10/10/2015
Traverso y los riesgos de la memoria
Trotsky y Kissinger, dos nombres propios que el ensayista Enzo Traverso toma como disparadores para revisar un extenso, rico y complejo ciclo histórico del judaísmo europeo. Y para poner en tela de juicio ciertos modos de hacer memoria, incluso cuando se trata del Holocausto.
¿Qué lugar ocupan los judíos en la configuración ideológica y cultural del globalizado mundo del siglo XXI? ¿Una metáfora de la conciencia crítica de Occidente o un sector integrado a las élites dominantes?
¿Es el Holocausto un acontecimiento singular incomparable o –por el contrario- su memoria institucionalizada puede constituirse en modelo de la reivindicación de los Derechos Humanos aplicable a otros casos y situaciones históricas?
Las respuestas a estas dos cuestiones que despliega el historiador Enzo Traverso en su libro El final de la modernidad judía: Historia de un giro conservador preparan también las conclusiones a las que llega acerca del Estado de Israel y las polémicas que se han desplegado en torno a su relación con sus vecinos árabes y palestinos, con las comunidades judías en el mundo y con la geopolítica de las grandes potencias.
El “giro conservador” que Traverso registra en la conducta predominante entre las élites intelectuales asociadas a las instituciones comunitarias organizadas es considerado por el autor como el índice de las transformaciones ocurridas en el régimen capitalista global en el cual se insertan. "Después de haber sido el principal foco del pensamiento crítico del mundo occidental -en la época en que Europa era su centro-, los judíos se encuentran hoy, por una suerte de reversión paradójica, en el corazón de sus dispositivos de dominación. Los intelectuales han sido llamados al orden", nos advierte ya en la introducción. Marx y Disraeli, Trotsky y Kissinger personifican las dos actitudes antinómicas, contestataria o conformista, de los intelectuales judíos frente al poder en el mundo moderno.
El texto aparece ordenado según dos grandes temáticas (como lo enuncia su título): La modernidad judía, extendida aproximadamente entre los años 1750 y 1950 y el período que se abre, tras la Segunda Guerra Mundial, y se prolonga hasta hoy, entendido como cierre del ciclo de la modernidad. Entre ambos períodos, un capítulo dedicado a Hannah Arendt permite articular la transición de uno a otro a través de su singular trayectoria intelectual.
Pero no se trata de una crónica de acontecimientos en orden sucesivo, sino de buscar las claves conceptuales del lugar que los judíos ocuparon en la configuración ideológica de la modernidad europea (luego occidental) y las transformaciones contemporáneas de esa configuración. No se trata, entonces de estudiar la historia de los judíos desde una lógica identitaria: “No me he interesado nunca por la historia judía como un objeto de estudio en sí -escribe- A mi modo de ver, la historia judía es fascinante en tanto que prisma a través del que podemos leer la historia del mundo”. Y en el mismo prólogo de este libro le señalará a sus lectores una forma de situar su texto “… el libro que el lector tiene en sus manos no es sino otra manera de historiar el siglo XX, - un objeto al que he dedicado otras obras- y más allá de eso, de cuestionar nuestro presente”.
Hace más de dos décadas que el historiador italiano Enzo Traverso trabaja con estos problemas de Historia Cultural, con particular énfasis en una lectura crítica de las formas que asume la construcción de los relatos históricos (siempre plurales) y de los intereses que cada uno de estos relatos arrastran. Uno de sus libros “La Historia como campo de batalla” parece sintetizar en su propio título, la forma que puede y debe asumir hoy, el trabajo de la investigación histórica, capaz de integrar una indispensable objetividad, una capacidad para reconocer como juega la subjetividad en todo ello y el compromiso político que el investigador no puede soslayar; muy particularmente cuando se aborda una historia donde se manifiestan diferentes intereses en pugna.
