03/06/2020
Coloquio Internacional “La memoria en la encrucijada del presente”
Los ritmos de la memoria
Por Francine Masiello
Fotos M.A.F.I.A
La docente e investigadora de la Universidad de Berkeley (EEUU) reflexiona sobre las poéticas de la memoria y los modos en que la memoria afectiva crea puentes entre el recuerdo individual y la acción colectiva. Con foco en los movimientos de mujeres y en el Ni Una Menos, Masiello señala a la marea como figura decisiva para enunciar la agenda feminista, despertando a la multitud y arrastrando en su corriente una reinterpretación de la historia de las mujeres. Una ola que es ritmo, repetición y movimiento, que trae voces disidentes del pasado como una abrumadora marea en el presente. Un basta colectivo y los cuerpos en lucha como agentes de cambio.
Quisiera comenzar con una anécdota que llevo conmigo desde hace más de cuarenta años. Cuando participaba activamente en un Comité de Derechos Humanos recopilando los nombres de los detenidos y desaparecidos, me cautivó una historia que trajo a colación el poder de perduración de la memoria. Se trataba de una periodista brasileña que había sido torturada en un centro de detención en Río de Janeiro. En la mesa de tortura, agredida por aguijones eléctricos, irreparablemente lastimada, la mujer encontró un alivio circunstancial cuando por la puerta de su celda apareció un segundo agente de seguridad. El sádico tratamiento se detuvo al instante, dándole a la mujer un breve respiro. Entonces el segundo hombre le preguntó al torturador si él y su esposa estarían disponibles para cenar ese fin de semana. “Tengo que verificar con mi esposa. Llámame a casa para confirmar”, respondió. Aquí hubo un giro en la historia. El torturador dio su número telefónico en voz alta al otro hombre y la prisionera volvió en sí; memorizó el número que había escuchado y lo guardó en su mente por más de una década. Tiempo después la mujer fue liberada, vivió los años de la dictadura en el extranjero y cuando la democracia fue restaurada en Brasil, regresó a Río de Janeiro. Pero a su regreso trajo consigo una misión: tan pronto llegó a Río, tras muchos años en el exilio, comenzó a revisar las guías telefónicas de la ciudad para hallar el número en cuestión. Cuando lo localizó, junto al nombre y la dirección correspondientes, enseguida llamó a sus colegas periodistas para reunirse delante de la casa del ex-torturador. Un escrache avant la lettre. El torturador fue expuesto y debió enfrentarse a la justicia, tal como merecía. Su número telefónico había servido como elemento a través del cual la mujer pudo fijar esa experiencia en su memoria; una imagen recurrente y estable para recordar al perpetrador. Utilizado como un recitativo personal, los dígitos cobraron el poder de un retorno cíclico, casi como un embrujo. Finalmente la mujer logró encontrar (actuando en conjunto con otras personas) al perpetrador, se abrió un camino hacia la justicia a través de un número y un nombre.
Aquí quiero enfocarme en la poética de la memoria, los modos en que la escena recordada puede crear puentes entre el recuerdo individual y la posible acción colectiva. Estoy en busca de una memoria afectiva que deje una impresión sensorial, creando algo así como un ritmo de imágenes y sentimientos que presionan contra el cuerpo. El abordaje más tradicional ha enfatizado la relación entre el trauma y la repetición. Pero a mí me interesa pensar en el recitativo y la repetición como modalidad para evocar la necesidad de justicia.
