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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

11/11/2015

Los años de Alfonsín, en Chacabuco

El 83 visto con ojos de niño

Estas son las memorias del adulto que era pequeño por aquellos años, en una pequeña ciudad bonaerense. Líneas escritas casi por necesidad o mandato: “Tenemos como un deber de nuestra generación pensar y repensar los 80, trabajar sobre las marcas que dejó esa democracia infante. Allí está el magma de lo que somos, como generación y como democracia”.

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Foto: Gentileza Télam

Los autos marchan lentos por las calles centrales de la ciudad. Algunos exhiben banderas celestes y blancas, otros agitan las rojas y blancas. En la plaza central, alrededor del monumento en el que se erige gobernante don José de San Martín, hombres y mujeres con boinas blancas se emborrachan con la alegría colectiva. Saltan y bailan, gritan orgullosos sus consignas.

El Dodge 1500 desliza su amarillo pálido. Desde el interior, los cuatro integrantes de la familia observan, aislados, el paisaje humano. El aluvión de votos no es de la lista dos, sino de la tres. El tío Domingo queda fuera del Senado provincial. El padre, lejos de la banca en el Concejo Deliberante. El Viejo Gómez Revestido no vuelve a la intendencia. Hasta el momento entran sólo siete concejales del PJ. De dieciocho. Así que no hay excitación en esos ojos, pero tampoco desazón. Hay, en todo caso, una esperanza distante ante la alegre convicción de aquellos otros.

El niño mira los autos, sueña con esa calcomanía circular y perfecta, a rayas horizontales celestes y blancas, con las letras RA impresas con contundencia en el centro. Sueña con esas calcomanías, que lucen nuevas y plenas de vitalidad en aquellos otros autos. Sueña con hacer propia esa calcomanía, la ve –o la quiere ver- pegada en el vidrio trasero del Dodge que, sin embargo, se muestra vacío de consignas.

El auto se desvía hacia las avenidas laterales, y el eco de los festejos comienza a diluirse. Su madre celebra cuando escucha por la radio que Augusto Conte será diputado nacional por la Democracia Cristiana. Observan a algunos grupos que caminan con sus boinas blancas, en un regreso exhausto pero victorioso.

Su padre acelera el Dodge. Y exclama: ¡Viva Perón, carajo!

El grito queda encerrado por las ventanillas.

En esas palabras no hay resentimiento ni vergüenza.

No hay rencor ni odio.

Es un grito que libera lo antes prohibido.

Es un grito que busca iniciar una nueva etapa.

 

La niña que tenía a su líder (moderno)

Cada recreo es una oportunidad para cruzarse con los otros, para jugar, para mirarse, para hablar, para discutir. Se forman largas filas para recibir la merienda. Con el vasito, juega una, otra vez, plegándolo y desplegándolo, sintiendo cómo los distintos aros de plástico encajan entre sí. Al costado de la fila está Helena, la hija del dentista. En su cumpleaños, él había quedado asombrado por esa casa de dos plantas, por el televisor en colores, por la Coca Cola que se servía en forma generosa. Sin embargo, no es eso lo que lo seduce de Helena. Tampoco sus ojos verdes, su cabello castaño oscuro, ni su sonrisa amplia, convocante, transparente.

Tal vez sí.

El niño mira los autos, sueña con esa calcomanía, a rayas horizontales celestes y blancas, con las letras RA impresas con contundencia en el centro. Sueña con esas calcomanías, que lucen nuevas y plenas de vitalidad en aquellos otros autos. Sueña con hacer propia esa calcomanía, la ve –o la quiere ver- pegada en el vidrio trasero del Dodge que, sin embargo, se muestra vacío de consignas.

Tal vez es el conjunto de todo eso, pero en realidad le atrae esa sumatoria junto a su modo de hablar, el desparpajo con el que brotan ciertos nombres, su ironía temprana, zumbona, punzante.