De la Emancipación al Neoconservadurismo
Existe un consenso en considerar como el inicio de la modernidad en la historia judía europea la apertura de Federico el Grande de Prusia a la libertad de cultos para todos sus súbditos, sin distinción entre confesiones. A esta posibilidad se encuentra asociada la obra de Moisés Mendelssohn -contemporáneo y amigo de Immanuel Kant- quien estableció el “programa” de la integración de los judíos como ciudadanos del Estado prusiano según la consigna de “ser judío en la casa y ciudadano en la calle”.
De esta manera se derribarían los muros físicos, económicos y -sobre todo- culturales que habían mantenido aislados a los judíos de sus entornos urbanos, como un estamento (o “casta”, como la llamaría Abraham León). En adelante cada judío podría aspirar a ser considerado de acuerdo a sus merecimientos individuales, como un “alemán de fe mosaica” (en Francia desde 1791 se hablaría de fe israelita), sin estar condicionado por la adscripción previa a una comunidad particular. Se trata, entonces, de un caso particular de la Ilustración europea que –con el nombre de Iluminismo o Haskalá- alcanzaría sucesivamente a las comunidades judías del Oeste, primero, y a las del Este europeo más tarde.
La esperanza en el Progreso continuo en dirección hacia la integración universal del género humano -sin distinciones de origen- pronto se chocaría con las realidades de la formación de los estados nacionales y la proliferación de ideologías particularistas (frecuentemente asociadas a la aparición de burguesías capitalistas locales) que, desde la literatura hasta las ciencias humanas, buscaban establecer los límites nacionales en un doble movimiento de exclusión hacia afuera y homogenización hacia adentro.
Estas ideologías ocultaban la necesaria “disolución en el aire de todo lo sólido” (según la fórmula del Manifiesto Comunista) ante el avance de las relaciones económicas capitalistas, invocando el rescate de supuestas esencias nacionales de cada pueblo. En ese contexto, la esperanza de integración individual de los judíos se toparía con la aparición del antisemitismo (aunque el término recién se acuñaría en 1880) que buscaba desplazar hacia ellos sus propias contradicciones, identificándolos con los sufrimientos causados en las masas recientemente proletarizadas por un sistema de relaciones sociales impersonal y cuantificador.
Se constituye así lo que Traverso llama la “semántica ambigua” que caracterizaría las diversas respuestas judías a los nacionalismos modernos, con su tríada de “Estado, nación, soberanía” que simultáneamente los integraba como individuos y los excluía como comunidad. La “anomalía” judía entre las naciones europeas –con sus rasgos de extraterritorialidad, movilidad, textualidad y carácter urbano- buscará ser “normalizada” tardíamente por el sionismo, siguiendo el modelo europeo cuando –ocurrida ya la catástrofe- se realizaría a costa del desplazamiento de otro pueblo y generando una nueva ambigüedad.
La esperanza de integración individual de los judíos se toparía con la aparición del antisemitismo (aunque el término recién se acuñaría en 1880) que buscaba desplazar hacia ellos sus propias contradicciones, identificándolos con los sufrimientos causados en las masas recientemente proletarizadas por un sistema de relaciones sociales impersonal y cuantificador.
Si en el Oeste (Gran Bretaña, Francia, Italia) la integración individual fue más o menos efectiva, tanto en el sistema económico como en la participación política y en el Estado, este último aspecto se vio retrasado en la Mitteleuropa de habla alemana induciendo una integración económica secularizada pero expuesta a limitaciones legales en el Estado y la Universidad. Se generó, por lo tanto un ingreso masivo en otros ámbitos, como el periodismo (luego la comunicación y las industrias del entretenimiento) donde su preparación cultural pudiera desplegarse. Restringidos para participar del discurso patriótico muchos optaron por orientarse hacia el cosmopolitismo y la crítica política (de la que el obvio ejemplo fue Carlos Marx). Este cosmopolitismo, visto con suspicacia por los nacionalismos, no pretendía otra cosa que llevar al cumplimiento las promesas universalistas de la Ilustración, aunque su ubicación marginal respecto de las exigencias homogeneizantes y de los esencialismos reaccionarios sería usado para pergeñar el estereotipo del judío crítico y subversivo, que caracterizaría en buena medida la imagen de los judíos en Occidente durante el período.