Permítanme comenzar con la que considero ha sido la movilización masiva más sobrecogedora en los últimos tiempos, el movimiento feminista Ni Una Menos (NUM). Este movimiento de base, que tuvo su primera asamblea pública en junio del 2015 y cuyo mensaje se expandió desde la Argentina a todos los países de América y Europa, reconoce la importancia de la memoria para hablar de las violencias sobre los cuerpos de las mujeres. A su vez, evoca la labor de movimientos feministas anteriores para así forjar líneas de continuidad entre los reclamos y reivindicaciones pasados y presentes. Recientemente, Nelly Richard se ha referido a las “irrupciones de la memoria” en la escena social; pero en el caso que estoy elaborando, veo un lienzo sobre el cual no sólo se inscriben manchas arbitrarias de memoria, sino que de hecho hay un hilo rojo de memorias que atraviesa la tela completa. Con razón entonces NUM ha regresado a un tropo particular tomado de las italianas de Non una di meno (quienes a su vez lo tomaron prestado de voces angloamericanas): me refiero a la marea, al movimiento y al oleaje, el tsunami de la asamblea masiva que es a la vez orgásmica y poética, movimiento de flujo y reflujo que depende de la repetición y la rememoración. La marea es la figura decisiva para enunciar la agenda feminista, despertando a la multitud y arrastrando en su corriente una reinterpretación de la historia de la mujer.
Esta marea, en su especificidad argentina, se ancla en lo que denomino el trabajo sensorial, o lo que he llamado en otra ocasión el sense work, una recuperación de la centralidad del cuerpo que siente y percibe movimientos políticos y poéticos. Este es un cuerpo localizado en el presente pero marcado con la memoria encarnizada del pasado; una memoria sónica y háptica, un recordar de texturas y formas, de las presiones sobre la piel, un sentido de placer o de violencia. Es esta la experiencia que permite “sentir la historia en los huesos”. Aquí quisiera seguir el ejemplo de Merleau Ponty, quien sostenía que el contacto del cuerpo con el mundo era un paso fundamental para entender el vínculo entre la memoria y el tiempo; es también una manera de reconceptualizar los orígenes históricos mediante los cinco sentidos y de allí llegar a la reflexión política y más adelante a la acción.
Para decirlo en términos más contemporáneos, de acuerdo con Jonathan Flatley (2008), se trata de una suerte de cartografía afectiva o “affective mapping” a través de la cual la experiencia sensible de cada individuo produce redes comunitarias en las que es posible compartir una verdad común. Pero trato de acercarme a algo un poco más preciso, persiguiendo la materialidad del detalle evocado por el mapa de la memoria, que pone al cuerpo en contacto con una historia alternativa o quizás olvidada; el objetivo es producir un nombre.
Para construir este mapa, comencemos por preguntarnos por el ritmo y el tiempo. El movimiento feminista (e inevitablemente NUM) es mi ejemplo principal en la medida en que evoca la memoria corporal y el llamado a la justicia por medio de un patrón de repeticiones. El horror de los femicidios, la falta de justicia social y -hasta ahora- la persistente negativa del Estado a legalizar el aborto son las principales demandas de este nuevo movimiento de mujeres. Pero estas demandas también se apoyan en memorias corporizadas que datan de tiempos anteriores. El “tiempo de las mujeres” encuentra sus pilares en las grandes tradiciones de protesta feminista en la Argentina desde el siglo XIX; es un tiempo fragmentado al principio y luego rearmado rítmicamente por la canción, los coros y el eslogan.
El trabajo de las poetas nos recuerda que los ritmos y las temporalidades de la opresión femenina engendran, simultáneamente, una voz y un nombre. Basta pensar en María Rivera, quien leyó su poema “Los Muertos” en el Zócalo de la Ciudad de México como una prolongada y rítmica lista de los nombres de los muertos y desaparecidos (2010). O los poemas en prosa de Sara Uribe que aluden a la empresa de Antígona buscando enterrar a sus muertos y va en busca de un nombre (“Nombrarlos a todos para decir: ese cuerpo podría ser el mío.” Antígona González, 2012). O Diana Bellessi quien persigue en Mate cocido (2002) los nombres y las historias menores que nos dan un propósito común: “El destino común / es aquello que vuelve,” escribe en el primer poema de ese libro. Estas son las estrategias de interconexión que producen un sentido común del cuerpo y de la memoria. Claudia Masin, en su libro recientemente publicado, La desobediencia (2018), nos cuenta sobre este enfoque:
Es posible entrar en la infancia de otra persona….
entrar, como entra la raíz de un árbol en la raíz de otro,
cuando el espacio que los separa es poco….