Con su abuelo, con su tío y su padre candidatos en las elecciones del Partido Justicialista, él no puede ocultar la filiación familiar. Ella, con su padre militante del radicalismo, tampoco. No duda en achacarle la modernidad que promete el alfonsinismo, la estética de sus actos, la potencia transformadora de su iconografía. Ella tiene su líder: moderno, contundente, de oratoria brillante, encendida, con argumentos que suenan precisos, con ideas que se ofrecen novedosas. Él, en cambio, cree tener un regalo viejo, una cáscara vetusta y rancia.

Ninguno de los dos, en realidad, conoce demasiado a los postulantes, simplemente intuyen algo, pero sin comprender los verdaderos alcances que pueden tener esos personajes. Él intenta una defensa, aclara que su madre no, que su madre va a votar por la Democracia Cristiana, que quiere que gane Augusto Conte como diputado nacional en Capital, porque es un militante de los derechos humanos. Pero ella es la dueña de la chapita que se queda con todas las demás, de la bolita de acero que se brinda reluciente a los sentimientos de la nueva época.

(La patria tal vez es la infancia. Pero cualquier niño no deja de ser un extranjero, alguien que mira con asombro todo lo que se presenta ante sus ojos.)

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La política en el café

El peso de la deuda. Las extorsiones del Fondo Monetario Internacional. La reprogramación de los pagos. La ilegitimidad. La estatización del endeudamiento privado. Los acuerdos con los organismos multilaterales de crédito. Esos temas atrapan minutos y minutos de las charlas en el bar de la plaza, que nuestro pequeño personaje escucha con atención discreta mientras saborea un submarino, mientras juega con una cuchara a aplastar el chocolate contra las paredes internas del vaso aprovechando la alta temperatura de la leche, mientras lee en el diario las formaciones de los equipos para los partidos del domingo.

-Están locos, están jugando con fuego. Tienen que arreglar, para poder financiarse. Sin endeudamiento externo, el gobierno se manca en seis meses –irrumpe el ingeniero Berti.

-Son demasiado concesivos, hay que patear la mesa y nacionalizar todos los servicios financieros –propone el Cholo, mientras pasa la lengua por su bigote para quitarse la espuma del cortado.

-En ningún lugar van a encontrar un prestamista con tasas de interés más bajas que el FMI –insiste el ingeniero.

-Hay que hacer un frente común con los No Alineados y negarse a todo tipo de extorsión –se impone el Cholo.

-Hermoso lo que decís, pero no queda otra que financiarse con la guita de los yanquis para poder hacer todas las obras de infraestructura que hacen falta para poner a este puto país de una buena vez en marcha –se reitera Berti, golpeando el puño contra la mesa y haciendo caer una cucharita al piso.

-Podemos acordar con la Unión Soviética –responde el Cholo, no sin cierta picardía.

El padre levanta la voz -como pocas veces- y explica su punto de vista:

-Grinspun le explicó al FMI con claridad que la Argentina dejó de pagar los intereses porque los milicos dejaron las arcas del Banco Central prácticamente vacías. En los próximos meses deberíamos pagar entre los vencimientos de capital más los intereses y los atrasos de pagos cerca de veinte mil millones de dólares. ¿Entienden? ¿Saben cuánto dejaron los milicos de reserva? Entre ciento dos y ciento cuarenta millones de dólares. No ciento dos mil millones. Ciento dos millones. A secas. Y la deuda es de alrededor de cuarenta y cinco mil millones de dólares. Es decir, una diferencia, en el cálculo optimista, de cuarenta y cuatro mil ochocientos sesenta millones de pesos. Es una cuenta sencilla. Entonces, Grinspun dijo que se va a analizar cuál es la deuda real y mientras tanto pedirá una refinanciación. No hay muchas vueltas.