La notoria producción literaria y política de estas figuras sería modélica para la generación posterior de la incipiente capa de intelectuales judíos iluministas de Europa oriental (básicamente en el imperio zarista) a partir de la tardía entrada del capitalismo en esa región. Pero aquí, donde se encontraba la mayor densidad demográfica judía sujeta a las peores condiciones opresivas, los proyectos emancipatorios producirían efectos mucho más complejos. Si en el Oeste la perspectiva asimilacionista pasaba por la adopción de las lenguas nacionales, abandonando el idish (la variante del alemán medieval combinado con la grafía y locuciones hebreas y de las otras lenguas circundantes en cada zona de residencia), en el Este la posibilidad de interpelar a las masas sometidas pasaba por emplear su lengua materna primaria. De este modo, la actividad emancipatoria frente al poder político y la autoridad religiosa dio lugar –señala Traverso- tanto al internacionalismo cosmopolita (la tradición herética reivindicada por Isaac Deutscher que va desde Spinoza hasta Rosa Luxemburgo y Trotsky) como a la fermentación de una literatura y una agitada vida política nacional judía.
Frente al continuo deterioro de las condiciones de vida (a los pogroms alentados desde el Estado se sumaba la proletarización en un circuito económico capitalista paralelo al general) las respuestas iban desde la emigración masiva hacia el Oeste y América hasta la agitación revolucionaria a la que concurrían varias opciones, vinculadas o no a las del medio circundante. Populismo, parlamentarismo, territorialismo, autonomía nacional-cultural y sionismo proletario atrajeron y organizaron en diversos grados la militancia siempre amenazada por la represión que también forzaba la colaboración eventual ante las necesidades de autodefensa.
Durante el período revolucionario que culmina en 1917 hubo tanto acres enfrentamientos programáticos como transferencias de una opción a otra. Y la disyuntiva subsiguiente planteada por la Guerra Civil y la pugna por el sostenimiento del precario poder revolucionario provocó divisiones tanto en el Bund (la Liga de obreros judíos que fuera cofundadora del partido socialdemócrata ruso) como en el Poalei Tzion (el partido sionista obrero) por las cuales una parte se integró al movimiento general y otra persistió en su identidad. El Bund llegaría a ser una organización político-educativa notable en la Polonia de entreguerras mientras que del Poalei Tzion saldría la corriente vertebradora del Estado de Israel.
El apartado del libro que se refiere a las transferencias culturales entre las distintas zonas de la vida judía, destacando la concentración demográfica explosiva en las grandes ciudades de la Mitteleuropa (principalmente Berlín y Viena) podría extenderse hasta sus prolongaciones transatlánticas, donde la impronta de los diversos modelos seguidos por la modernidad judía europea marcó la integración de los inmigrantes a las nuevas sociedades receptoras. Tanto en Estados Unidos como en Argentina hubo judíos formando parte de las organizaciones obreras y estudiantiles cuestionadoras del statu quo en una multiplicidad de variantes.
El internacionalismo y la identificación con otros oprimidos y marginados del sistema fue el rasgo característico del judío crítico moderno, ya fuera desde el cosmopolitismo como desde la propia identidad cultural: Pedro (Pinie) Wald –quien durante la Semana Trágica de 1919 fuera torturado como “organizador del soviet argentino”- y Boleslao Lewin –primer historiador sistemático de las rebeliones indígenas de Túpac Amaru- habían sido militantes del Bund antes de llegar como inmigrantes y continuaron siéndolo después. La agitación política de los años ‘60 y ’70 en Argentina reprodujo al interior de la juventud judía un panorama de ebullición y compromiso evocativo del vivido en la Rusia de comienzos del siglo. Así también lo juzgaría la maquinaria dictatorial, volcando sobre los militantes de origen judío una dosis especial de su destilado psicótico.
