25/04/2019
“Yo te creo hermana” como premisa para la acción
Por María Pía López
Fotos Lucrecia Da Representaçao
En “Apuntes para las militancias. Feminismos: promesas y combates”, la socióloga, investigadora e integrante del colectivo #NiUnaMenos María Pía López afirma que “las denuncias son catárticas, se acumulan, se refuerzan, son pedagógicas y construyen narración” y plantea que el feminismo debe transitar “del miedo a la incomodidad” pero “nunca al confort de la adhesión expeditiva y la sanción desproblematizada”. El libro se presentará el próximo sábado 27 de abril en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti y habrá una ronda de conversación con Marta Dillon y Lila Pastoriza.
Castigo y escrache
Denunciamos. Como podemos. Como nos sale. Solitas o en manada. Ante la llamada justicia, los medios, las redes sociales, en la cara de los acusados o en sus muros. Denunciamos. Son tan, pero tan viejas las cuitas. Vienen tan acumuladas. Hay que ponerse en nuestro lugar. En el de cada mina o piba. Las que menos tienen en su haber, pueden gritar abusos y acosos callejeros o entre pares. La historia patriarcal está marcada a fuego en los cuerpos de las subalternas. Memorias indelebles. Ya sea por las huidas a tiempo, ya sea por no haber podido fugar. En el cuerpo está escrito el miedo ante el peligro. Desde niñas. Desde niñes. Denunciamos ese miedo, esa avalancha de mierdoso miedo que cayó sobre nosotres. No para de llover ese miedo. Como no para la tormenta de denuncias. A bancársela. Quizás tengan miedo, porque ahora no tenemos miedo. Miedo a revisar sus propias biografías, sus prácticas, los momentos en que levantaron la mano contra la cosita linda o forzaron una situación, desconocieron un “no” o se aprovecharon de la borrachera ajena. La salida más deshonesta, la inaceptable, es decir que exageramos, que no será para tanto, que mejor no hablar de ciertas cosas. Para nosotras, cada denuncia tiene un doble plano. Individualiza, porque se trata de una persona con nombre y apellido que atacó, que debe responsabilizarse por sus actos, pero en el mismo movimiento señala la trama social en la que se inscribe esa conducta, el caracter sistemático del patriarcado, la socialización que prescribe formas de actuar. La denuncia señala responsabilidad individual y enjuicia el orden social que ampara y solicita esas conductas, que naturaliza las violencias y condena la rebelión.
Las denuncias implican la aspiración a un castigo, una condena social, una pena legal. ¿Cómo no reclamarlas? Conocemos los problemas que eso acarrea. El centro de nuestro sistema punitivo es la cárcel. Los presidios funcionan como antros de tortura y de moldeamiento cruel de los cuerpos. No reeducan salvo que entendamos por reeducación la construcción de acomodamientos precisos a la lógica de la crueldad sobre sí y sobre otres. No podemos pedir penas sin pedir, a la vez, derechos humanos en las cárceles, que no se ejerza violencia institucional, que les pibes no sean asesinades en los barrios.
El colectivo Ni una menos alguna vez gritó: ¡No en nuestro nombre! Lo hizo en el parlamento, cuando algunos senadores aprovecharon la indignación social por el asesinato de Micaela García, cometido por un preso por violación y con salidas transitorias, para modificar la ley de ejecución de las penas, volviendo más rígido el acceso a esos beneficios. El cambio empeoraba las condiciones y posibilidades de muchas mujeres presas por participar en el escalón más bajo de la economía narco, detenidas como mulas y sin red ni protección para salir de la situación de encierro. La afirmación radical del derecho a la vida, la impugnación práctica de la división entre vidas desechables y vidas meritorias, permite desnaturalizar y cuestionar el régimen punitivo. Sin embargo, reclamamos justicia y hoy no tenemos otras formas de punición ni ideas de reparación construidas colectivamente. Pensar eso nos urge. Es tarea política. De fondo. Exigencia del presente. Para todes. Una imaginación democrática debe tomar las cuestiones de la seguridad y de las penas, no resolverlas con el rubor progresista de no hablar de lo primero -¡como si el temor a perder la vida fuera, desde el vamos, de derecha!- y cerrando los ojos rapidito para no ver qué pasa adentro de las cárceles, porque nos causa horror.
