentas a partir de gestos como estos. La consigna “Perón vuelve” podía ser gritada por personas que no tenían demasiado en común, salvo el hecho de sentirse excluidos por un mismo sistema. Perón, su nombre y los usos de su nombre forman parte de la historia y la tragedia del peronismo. En su libro Perón. Reflejos de una vida, Horacio González reparaba tanto en el uso de lo apócrifo, propio de no pocos documentos del peronismo de la resistencia, como en las toponimias (el joven militar organizó un diccionario de lenguas originaria: Toponimia patagónica de etimología araucana). Este “oficial toponímico”, bien dispuesto a nombrar, demostró generosa tolerancia a ceder su nombre al movimiento que lo encumbró como líder político hacia todo el todo el país. La secuencia desplegada de este problema del nombre peronista es presentada por González en períodos: uno primero “indigenista estatista” en el que Perón es un expedicionario interesado en los procesos de nominación. Uno segundo –“estatista expropiador”- en que su propio nombre se disemina en todo el territorio nacional. Y uno tercero –“expropiador libertario”-, en que “el nombre de Perón en el exilio” será utilizado para “autorizar acciones que él mismo no había indicado”. El carácter problemático de este “uso libre del nombre” derivó la percepción de que no todo uso era adecuado. En algún momento de los años setenta, un Perón disgustado quiso recuperar para sí un uso personal de su propio nombre.
El estrepito de un nombre –“Milei”-, en boca de un humillado que busca humillar en un político a todos los políticos que lo han humillado, hizo de un payasesco panelista de la televisión un temible candidato presidencial. Milei (Mi-ley) fue inventado -o rescatado- dos veces. Primero, por quienes al descubrir que “medía” en la pantalla lo salvaron del anonimato, pretendiendo confinarlo en esa zona de manipulación mediática, en la que las personas pueden ser utilizadas como inventos o experimentos. Y luego por ese grito que le proporcionó carnadura callejera y electoral propia. Milei alcanzó así a ligar su nombre a un fenómeno extraordinario, aunque de consistencia y duración aún desconocidas. Las primeras definiciones lo presentan como un loco, un economista dogmático, el síntoma de la crisis política de una época. Milei es el nombre a través del cual es (o fue, veremos) es posible impugnar a una buena parte del arco político, empresario y comunicacional. Es decir, al arco de quienes contribuyeron a crearlo como figura pública. Es también el nombre que tiene a mano ese círculo de poder para nombrar su dificultad (o facilidad, según como se lo vea) para administrar la realidad. Su éxito consistió en el gesto. Un grito que fue reconocido por otros que querían gritar. Un grito que se ofrecía como identificación para muchos otros. Sin llegar a abrir -esto lo recuerda con rigor Jorge Alemán- un sistema equivalencial de esos que según Laclau constituyen una política populista. Milei no llega a ser un populista de derecha. Su denuncia de la “casta” no constituye una política sino -como dice informalmente Horowicz- el agujero negro en la que se destruye toda política.
La inscripción de Milei en una agenda global de extrema derecha -sobre la que ha advertido hace años Pablo Stefanoni- requiere una observación particular. Porque esa extrema derecha -o nuevos rostros del postfascismo, según Enzo Traverso- no surge meramente de una coyuntura local. Sino de una estrategia global que apunta a entrecruzar desigualdad social y mecanismos técnico comunicacionales de gobierno de las personas. Gabriel Delacoste ha señalado que la extrema derecha es un movimiento de fuerte carácter moral y cognitivo. Los ataques sistemáticos de Milei al Papa Francisco no pueden ser atribuidos solo a su incontenible personalidad. Hay en esos insultos a Francisco una toma de posición más compleja. Alberto Methol Ferré, pensador católico uruguayo que conoció bien al actual Papa, explica el carácter político de la teología del pueblo cultivada en su momento por Jorge Bergoglio. Ambos, Ferré y Bergoglio, recorrieron el periplo político que va de la refutación de la teología de la liberación a la postulación de un catolicismo político como sustitución de los planteos revolucionarios marxistas de las décadas pasadas. En palabras de Ferré, la teología latinoamericana comprende bien el cambio de etapa del fin de la guerra fría. A partir de la caída del Muro de Berlín, el enemigo principal de la iglesia ya no puede ser el ateísmo revolucionario sino el hedonismo neoliberal. Milei es la venganza de los humillados, y ese hedonismo neoliberal.