Se puede entrar así,
no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo,
en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él
las primeras voces escuchadas, en su alegría
ante la experiencia del contacto físico, del encuentro
con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo.
(“La corteza” 247)
La memoria deja su impresión en los otros porque, como colectivo, compartimos el recuerdo de un cuerpo común: reconocemos la violencia que en él se perpetúa, el dolor que el cuerpo soporta. Pero es más que empatía lo que buscamos; es más que sentimientos individuales. Más bien buscamos las intensidades afectivas que nos ayuden con la práctica colectiva y nos lleven a la crítica política.
Leonor Arfuch nos ha señalado los riesgos de confiar en la máquina de la memoria por sus habituales motivos individualistas. Al respecto, ella enlaza la reconstrucción de la memoria con la operación del neoliberalismo en la que la naturaleza arbitraria y personal de la memoria nunca resulta en una explosión social. Pero la temporalidad feminista señala otro camino. Esta depende de una marea necesaria que eventualmente exigirá un “basta” colectivo. Nos encontramos, entonces, entre la corriente de la marea y ese imperativo basta, entre el llamado al alto y el flujo imparable de las olas. Dos publicaciones recientes me permiten esclarecer esta dupla: en primer lugar Amistad Política + Inteligencia colectiva: documentos y manifiestos, 2015-2018 (2019), una colección sin firma de manifiestos feministas de las participantes de NUM que se nutrió de la asistencia editorial de Cecilia Palmeiro. Y en segundo lugar está el agudo manifiesto de María Pía López, Apuntes para las militancias: Feminismos (promesas y combates) (2019). Por medio de estrategias diferentes respecto de la memoria y la representación, estos textos apuntan a un deseo de abrir cortocircuitos sensoriales, trayendo a colación las voces disidentes del pasado como una abrumadora ola o marea en el presente. En estas instancias, la memoria está atada a los cuerpos, a la repetición de la experiencia y a la repetición de la voz.
Lo que me interesa señalar en la estructura del manifiesto no es el ejercicio para comprobar el dominio individual sobre el pasado, sino la manera de recuperar las experiencias anteriores de las asambleas feministas de mujeres con el fin de forjar un camino para la acción en el futuro. Con el tiempo, esto lleva a una revivida memoria de los sentidos -de experiencias del cuerpo en épocas pasadas- y se erige en un llamado para un proyecto colectivo de unidad entre todas. El lema es “generar conciencia” y aquí la conciencia es agitada por la memoria de los cuerpos. Atraviesa las clases sociales y las razas; propone un alcance intergeneracional. Pensemos en las protestas provocadas por los asesinatos de Berta Cáceres en Honduras y Marielle Franco en Brasil; la presencia singular de estas mujeres nos toca a través de la evocación repetida del dolor y la violencia contenida en los ritmos de la canción y la poesía; la sentimos en las murgas del carnaval y en las voces que se escuchan en las manifestaciones. La memoria se sostiene en la marea y compartimos la marea entre todas.
En los manifiestos recopilados por NUM, me fascinó de nuevo esta evocación de la “marea”. La ola es ritmo, repetición y movimiento; continúa cual evento natural que con certeza se extenderá hacia el futuro. Se expande en el espacio, sobre divisiones nacionales; es el flujo y el movimiento. Además, la define el anonimato, ya que la marea envuelve a todas; en este sentido, define un nuevo universal. En el tropo de las olas, hay también un llamado al alerta sensorial, y también a una poética. Cito del prólogo del libro de NUM:
Una marea que se nutre de la sororidad como amistad política. Nuestra metodología es asamblearia, y en esa búsqueda produce horizontalidad, transversalidad e interseccionalidad. Nuestra palabra se amplifica en el anonimato y en la proliferación del nombre colectivo. Hacer cuerpo común–y nutrir un cuerpo-territorio–para nosotras también es pensar y escribir juntas en una lengua que viene cargada de las luchas históricas y de las literaturas menores, de la calle y de las fuentes de las locas: las locas de la plaza (madres y abuelas), locas que salían del closet, locas que invadían el espacio público a los gritos.