La discusión se caldea y, desde la otra punta de la mesa, el tío Domingo señala que el camino del endeudamiento externo termina siempre provocando un estrangulamiento de las economías periféricas, porque cuando los países centrales implementan sus ciclos de crisis y se repliegan dejan de comprar nuestros productos y exigen que les permitamos colocar los stock sobrantes y nos aprietan con el pago de los intereses y de los servicios financieros. Para sintetizar, y en términos académicos, dice el tío Domingo, nos dejan con el culo al aire. Entonces, hay que pensar en medidas endógenas, en vivir con lo nuestro, cortando de cuajo la dependencia a la que estamos sometidos.

Nuestro personaje contempla la escena con cercanía distante, terminando los últimos restos sólidos que quedan del chocolate, aunque no se anima a beber aún el submarino ante la posibilidad de quemarse la lengua. Piensa en esos cuarenta y cinco mil millones de dólares que su padre mencionó en la discusión. Los piensa sobre la mesa, en la confitería, en toda la plaza. ¿Cuál sería la dimensión física de ese dinero?

¿Cuántas mesas de ese bar ocuparían?

¿Cuántas medialunas se podrían comprar con esa plata?

¿Cómo podría pagarse esa deuda?

 

Sábado de cloacas nuevas

Las mañanas de los sábados son para el barrio, aún sin nombre, ni otras señas de identidad, ni límites precisos. A diez cuadras de la plaza central, aún no tiene pavimento, ni cloacas, ni sala de primeros auxilios, ni una cabina de teléfonos públicos, ni tan siquiera arbolado.

El barrio es todo futuro.

El intendente radical tiene empuje, ideas y buena llegada a las autoridades nacionales. Ha dividido a la periferia de la ciudad en doce zonas, en cada una de ellas debe crearse una sociedad de fomento. Comienzan a juntarse en el patio de una casa abandonada, cortan el pasto, arreglan los alambres que hacen las veces de medianera... Terminan eligiendo la denominación de Los Tilos.

El intendente radical tiene empuje, ideas y buena llegada a las autoridades nacionales. Ha dividido a la periferia de la ciudad en doce zonas, en cada una de ellas debe crearse una sociedad de fomento. Comienzan a juntarse en el patio de una casa abandonada, cortan el pasto, arreglan los alambres que hacen las veces de medianera, tienen la promesa de que el terreno va a quedar en manos de la futura asociación. Son cerca de cincuenta vecinas y vecinos los que se acercan con sus sillas a las diez de la mañana. El grupo está liderado por Fermín, don Fermín, un veterano caudillo radical de bigotes tupidos y cabellos blancos. Se impone por su presencia física, por su vozarrón, por su capacidad de organizar y distribuir tareas.

Antes de iniciar cualquier gestión en la municipalidad, deben darse un nombre, votar una comisión fundadora, aprobar un estatuto. Fermín promete hacerse cargo de las gestiones que hagan falta en la Municipalidad. Su padre debe resolver todas las cuestiones legales. La elección del nombre para el barrio es más debatida que la conformación de la primera comisión de la sociedad de fomento. Don Fermín insiste con darle el nombre de Hipólito Yrigoyen. O de Crisólogo Larralde. O de Leandro N. Alem. Algunos contraponen a Eva Perón. Otro habla de Manuel J. Fresco. Terminan eligiendo la denominación de Los Tilos, por los árboles que seleccionaron para plantar en el barrio.

 

La comunidad organizada

En ese marzo de 1985 no hay viaje familiar a Buenos Aires para la gran compra de útiles escolares para todo el año. O, mejor, sí lo hay, pero en camión, y sólo viajan don Fermín, Beto Gianelli y su padre. Desde la sociedad de fomento organizaron una compra comunitaria y todos los vecinos del barrio sumaron sus pedidos de librería, verdulería y almacén.

Y ahí sale, de madrugada, el Mercedes Benz 1114 azulado de Beto Gianelli rumbo al Mercado de Liniers primero y la librería mayorista después. Toda la tarde imaginando con Facundo, Martín y el Goli las grandes cajas de útiles, las fibras, los cuadernos, lo que en Chacabuco no se consigue.