Enfocado en las transformaciones que llevaron desde este rol cuestionador hacia el conformismo con el ordenamiento dominante actual, Traverso hace un seguimiento lúcido de las corrientes ideológicas derechistas minoritarias que también formaron parte de la emigración transatlántica y que, tras el desastre demográfico y político que significó el Holocausto en Europa, fueron adquiriendo un peso cada vez mayor a través de su inserción en el sistema político estadounidense. El corrimiento general hacia la derecha durante los últimos años de la Guerra Fría facilitó el paso al centro de la escena a grupos antes marginales, como los discípulos de Leo Strauss quien, emigrado desde una Alemania donde el giro hacia el antisemitismo de la derecha académica lo excluía de entre sus pares, desarrolló un pensamiento místico que suponía para los Estados Unidos la tarea de unificar las herencias fundadoras de Occidente simbolizadas en Atenas y Jerusalén. Esta corriente confluiría con quienes desde un izquierdismo decepcionado por la deriva burocrática de la Unión Soviética optarían desde la era macartista por apegarse a la defensa del sistema y la identificación con la derecha israelí.
El Holocausto como “religión civil” y como cemento ideológico reaccionario
Dijimos antes que en la organización del texto de Traverso ocupa un lugar especial el capítulo dedicado a Hannah Arendt. La singularidad de su trayectoria intelectual y los malentendidos y polémicas que provocaron sus posiciones en temas clave sirven como una especie de puente o bisagra para comprender el estado actual de las cuestiones tratadas.
Nacida en Koenisberg, se formó en un marco humanista universal sin relación con la religión ni la cultura idish del Este. Su despertar a la problemática política judía fue inducido por el avance amenazante del nazismo. Emigrada a Francia, primero y a Estados Unidos, más tarde, Arendt se apoyó en una intuición de Bernard Lazare (en torno a la tormenta generada por el caso Dreyfus) para forjar el concepto de judaísmo paria, caracterizado por su invisibilidad, exclusión y activismo crítico, cuya normalización era la obsesión del sionismo. Ante las urgencias del momento, H.A. tuvo una actividad de acercamiento parcial al sionismo vinculándose al grupo de intelectuales del Brit Shalom (Pacto de Paz) que con Martin Buber y Y.L. Magnes (presidente de la Universidad Hebrea) a la cabeza buscaban una solución binacional a los conflictos generados por la inmigración judía en Palestina. El rechazo de Arendt al hecho consumado de la fundación de Israel, dada su convicción de la caducidad histórica del Estado-nación, le significó un primer conflicto con quienes –como su amigo Gershom Scholem- terminaban asumiendo la necesidad como virtud. Este conflicto se agravaría más tarde a propósito del juico a Adolf Eichman.
Llegada a Estados Unidos en 1941 Arendt inició una reflexión sobre Los orígenes del totalitarismo que al publicarse diez años después le proveería una fama equívoca. Leído a comienzos del período macartista, en plena Guerra Fría, el libro sería tomado como un argumento contra el comunismo. “Se necesitaría tiempo –dice Traverso- para entender que se trata en realidad de un cuestionamiento radical de la historia de Occidente”. El totalitarismo no era una amenaza para Occidente sino su producto auténtico y sus premisas fueron el antisemitismo y el imperialismo. Para H.A. la “cuestión judía” ilustra el fracaso de un orden basado en un modelo –el Estado-nación- que no supo disociar la ciudadanía del ethnos y se convirtió en una fábrica de apátridas.
Diez años después, el famoso ensayo Eichman en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal causaría un último malentendido y ruptura definitiva con quienes –como Scholem- lo vieron como una provocación insoportable, creyendo que intentaba disminuir la magnitud del crimen enjuiciado en la persona de exfuncionario nazi. Hoy está claro que se trataba de exponer la vulgaridad nada excepcional del enjuiciado, vulgaridad despojada de pasión o inteligencia, pero desde la que el mal radical puede ser ejercido.