Decimos Ni una menos como una contraseña que conjuga la música de anteriores revoluciones y la tenacidad de las luchas feministas.
Vemos aquí una temporalidad que existe afuera del mercado y de la ley. El objetivo es hallar otra manera de pensar el sujeto femenino, otro modo de percibir el tiempo. No congelado en un lugar, sino en perpetuo movimiento, luchando por alcanzar una sensibilidad común que lleve a una experiencia compartida respecto del pasado y del presente.
Aquí entra el aspecto fático del discurso feminista para despertar la memoria común del pasado y llamar a las mujeres a la acción. A su vez, sacude al público del entumecimiento ocasionado por el neoliberalismo y lo despierta de la sordera producida por los medios masivos. El llamado fático, entonces, se abre a la conciencia a través del cuerpo que vibra, el cuerpo que siente la presencia de otre y de ahí a la fusión colectiva.
NUM nos recuerda que el profundo sumergirse en la memoria funciona en el colectivo porque se estructura a modo de una poética. Las evocaciones aisladas devienen comunes cuando transmiten los ritmos del texto a otros oyentes y lectores:
Porque política sin poética es burocracia, porque política sin autonomía es puro cálculo, porque política sin cuerpo es pura representación... Nuestra escritura no es una representación de nuestro movimiento, es una de sus líneas de fuerza. Conmueve el cuerpo colectivo de la marea y reconfigura nuestro mundo de manera sensible. Escribimos para traducir al lenguaje verbal ese fuego que sentimos en el cuerpo… escribimos para agitar la marea.
El colectivo NUM ve en la asamblea general una política anclada en el arte. Reconocer esto nos permite repensar nuestro concepto del arte como representación y en su lugar invita a poner el foco en sus intensidades y en su potencial político. Al mismo tiempo, las protagonistas están entrenando a sus oyentes para que escuchen la voz histórica, para que la oigan en sus cuerpos y puedan rastrear cómo esta voz se produjo al margen de la cultura y de la ley. Para ello es preciso contar con otras herramientas tatuadas en nuestra mente por las memorias del abuso y la violencia; excavando en una historia de militancia feminista, a través de las recurrencias de sus rebeliones pasadas y presentes. Doscientos años de acción feminista son traídos a la luz del presente.
Algunes se preguntarán si este método no se acerca peligrosamente a las propuestas de los manifiestos de las vanguardias de los años veinte del siglo pasado, esos prepotentes y muchas veces lúdicos documentos que nos enseñaron a pensar el momento cultural de su tiempo en términos que le pertenecían a la cofradía intelectual o a los círculos literarios de sus autores. Hay docenas de volúmenes editados dedicados a los manifiestos de los veinte: antropofagia, martínfierrismo, ultraísmo, creacionismo o los despiadados textos del futurismo de la pluma de Marinetti. Sin embargo, es otro asunto el que emerge en las declaraciones feministas. Estas claman por la justicia de las mujeres, insisten en una poética para así alcanzar un objetivo social y garantizar los derechos de los sujetos marginales.