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Al atardecer, grandes y chicos esperan en el terreno de la sociedad de fomento, compartiendo el mate, unos bizcochitos de grasa, una pastafrola. El camión que llega a los bocinazos, todos se abalanzan, don Fermín, Beto, su padre, tres grandes héroes, como Indiana Jones, Hank Solo, Superman, Phileas Fogg o Aramis. Bajan entre aplausos, los rodean, abren las puertas traseras, tres o cuatro vecinos se suben y ayudan a descargar las bolsas de papas, cebollas, zanahorias y batatas a granel, las cajas de tomate, lechuga, naranjas y manzanas, los paquetes con lápices y lapiceras, las cajas de resmas de hojas, los atados de cigarrillos. Pasan de mano en mano, cada cosa es festejada con gritos y aplausos, ubican los paquetes en el pasto, los abren y empiezan a distribuirlo.

Su madre coteja los papelitos con los pedidos originales y se hace cargo de la entrega. Las vecinas prometen compartirse las delicias que harán con todos los alimentos que compraron, se pasan recetas, ¿vos cómo haces el pastel de papas?, esos duraznitos están lindos para hacer dulce, ¿le ponés mucha pimienta al escabeche?, son de muy buena calidad esas resmas, ¿cuánto de azúcar lleva el dulce de higos?, ¿lleva cal?, ¡qué pinta tienen esas calabazas!, ¿a quién le faltan lápices negros? Porque acá sobraron diez en una caja.

Las máquinas, las máquinas enormes, pueblan el barrio.

Elefantes amarillos de más de seis metros de altura, con sus grandes trompas de metal, que remueven la tierra, que la elevan al cielo, que la depositan en el centro de la calle y forman una gran montaña. Ya no hay más zanjas que se puedan atravesar con un salto exigido. Ahora hay grandes canales, que empiezan a ser entubados por caños de cemento. Pronto el barrio tendrá cloacas. Don Fermín se pasea orgulloso por la obra, recibe los saludos de los vecinos. Contemplan las máquinas, los caños, las miradas asombradas ante el ritmo avasallante de los nuevos y buenos tiempos.

Con Martín, Facundo y el Pichi escalan las montañas, observan los techos bajos de chapa, los tapialitos amarillos. El barrio, entero, en sus ojos. La excursión por dentro de la cañería, un viaje al centro del mundo, meterse por ahí y salir en China o en la Unión Soviética, todo se vuelve oscuro, el peligro de que se produzca un aluvión, una avalancha, que alguien abra el grifo y el agua todo lo inunde, y los aplaste, los arrastre, los ahogue. Corren, corren, corren dentro del cilindro de cemento, la luz tenue al final del túnel, la aceleración, el ruido del agua, que no puede ser posible, pero que los oídos no consiguen parar de imaginar. Correr, salir, los brazos en alto en señal de triunfo, los cuatro se abrazan, la victoria del barrio en ellos.

La infancia es tiempo presente. Todo está por conocerse, por experimentarse. Es puro futuro, pero de corto plazo. Sin planificación. Es ansiedad. Es avidez.

Elefantes amarillos de más de seis metros de altura, con sus grandes trompas de metal, que remueven la tierra, que la elevan al cielo, que la depositan en el centro de la calle y forman una gran montaña. Ya no hay más zanjas que se puedan atravesar con un salto exigido. Ahora hay grandes canales, que empiezan a ser entubados por caños de cemento. Pronto el barrio tendrá cloacas. 

Don Antonio, el Renovador

La cabellera entrecana, peinada hacia atrás. El traje gris oscuro, la camisa blanca, la corbata azul, la postura impecable. La voz cascada y socarrona, la sonrisa ancha, el andar seguro. Ingresa por el pasillo de la Casa Justicialista, regalando besos para las mujeres, manos firmes y cordiales para los hombres. La gente celebra su paso, lo aplauden, acarician la tela suave de su saco. Se acerca hacia nuestro hombrecito, la mano derecha que acaricia su cabeza y le pregunta: ¿Cómo se llama, joven compañero? Piensa miles de cosas, pero no puede decir ninguna palabra, ninguna, ni su propio nombre. Se sonroja. El candidato lo mira con cariño y le palmea la espalda.