El principal interés de la estrategia de la llamada extrema derecha consiste menos en la supuesta novedad de su proyecto, y más en su capacidad para arrebatar al mundo de las izquierdas la gestualidad impugnadora del sistema. Es la ultraderecha y no la izquierda radical organizada quien supo escenificar la desesperación. La frustración que conlleva la desigualdad de poder social encuentra expresión en unos discursos que ofrecen una presentación inverosímil del mundo. No se trata sólo de mentiras y manipulaciones. La propia idea de ficción -ideológica- tiene un espesor propio y mayor que la del engaño.
El hecho de que las fuerzas políticas progresistas, incluso en el gobierno, pasen de ofrecerse como articuladoras de demandas democráticas -toda la teoría de la hegemonía del neo-gramscismo populista pasa por acá- a ser ellas mismas las impugnadas, al punto de neutralizar en buena medida la eficacia de la narración estatal-progresista sobre lo popular, y de reducir toda representación de lo público a práctica administrativa ineficaz, nos habla a las claras de cómo opera el descontento colectivo. Las derechas extremas no elaboran su influencia con la materia prima de nuevas demandas (democráticas) prestas a sucesivas rearticulaciones, sino más bien como límite a este modo de pensar lo político. Es este límite lo que motiva el uso de la expresión “derechización” para concebir la canalización del descontento. Por más que se hable de polarización política, la dinámica política se extrema desde un único polo, y ese polo es la extrema derecha.
3. Derecha y derechización
Es imposible pensar el ascenso de las derechas sin hacer una referencia a la incapacidad de la fracción militante más dinámica de la política argentina posterior a 2001 para articular una voluntad de enfrentar con éxito -constituyendo un proyecto histórico popular- el programa de endeudamiento y fuga impuesto por el bloque de clases dominantes a partir del 76. Ese fracaso fue cristalizado en la deuda contraída por el gobierno de Macri con el FMI, pero también por la incapacidad del gobierno de Fernández para torcer el triste destino que ese acuerdo le imponía. Si el peronismo nacía a partir de un movimiento popular que encontraba en Perón un líder para defender sus derechos, al kirchnerismo -única expresión política en condiciones de heredar la gran impugnación callejera del neoliberalismo de 2001- le costó organizar -si es que se propuso tal cosa- las energías desencadenadas durante el estallido de 2001. Esa desestimación política y conceptual le dio al kirchnerismo su ambivalencia constitutiva: por un lado, su proximidad por contigüidad con el estallido, que lo convirtió en blanco de los ataques del bloque de clases dominantes, y junto a ello su renuncia a constituirse plenamente sobre aquella experiencia, privándose de la única fuerza con la cual hubiera podido contar para eludir el desarme al que fue constantemente sometido.
El resultado de las PASO 2023 arrojó los primeros dos puestos para candidatos de ultra derecha. Semejante giro no parece explicarse exactamente por un término como derechización. Para zafar de esta redundancia, que supone una renuncia a indagar por la verdad del descontento generalizado durante un gobierno que se autodenomina progresista o popular (tal y como ocurrió ya en 2015), es preciso escoger un camino distinto, que desbloquee la imposibilidad de intervenir sobre esa captura. La palabra “desafección”, insípida categoría de una ciencia política puramente descriptiva, introduce sin embargo un matiz sugerente ahí donde la posición de variados analistas políticos solo observa derechización. Mucho menos interesante que la deserción, acción que retira la tierra misma sobre la que se vive, la desafección se limita a substraer el afecto sin decirnos nada acerca de lo que ocurre con él. Nociones como "derechización", "antipolítica" y "fascismo", en cambio, corren el riesgo de un uso autocomplaciente y perezoso. Sólo iluminan la escena cuando son empleadas con sutileza micropolítica, como alumbradoras de una escena en la que se manifiesta un extendido fenómeno de desesperación y decepción. El énfasis puesto en la "derechización" naturaliza la operación según la cual el rechazo de la desigualdad de poder social solo puede provenir de -y dar lugar a- subjetividades reactivas, y condena a la actividad política de conjunto a una disyuntiva resignada entre adaptarse (derechizarse) o marginarse. Lo que se excluye en esta disyuntiva es la alternativa de prestar otra clase de atención a la naturaleza misma del "descontento", y forzar escenarios en los cuales este descontento se exprese en procesos democrático-radicales. Dos renuncias en una, entonces: incapacidad de interferir en la constitución derechista de los sujetos y declaración respecto de la imposibilidad de dar curso a procesos de tipo socialistas-democráticos.