Otro manifiesto -en realidad un pequeño libro de 80 páginas- irrumpe con un llamado al sonido, al ritmo y a la voz como conductores de la memoria misma. Me refiero al texto de María Pía López, Apuntes para las militancias: Feminismos: promesas y combates, publicado en febrero de 2019. Desde la primera página la persistencia del ritmo define el texto. El primer capítulo se titula “Basta” pero se estructura como una repetición, como una marcha incesante en busca de justicia:
Una palabra que surge en miles de gargantas y resuena en miles de cuerpos. Que se grita y se murmura y pasa de boca en boca como contraseña. Palabra que se encarna, que pone al cuerpo rígido y en estado de pelea, lo pone memorioso y en esa rememoración aparecen las capas de violencia atravesadas, las humillaciones y los deseos. Una palabra que aterra y convoca, que nos junta, que nos reúne en un grito común. Punto de partida, unioncita breve: ahí nos paramos. Millones de diferencias, de estrategias, de tonos, de lenguas, pero un Basta común.
“Una palabra” es el punto de partida para un saber corporal y una remembranza. Se sostiene a través de ecos, de la performatividad, por medio de ondulaciones de una frase que se graba en el cuerpo y en la mente. Genera una enumeración caótica que se organiza de acuerdo al ritmo y la repetición. La memoria deviene una cuestión de cuerpos, cuerpos en relación al tiempo y al ritmo, al pasado y al futuro, y acercándose a un nombre. La palabra “basta” baila al compás de estos cuerpos en movimiento. Noten, entonces, cómo la palabra “basta” se ancla en la materialidad de la carne: las bocas giran en torno a ella, los cuerpos la absorben. La saboreamos, la oímos, la decimos; entra en nuestra memoria como una palabra encarnada y se sostiene en la garganta. Tampoco hay barrera exterior que pueda frenarla. Basta le pertenece al cuerpo, y en este caso, yace anidada en las memorias de violencias repetidas. Las sentimos en nuestras entrañas, en la superficie de nuestra piel.
Para comenzar esta cadena hacia la acción, López pide a sus lectores que vivan la experiencia plena de la palabra. “Basta” constituye el muro entre el abuso del pasado y la liberación futura; abre la memoria hacia otros momentos en el cual Basta fue también vocalizado por los esclavos africanos, por los indígenas colonizados, por las mujeres agredidas durante la Semana Trágica, por las mujeres que organizaron huelgas en las barriadas. Basta trae a colación estos eventos, condensados en unas cuantas frases del presente; “basta” es una señal universal para exigir libertades futuras.
López nos dice que esta historia no es lineal: más bien, primero debemos sentirla en la carne. Esa recepción física se convierte en la primera condición para el quehacer político y para el entendimiento mutuo. Y para López, el poder del “basta” se difumina, se contagia y se vuelve un río callejero de gente que levanta la voz en una canción de protesta a lo largo y a lo ancho del mundo. Y mientras el afecto y la acción se entrelazan también lo hace el orden de los tiempos, se establecen puntos de contacto entre pasado y presente, la memoria y el potencial del futuro.
En ambos textos, los cuerpos en lucha se repiten como agentes del cambio: desde los tiempos de Elvira López y Alicia Moreau hasta los tiempos de las mujeres anarquistas, desde la huelga de inquilinos del 1907 hasta las mujeres piqueteras, desde las madres de Plaza de Mayo hasta las mujeres de NUM. Los manifiestos repiten estos nombres y eventos, acentúan la sintaxis de la frase, crean una ondulación en prosa que habla de las revueltas feministas a través de la historia argentina. Claro, se puede decir que la repetición es la raíz de todo discurso persuasivo, empleado no sólo por las feministas sino también por los padres fundadores de la patria (después de todo, ¿cómo olvidar la estrategia de las repeticiones en la obra de Sarmiento? ¿Cuántas veces hemos leído sobre los grafitis que dejó en las paredes de los baños en Zonda y de su intento de persuasión para despertar al público argentino?). Pero lo que ocurre aquí es otro alineamiento de eventos para incitar otra acción futura.