-Es mi sobrino –aclara el tío Domingo.

La unidad básica desborda, cortan la calle, ponen una tarima sobre la vereda. Es el verdadero heredero del General, el ministro más joven de Perón, el hombre que prestigia nuestra lista de diputados nacionales, el hombre que vino a renovar el justicialismo, Antonio Cafiero, el próximo gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1987, afirma el locutor.

El hombre de la sonrisa sube al escenario, acompañado por Gómez Revestido, el tío Domingo y un par de personas más. Su voz se vuelve potente y llena la plaza del correo con sus palabras, mientras guiña el ojo a un grupo de mujeres que lo mira desde la primera fila. El discurso suena contundente, lleno de ideas nuevas, con buenas dosis de humor. Habla de la renovación, de dejar atrás las viejas prácticas autoritarias. Como renovadores, dice, no convocamos solamente a participar de la “revolución de las formas” como quieren hacer los radicales, porque nosotros estamos convencidos de que los peronistas tenemos la obligación de devolver el protagonismo a todos los trabajadores, formen parte o no de los sindicatos, a los empresarios comprometidos con la producción, a las mujeres, a los profesionales, a los intelectuales y a los jóvenes que no quieren que mueran sus sueños de vivir en una sociedad mejor. Todos deben recuperar el protagonismo perdido. Pero sólo el peronismo puede diseñar una política nacional, popular, democrática y transformadora. Nacional. Popular. Democrática. Transformadora.

Desde abajo del escenario, él mira feliz y esperanzado. Quiere estar en la escuela, hablar con Helena, decirle que lo vio, que es el mejor, mejor que el presidente, con más ideas, con más empuje, con más simpatía. Se toca la cabeza, allí donde estuvo esa mano que, entiende, en unos pocos años tomará el bastón presidencial. Sueña con esa calcomanía circular y perfecta, a rayas horizontales celestes y blancas, ahora con las AC impresas con contundencia en el centro.

 

Flash-back: Tucumán de los ‘70

Ese domingo, su madre preparó peceto al horno con papa y luego duraznos con crema chantilly que lleva el abuelo, el único invitado. El abuelo siempre cae con una lata de duraznos y un potecito de crema.

El almuerzo transcurre con cierta tranquilidad, el abuelo les pregunta a Mateo y a él por la escuela, Roberto cuenta que quieren irse a Mar del Plata en el verano, posiblemente en diciembre, y el abuelo recuerda cuando iban a comer pulpo a El Globo, cada vez que visitaba a su hijo a Buenos Aires mientras estudiaba abogacía.

Roberto alquiló un VHS y convence a su padre de que se quede a ver la película. Con seguridad, es la primera vez que el abuelo ve un VHS (¿fue la única?). El filme se llama El rigor del destino,  se había estrenado el año anterior. Roberto le explica a su padre que está dirigida por Gerardo Vallejo, quien había acompañado a Octavio Getino y Pino Solanas en las entrevistas a Perón en Puerta de Hierro.

El 83 visto con ojos de niño - Revista Haroldo
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Las primeras imágenes muestran a la Tucumán de los años 70. Un joven intenta escapar del pueblo en auto y unos señores maltratan a una persona discapacitada y lo tiran de su silla de ruedas y el abogado frena en su fuga y trata de consolarlo.