Esta doble renuncia a la política se evidencia paradójicamente en los profesionales de la política. Franco Bifo Berardi ha puesto la lupa en esta cuestión al plantear que es la política como voluntad conciente de organización de la complejidad lo que ha caído en la mayor de las impotencias. A su juicio, es la sensibilidad más que la voluntad lo que da la clave para una nueva escucha y, por tanto, para nuevas formas de constituir enlaces colectivos. Bifo llama “deserción” al pasaje de la primacía de una a otra facultad. La extrema derecha es, en esta clave, la respuesta aireada al fracaso de la política progresista basada en la idea de una Voluntad que Ordena. Una Voluntad que no solo no ordena sino que contribuye a la caotización y la colapso. Su hipótesis de una deserción es difícil de concebir y de aceptar, aunque también difícil de descartar. Es cierto que es casi imposible imaginar la sociedad sin la compulsión al trabajo, la reproducción y la política. Pero igualmente cierto es que los modos de concebir estas actividades están atravesados por un “preferiría no hacerlo” (como dice la novela Bartleby, el escribiente, de Melville). Esta retirada -acentuada durante la pandemia- no hace sino consolidar la falta de creencias en que la política y la democracia sean la arena privilegiada en la que se puede transformar las estructuras que provocan el descontento y disputar los términos en que se expresan.
4. Entre elecciones.
Durante el reciente proceso electoral argentino de 2023 hemos visto emerger señales que podrían indicar una mutación profunda del escenario político y que vuelven a poner a pureba al modo parlamentario de resolución de crisis de gobierno. El desafío de las fuerzas políticas con expresión parlamentaria es doble: por un lado, están llamadas administrar una crisis que afecta el funcionamiento político del Estado (expresada en lo económico por un proceso inflacionario que desgasta ingresos populares; en lo electoral por la emergencia de fuerzas que interpelan la desesperación colectiva a partir de discursos negacionistas, y en lo institucional por diagnósticos como el realizado hace un año por la propia vicepresidenta, quien propuso la imagen de un “Estado paralelo” y un poder judicial secuestrado por mafias”). Y por otro, a desplegar el ejercicio de la soberanía política en función en un política exterior capaz de lograr niveles de integración en el marco de las contradicciones de un capitalismo global cuya hegemonía se encuentra en transición -desplazada de occidente hacia oriente- y en el cual se multiplican las guerras (en Europa y Medio Oriente). A cuarenta años de democracia, parece corroborarse que las prácticas parlamentarias son aptas para sortear su crisis recurrente. Queda por averiguar qué posibilidades efectivas tiene la formación de un nuevo programa de gobierno de incluir mejorar significativas de salarios e ingresos, la gran tarea pendiente.
Diego Sztulwark
Es coordinador de grupos de estudio de pensamiento político y filosófico. Escribe regularmente para el blog Lobo Suelto, es coautor de Vida de Perro. Balance de un país interesó del 55 a Macri, junto con Horacio Verbitsky y autor de La ofensiva sensible. Populismo, neoliberalismo y reverso de lo político y forma parte del equipo editor de Tinta Limón Ediciones. Fue miembro del Colectivo Situaciones y de la Editorial Tinta Limón. Es columnista en Radio de las Madres de Plaza de Mayo y en El cohete a la luna y coeditor de la obra de León Rozitchner en editorial la Biblioteca Nacional.
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