Somos testigos de una pedagogía feminista que emerge de la memoria del trauma corporal, evocada a través de las iteraciones sensoriales del oído, el tacto y la vista. La repetición en el trauma (según Freud o Lacan) refiere a una serie de intentos fallidos por nombrar lo real; como el evento real es inaccesible, seguimos repitiendo sus casi-verdades a través de sus varios disfraces. Pero esta verdad es también vocalizada, expresada en la recurrencia de ecos, gritos y murmullos. Escuchar esa verdad, esas voces, esos nombres, permite establecer puntos comunes más allá de las diferencias: podemos indagar en la experiencia de los sentidos para hallar un camino de continuidades en la historia y, reconociendo esas tradiciones de resistencia, avanzar juntas, constituyéndonos en un cuerpo común hacia el futuro. Al final, la casi-repetición de estímulos y efectos sensoriales -de dolor, de sonido, de tacto- crea una conexión afectiva entre texto y lector, entre la multitud y el individuo, entre la asamblea colectiva y aquellos todavía marginados.
El ritmo de estas repeticiones funge como el estribillo de un poema (recordemos a Deleuze y Guattari (su Mil mesetas); como mnemotécnica, nos ayuda a sostener la memoria histórica y a difundir la palabra. Pero hay otros hilos rojos aquí: desde las memorias fenomenológicas ancladas en la percepción de los sonidos, el tacto y la visión, se elabora una memoria colectiva que construye puentes; se asume el dolor ajeno como propio.
Esto me lleva a la memoria háptica. Frecuentemente hemos sido testigos de la importancia de los objetos materiales -botones, bufandas, telas- para sostener nuestro recuerdo de los muertos. Pensemos en la magistral película de Patricio Guzmán, “El botón de nácar”: el botón perdido de una persona desaparecida se descubre en el sedimento del mar, amarrado a una viga de hierro; el botón se convierte en el enfoque de una reconstrucción material de la tortura y de las vidas aniquiladas. Pensemos en los pañuelos blancos de las madres y en los pañuelos verdes de Ni Una Menos. Pensemos en el trabajo del grupo “Sororas”, mujeres que proponen capturar una memoria afectiva y sensible de la experiencia femenina en los centros de detención en la época de la dictadura.
En realidad, no hemos agotado la importancia de estos detalles; sin embargo, este acercamiento material a la memoria nos habilita a indagar en diferentes cursos de análisis, pensamiento y acción. Para dar un ejemplo: el extraño destino del testimonio de Alicia Partnoy en The Little School. Este libro apareció en inglés en 1984, pero fue traducido al castellano en 2005 y tuvo poca difusión. Me pregunto si el libro de Alicia no tuvo mayor circulación o no generó mayor impacto porque su manera de abordar la memoria enfocaba menos en la representación directa del horror y más en los detalles materiales de la vida en detención: el sonido de las rimas infantiles, la experiencia de las gotas de lluvia en la palma de la mano, los olores que “le permitían ver”. Esta memoria sensorial, a veces hasta sinestésica, presenta una alternativa a las escenas de tortura; resalta no sólo un medio de supervivencia sino una forma de hallar semejanzas, términos y experiencias en común que enlazan a la narradora con las otras mujeres detenidas. La supervivencia precisa de la creatividad; la poesía de los sentidos la sostiene. Y a través de las experiencias sensoriales en común que enlazan a la escritora con las otras presas y también con sus lectores, puede compartir su experiencia para que otros la sientan en su propio cuerpo.
En el libro de Alicia Partnoy, el tiempo de detención es también un tiempo háptico: lo tocamos, se aloja en nuestra piel y despierta nuestra respuesta física a la violencia y la agresión. Inaugura diferentes tiempos para narrar. Hace un año atrás, Kristeva habló de un “Tiempo de las mujeres” y sobre el poder del “futuro perfecto” en tanto tiempo verbal que pudiera producir un tiempo histórico diferente y un modo distinto de establecer vínculos entre las mujeres, que enfatizara no el rol de la madre y la hija sino la importancia de la hermana.