Es la primera vez que ve llorar a su abuelo. Los grandes ojos celestes: brillan acuosos. Ese hombre corpulento y de postura tan rígida, con lágrimas que intenta disimular pero que no puede contener, que se acerca y abraza a su hijo, también con algunas lágrimas en los ojos. Ese abuelo que piensa que su hijo pudo haber sido ese abogado interpretado en la película por Víctor Laplace, ese abogado desaparecido, y él pudo haber sido Carlos Carella, con un nieto que regresa del exilio y al que debe contarle la historia reciente. Pero el abuelo se va de la casa en silencio, con el tuppercito vacío entre sus manos, con su boina con visera a cuadros.

Esa noche no puede dormir. (Ni la siguiente. Ni las posteriores, por casi un año consecutivo). Sueña, piensa, recuerda esos señores malos, que frenan en la noche frente a su casa y saltan el portón de rejas y bajan la puerta a patadas con sus borceguíes negros y golpean a sus padres y llegan a su habitación. Se esconde debajo de la cama, intenta no respirar ni generar ningún tipo de ruidos, pero ellos levantan la cama y se lo llevan. Se esconde debajo de las sábanas, se hace un bollo junto a la almohada, pero las pesadillas lo atormentan y tiene ganas de levantarse y meterse en la cama de Mateo, o ir a la habitación de sus padres, pero ya es grande y debe enfrentar sus propios miedos solo y no quiere, no puede contarle a nadie aquello que lo aterroriza, porque el mero hecho de enunciar el horror vuelve a atemorizarlo.

 

Cinco años después

Tal vez es posible la superposición de tiempos y espacios y no estoy acá, en este departamento tan metropolitano, sino sobre una bicicleta azul, andando por calles ora polvorientas, ora asfaltadas, de una ciudad de provincia, y esa bicicleta se acelera en el barrito y luego se frena y el pedalista se baja.

Estamos en abril de 1988 y ese ciclista -que no soy yo, sino un recuerdo distorsionado y edulcorado por mi memoria- sólo tiene once años recién cumplidos y habla con los vecinos y tiene por primera vez una convicción militante y no duda en explicarles a esas personas que lo cuadriplican o quintuplican en edad por qué tienen que votar a ese hombre de rostro juvenil y cabellera frondosa y encanecida y peinada hacia atrás con spray. Las palabras propagandísticas no son más que migas que caen de la mesa de sus padres, como diría su abuela, y tiene una fe rotunda y candorosa en ese hombre (mucho mayor que la de sus padres) al que, una vez más, se le va a escapar la posibilidad de ser presidente de los, en ese momento, treinta millones de argentinos.

“Tenemos casi como un deber de nuestra generación pensar y repensar los ochenta, analizar qué pasó en esos años, trabajar sobre las marcas que dejó esa democracia infante”, me dijo el Tero ayer a la noche, mientras me pedía que le preparara un nuevo Campari, pero esta vez con agua tónica.

Consideré que la decoración de la cascarita de lima se tornaba banal, superflua, a esas horas de la noche. Paulita se ofreció a levantar los platos y vasos que quedaban sobre la mesa. “Hacele vos el trago, que yo te ordeno un poco”, propuso. Tiré la caja de jugo de naranjas vacía y saqué la tónica de la heladera. Casi no quedaba hielo, pero vi una cubetera debajo de una bandeja con calamares. “Va a salir con un poco de olor a mariscos el trago”, pensé, pero estimé que en un fin de fiesta como ese no había lugar para las sutilezas ni los reproches. Golpeé la cubetera contra la mesada: algunos hielos se cayeron a la pileta de la cocina y se perdieron entre la salsa barbacoa que quedó adherida a algunos platos.

“Estaban muy ricas las costillitas de cerdo”, comentó Paula y me preguntó cómo había hecho la salsa. La receta es tan larga y tiene tantos pasos que preferí alcanzarle el libro que me sirvió como guía. Tomé uno de los pocos vasos de trago largo que no se usaron, serví una cuarta parte de Campari, agregué el agua tónica y tres hielos. Busqué la cuchara larga que me había robado en el Down Town Matías de la esquina de Reconquista y Viamonte y revolví el trago. Antes de llevarlo, me detuve, y le agregué un gajo de lima en el borde del vaso.