Por un lado están la ley y sus penas. Por otro, las instituciones o ámbitos cerrados donde ocurren situaciones denunciables que no llegan a su inscripción penal, como ocurre con abusos o acosos de distinta índole. Muchas veces la aplicación de los protocolos que las instituciones se van dando revelan algo no menos problemático: la devaluación de la capacidad de acción autónoma de la persona que denuncia -que busca en el amparo institucional la resolución de vínculos directos- y el ostracismo como pena fantaseada.
Se reclama que el otro amenazante sea excluido, deje de integrar la comunidad o la institución. La cárcel y el destierro coinciden en sacar al cuerpo peligroso de circulación: lo dejan aparte, lo encierran o le prescriben un perímetro en el que no puede transitar. En el ostracismo fantaseado no hay gradación de la pena ni tiempo, a veces ni siquiera prueba. Si el otro amenaza no tiene que estar más. Esto colisiona con derechos del denunciado, por ejemplo a estudiar si se trata de una universidad o una escuela. ¿Puede la exclusión ser la respuesta a un acoso? ¿No es necesario imaginar pedagogías que permitan a ese hijo sano del patriarcado comprender que lo que le enseñaron de chiquito y naturalizó ya no va más y que no somos cosas ni objetos y nuestro No debe ser escuchado? ¿No es necesario imaginar redes de cuidado para quienes se sienten amenazades y nuevas imágenes de justicia y reparación para el daño que atravesaron sin que eso signifique la expansión del daño sobre otros? Se dirá que es demasiado lo que se nos pide. Pero en tanto los feminismos estamos poniendo en juego las nociones más amplias de justicia social y de revolución, tenemos esas infinitas tareas por delante. Infinitas y urgentes. Hoy, hoy mismito tenemos que discutirlas, tomarlas en nuestras manos y cotillear sobre ellas. No delegar en expertes. Pensarlas, amasarlas, saber que conllevan problemas. Del miedo a la incomodidad, ese es nuestro tránsito. Nunca al confort de la adhesión expeditiva y la sanción desproblematizada.
El desarrollo tecnológico puso en suspenso o relativizó la capacidad de distinguir lo ocurrido de lo narrado en los medios de comunicación. Si el espectador se construyó históricamente como capacidad de distinguir la ficción (y no salir corriendo del cine cuando el tren se acercaba en la pantalla) de lo sucedido, los medios de comunicación en su último tramo volvieron todo enunciado una ficción. Basta con que algo se haya dicho o exhibido en un medio para conseguir estatuto de realidad. Eso moldea conciencias y prescribe conductas, hace política, construye sentido común, organiza creencias. Si no distinguimos ficción y realidad, los más poderosos serán los que dispongan de las máquinas de producir ficciones. Las redes sociales, de apariencia democrática, acentúan la ficcionalización, producen entornos cerrados, en general no permeados por disidencias, cultivados por creyentes que comparten una misma narración. No hay mayor sorpresa que los resultados electorales para un habitante del barrio de Facebook cuyo candidato fue derrotado: en general no se ha cruzado con ninguna publicación favorable al victorioso, y cuando lo hizo rápidamente tomó cartas en el asunto y lo sacó de su entorno. Si lo que está en juego es la creencia, las redes convierten eso en una realidad nueva, confortable, paralela, más calma chicha de intercambio entre idénticos que conventillo políglota.
En esos entornos circulan las denuncias llamadas escraches. El escrache, como parte del repertorio de acciones políticas, surge en Argentina en los años 90 y ante la ominosa situación de los genocidas en libertad, amparados por las leyes de impunidad, habitando en ciudades y barrios, como cualquier vecino. Les hijes de desaparecides dijeron: si no hay justicia hay escrache. Y desplegaron una acción colectiva para señalar a los culpables de crímenes ya probados e imprescriptibles. Organización, fiesta callejera, una imagen de justicia potente se ponía en juego y funcionaba: allí donde el Estado callaba y se volvía cómplice de los crímenes del pasado, el activismo social condenaba. No es comparable con lo que hoy llamamos escrache, que sólo preserva del anterior la acción de señalar y de marcar al réprobo. No es comparable la denuncia contra quien gestionó un campo de concentración, aplicó sevicias y asesinó, con una acusación contra un estudiante de escuela secundaria por su actitud en una fiesta. Uno de los problemas es la gradación de la pena, si lo único que tenemos a mano para producir es la condena social.