En esta búsqueda, quisiera pensar en la reconstrucción de la memoria en el poderoso libro Oración (2017) de María Moreno. Aquí, Moreno revisa la historia de la muerte de Vicky Walsh en 1976, una activista montonera cuya historia final fue contada por su padre Rodolfo. El texto de Moreno propone repensar las narrativas de heroísmo y triunfo promovidas por la izquierda política (forman parte, explica Moreno, de “los westerns de la lucha armada”). Así, en contra de la historia que sostiene Rodolfo Walsh acerca de la muerte de su hija, María intenta otra lectura. Renuncia a la melancolía de la izquierda (a pesar de las advertencias sobre este tema lanzadas por Enzo Traverso) y reescribe la historia de Vicky y de su muerte utilizando otra versión de la trama familiar conocida. De una narrativa de padre e hija, Moreno nos conduce a memorias alternativas, repetidas una y otra vez en el libro hasta convertirse en una revelación casi en carne viva. Desde la repetición de estas historias alternativas, desde las estrategias de narrar el cuerpo, Moreno expone la trama oculta de una familia feminista y lesbiana que desdice el campo cultural organizado por los hombres. Es decir, Oración desarticula el relato heroico de la familia Walsh al ofrecer memorias complementarias que habían sido suprimidas. Y pinta otro retrato de Vicky; vemos a una Vicky en desacuerdo con su padre por la ruptura de su familia nuclear; vemos a una mujer activa en la resistencia montonera que nunca renunciaba a sus fantasías de formar un hogar. La suya es otra formulación de la memoria atada a una justicia de género que la izquierda argentina simplemente decidió ignorar.
Postulados en Oración, los ritmos de la repetición, el énfasis en la memoria háptica, la saliva y los intercambios líquidos enlazan a las mujeres en un tiempo cíclico: ésta es la base, según Moreno, para constituir una memoria alternativa de la familia. No es este el diseño patrilineal que Rodolfo Walsh quería mostrar, sino la base para una comunidad de mujeres, una hermandad femenina tejida con hilos de experiencias alternativas y cuyos patrones de repetición pueden ahora conducir a un nombre. Con esto, Moreno evoca la memoria de importantes textos feministas sobre la lucha armada, la detención y la tortura (Marta Dillon, Albertina Carri, Mariana Eva Pérez y Alicia Partnoy). Son ensamblajes fragmentados de afectos y sentimientos, de excreciones corporales y de dolor. La suya es una memoria de gustos, sonidos y tactilidades; es la memoria del trabajo sensorial que es preciso reconocer en primer lugar para así hallar los nombres de las mujeres que lideran la lucha por la justicia. Es la memoria que va hacia atrás y hacia adelante y que finalmente busca un nuevo nombre entrelazado con una identidad feminista. En el libro de María Moreno, toma el nombre del lesbianismo, un vínculo que antes había sido suprimido en el relato de la resistencia de izquierda frente a la junta militar.
La literatura forma parte de este proyecto, remontándose al pasado para recobrar los sonidos y las miradas perdidas, los gustos y las texturas que constituyen un archivo. Esto es un acto de autoconstrucción, como lo denominaría Judith Butler, necesario para elaborar un “nosotras” (Mass Assembly 171). Es una pedagogía feminista que nos enseña a pronunciar los nombres que la historia ha olvidado, para ensamblar cuerpos que atraviesan las diferencias y decir sus nombres en voz alta. Desde la memoria reformulada y a base de las repeticiones, apelan al cuerpo y a los cinco sentidos para leer de otra manera, para buscar una voz que nombre al pacto entre mujeres. Reconocemos a aquellas personas invisibilizadas, cuyas historias y cuerpos habían sido silenciados; reconocemos también los actos de agresión ocultos que todavía están sin decir. Sí, estas memorias se convierten en un asunto de cuerpos; cuerpos que emergen al compás de la repetición y del tiempo, acercándose a nuestro deseo de capturar y pronunciar un nombre.
* Francine Masiello, Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos.
* Traducción: Pedro Rolón, Florencia Franco, Valeria Moris
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