El Tero tenía entre las manos mi ejemplar autografiado de las memorias de Raúl Alfonsín.

-No entiendo por qué tanto empeño, ¿qué esperas encontrar ahí? –le pregunté.

-Está el magma de lo que somos, como generación y como democracia.

-Ah, bueno, un poco pomposo lo tuyo.

La ansiedad, la ansiedad, me levanté y volví a la cocina. Paulita se empeñaba en la pila de platos sucios. “Termino de lavar y te prometo que me lo llevo al Tero”, me dijo. Sí, quería que se fueran, necesitaba que se fueran, me dolía la cabeza, el vino blanco me pedía que comiera algo, que ingiriera algo que me aplacase el ardor que sentía en todo mi sistema digestivo. Acomodé los vasos que estaban secos. Agarré los platitos con maníes y queso que habían sobrado de la picada. Volví al living.

-¿Querés? – le dije al Tero.

No respondió, pero extendió su brazo. Siguió atento a la lectura del libro.

-¿Qué tal está el trago?, le pregunté.

-Bien, muy bien, aunque deja en el paladar algunas finas notas de calamares congelados.

Me serví un whisky y le agregué algunos hielos un poco derretidos que nadaban en una compotera. Se produjo un silencio. De unos quince segundos. El Tero dejó el libro sobre la mesa. Se levantó y buscó entre los DVD. Puso el documental sobre una gira de Pearl Jam por Italia en 2006.

-Pensé que ibas a elegir el recital de Charly García en el Luna Park en 1983 –le dije.

-Hubiera sido demasiado obvio.

-La política es el arte de la insistencia, de la obviedad. Hay que repetir miles de veces las consignas para que se vuelvan populares.

Nuevo silencio. Más extenso. Veintisiete segundos. Eddie Vedder cantaba Corduroy en el Arena de Milán. El Tero apuró el trago de Campari. Volvió a abrir las memorias de Alfonsín. Buscó entre las páginas.

-Dale, déjate de joder, tenés que escribir algo sobre los ochenta -insistió.

-¿Por qué lo tengo que escribir yo?

-Porque en la distribución de trabajo que hicimos en la secundaria a vos te tocó ser escritor. Y tené en cuenta que tuvimos la cortesía de tomarlo como un trabajo.

-Vos ibas a ser abogado y no tocaste jamás un expediente.

-Estás confundido: estoy todo el día firmando expedientes en la Subsecretaría, ya tengo la firma totalmente deforme. Te insisto. Hicimos la primaria durante el alfonsinismo. Somos los niños que aprendimos las nociones de patria, de nación, en una democracia que nacía y crecía con nosotros.

Paulita volvió de la cocina. Tomó su pulóver del perchero y le tiró el saco al Tero. “Dale, vamos, es tarde”, ordenó. El Tero apuró el Campari que le queda en el vaso. Le costaba ponerse el saco y en uno de los giros hizo caer el libro de Alfonsín al piso.

-¿Tanta insistencia y le terminás soltando la mano así al pobre Raúl? –le dije y guardé el libro en la biblioteca.

-Hacé lo que quieras –me respondió el Tero.

Paulita se terminó de poner su campera, tapó la botella de Campari y la de whisky y las acomodó en el armario. Pensé en que todavía quedaban algunas cosas por ordenar, en que tenía que barrer, en que quería dormir. Abrí la puerta y bajamos en el ascensor callados.

-Este pibe puede que sea un boludo, no tenemos que descartar esa hipótesis –explicó señalando al Tero. Pero en algo tiene razón: tenés que escribir, tenés que volver a escribir.

Los vi que caminaban abrazados rumbo a la avenida Corrientes, en busca de alguno de los taxis que atravesaban lentos la espesa niebla del amanecer, y me dije que sí, que sí, que tenía que intentar escribir algo sobre nuestra infancia en los años ochenta.

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