En noviembre de 2018 un director de teatro se suicidó. Había sido denunciado por un grupo de actrices. Hubo otros suicidios vinculados a escraches. Que parecían tenerlos como detonantes. No hay causalidades tan directas, pero sí desesperación, no saber qué hacer, miedo a afrontar las consecuencias de denuncias justas, personas que se sienten agraviadas injustamente. No se puede agitar esos suicidios para pedir silencio, para solicitar que las agraviadas no denuncien, como si fuera una continuidad de los cuidados que convirtieron a tantas familias en campanas de silencio frente a los abusos porque la abuelita estaba enferma. Las denuncias son catárticas, se acumulan, se refuerzan, son pedagógicas, construyen narración. Permiten el reconocimiento de lo padecido en común, esa suerte de solidaridad que produce haber atravesado situaciones semejantes.
Como asunción de un lugar pueden generar un raro orgullo, una identidad que la politización tiene que tensionar y hacer estallar, porque ser víctima puede funcionar como punto de partida, no como destino o pureza que enaltece. Las denuncias son necesarias y no se puede reclamar el retorno al redil del silencio. Un suicidio es decisión trágica. Dolorosa. Pero no puede ser convertido en mordaza de las palabras necesarias. Si antes del escrache público el director de teatro hubiera sido denunciado penalmente y arrestado, y su suicidio ocurrido en la cárcel: ¿nos pedirían que no vayamos a la justicia, que dejemos impune todos los hechos? No se reclama esa abstinencia en denuncias de ataques a las cosas y las propiedades. Se denuncia de distintos modos: ante las instituciones, con narraciones, con declaraciones públicas, con posteos en las redes, intervenciones en los medios. A veces se denuncian hechos y no personas, o se cuenta a otres en confianza con el pedido de que la información no se haga pública. Lo fundamental es el resquebrajamiento de los silencios, la nueva situación en la que lo sucedido no culpabiliza a las víctimas, la decisión de salir de la humillación poniéndole palabras a los hechos.
Entre todas esas denuncias, algunas serán falsas, porque no se corresponden a hechos ocurridos o resultan de malentendidos, de interpretaciones diferentes de zonas grises en las prácticas amorosas y en los juegos de seducción. ¡Qué absurdo imaginar lo contrario, como si fuéramos siempre veraces, clares, transparentes! No lo somos. Entendemos mal. Ambiguamos sin conciencia de hacerlo. Pero sí sabemos que hay prácticas sociales sedimentadas que son violentas, que suponen la cosificación de los cuerpos feminizados, que niegan la autonomía hasta para decir que sí o que no, que si las negativas son inaudibles es porque el sujeto que las enuncia fue despojado del derecho a decir por sí mismo. Es posible que haya denuncias no veraces, pero sobre el fondo de una verdad sistemática que las vuelve verosímiles. La afirmación “yo te creo hermana” surge de esa verdad de fondo sobre lo acostumbrado socialmente.
Es imprescindible construir tramas para que las denuncias no sean barriletes, para que les denunciantes no queden expuestes a los contraataques, para que puedan narrar, pero también para tratar de construir una escucha que sopese, una escucha crítica, que parte de la creencia y de la decisión de acompañar, pero insiste en pensar con esa palabra dicha y no meramente de asentir. Construir una zona dialógica y no el monólogo de la víctima, porque en cada situación la disposición amorosa a comprendernos es también la potencia de crear una zona en la que podemos desplazarnos de nuestra primera interpretación o vivencia. Los partidos, los sindicatos, las universidades, las escuelas, todos los lugares donde las personas atraviesan un tiempo en común y tienen distinto tipo de vínculos, que implican poder y mando, están exigidos de construir esos ámbitos y esas prácticas de conocimiento, amparo, cuidado y compañía. Evitar atajos. No dejar en silencio, no aturdir con condenas resonantes ni apartar rápido la supuesta manzana podrida. Más bien, repensar las prácticas de cada institución, hacer el esfuerzo de construir advertencias internas y apostar a la chance de crear zonas libres de machismo -como sostienen las activistas de Antroposex. Territorios liberados para los feminismos, en tanto apuestas profundas a la igualdad y a prácticas capaces de sacudirnos el yugo de nuestras peores costumbres.
*El sábado 27 de abril de 17 a 19 hs, antes de la presentación del libro “Apuntes para las militancias. Feminismos: promesas y combates”, tendrá lugar el taller “¿Cómo nos ponemos? Los escraches de ayer y de hoy” organizado por el Colectivo Antroposex. No requiere inscripción previa.
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