De este modo, la excepcionalidad incomparable del Holocausto quedaba cuestionada precisamente en el momento en el que desde el Estado judío se iniciaba el trayecto de la apropiación ritualizada de su memoria a modo de símbolo de una representación hegemónica de aquella Diáspora secular de la que el proyecto sionista había querido ser la negación hasta entonces. Pese a estas polémicas, el pensamiento de Hannah Arendt inicia desde entonces un giro hacia la defensa del republicanismo como ágora de la participación ciudadana en el espacio público. Republicanismo –dice Traverso- cuyo límite principal es “la incapacidad de ver (o la negativa admitir) la dimensión social de la opresión” que le subyace. El autor considera que esa limitación de la teoría política de H.A. proviene de aplicar el prisma empleado para la reflexión sobre la cuestión judía a problemas (como el conflicto social y racial estadounidense) que escapan a esos parámetros.
El papel de “amenaza social” ha pasado a ser ocupado por los trabajadores migrantes de las antiguas colonias, particularmente por el árabe musulmán encerrado en una espiral en la que el temor al terrorismo y el estancamiento social conduce a una respuesta radicalizada. La islamofobia ha desplazado en Occidente a la judeofobia, relegada ahora a los nuevos Estados-nación antes sujetos a la órbita soviética.
El derrotero teórico de Hannah Arendt parece hacer eco de las transformaciones que en el contexto mundial han ido reubicando la inserción de los judíos desde la marginalidad hacia la identidad con un sistema para el que sus rasgos peculiares (mencionados más arriba) ya son los propios del sistema. Cuando la vida y el trabajo de todo el mundo están sujetos a la misma precariedad y movilidad que antes eran propias del pueblo paria como excepcionalidad: “¿Por qué razón deberán los judíos seguir siendo un foco de “subversión” en un planeta que ha dejado atrás la Guerra Fría tras la derrota histórica del Comunismo y de las revoluciones del siglo XX? Es precisamente poniéndose en consonancia con el estado del mundo como cambiaron los judíos.”
El papel de “amenaza social” ha pasado a ser ocupado por los trabajadores migrantes de las antiguas colonias, particularmente por el árabe musulmán encerrado en una espiral en la que el temor al terrorismo y el estancamiento social conduce a una respuesta radicalizada. La islamofobia ha desplazado en Occidente a la judeofobia, relegada ahora a los nuevos Estados-nación antes sujetos a la órbita soviética.
El antisemitismo ha dejado de ser una ideología con efectividad política; aunque –reconoce Traverso- si bien persiste como prejuicio y como práctica social, “es objeto de una condena generalizada, tanto en la sociedad civil como en las instituciones”. Se ha convertido en una anomia pasible de condena judicial. En consonancia con estos desplazamientos, la memoria del Holocausto ha pasado a cumplir el papel de una religión civil global, piedra de toque de la moralidad universal y parámetro insuperable de todas las tragedias humanas generadas por los nuevos conflictos. Como religión civil tiene sus íconos (Ana Frank), sus santos laicos (los testimonios de los supervivientes) y sus “sacerdotes laicos” (como el Nobel de la Paz, Elie Wisel) dispuestos a repetir su liturgia institucional en cada ocasión posible. Finalmente, se han erigido también los lugares de culto apropiados, como son los museos y monumentos que extienden su presencia a países que no han tenido responsabilidad en el derrotero genocida europeo pero que incorporan a su vez (como en el monumento recientemente inaugurado en Recoleta) las víctimas de otras causas y otros derroteros, como las de los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA, a la veneración consagrada.
El sionismo (antes minoritario entre la población que sería masivamente victimizada en los campos de exterminio) obtiene a través de esta memoria una hegemonía retrospectiva cuando no pueden discutirlo ya los sujetos de cuya representación se apropia. “En paralelo –agrega Traverso- se desarrolló también una teodicea laica que hacía de Israel una entidad igualmente sagrada”, especie de reparación del daño originario. “Así, el Holocausto confiere a Israel un estatuto de representante de las víctimas y lo legitima como redentor”. Con estos desplazamientos y apropiaciones “La memoria ha perdido su potencial crítico. Se ha convertido en un monumento”. “Da la impresión –concluye- de un enorme dispositivo dedicado a proteger la memoria de una minoría que ya no está amenazada, en medio de la indiferencia colectiva hacia las formas de opresión realmente existentes en el presente”.
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