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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

13/05/2022

Identidad barrial y memoria

Budge: esa esquina donde nos quisieron robar los sueños

Caso emblemático y punto de inflexión, la “masacre de Budge” marcó a fuego la memoria de un barrio. Amigos y compañeros de las víctimas reconstruyen en primera persona la historia de lucha y resistencia que mantuvo vivo el recuerdo de los sucedido hasta nuestros días, tanto como para que el 8 de mayo, fecha de la tragedia, se establezca como Día nacional contra la Violencia Institucional.

El 8 de mayo de 1987 Agustín Olivera, Roberto Argañaraz y Oscar Aredes tomaban una cerveza en la esquina de Guaminí y Figueredo, en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, cuando un grupo de policías de la comisaría de la zona comandados por el Suboficial Juan Ramón Balmaceda los asesinó a balazos. El hecho, que pasó a ser conocido como la “masacre de Budge”, marcó un antes y un después para la historia de la violencia institucional en Argentina, a la que por entonces no se la llamaba de ese modo todavía. El episodio, el primero para el que se usó el término “gatillo fácil”,  puso de manifiesto que las patotas de la temible Policía Bonaerense, que habían sido pieza central de la represión de la dictadura, conservaban su poder territorial y lo ejercían con impunidad y desprecio, sobre todo, contra las poblaciones pobres de las barriadas del conurbano. Pero fue también un punto de inflexión para la organización popular en torno a estos casos, porque desde el mismo día del hecho familiares, vecinos, vecinas, amigos y amigas de las víctimas se organizaron para evitar que el crimen quede impune, primero, y para sostener la memoria sobre la masacre, después. Esa lucha acaba de cumplir 35 años. La organización del barrio y la persistencia del reclamo y el recuerdo consiguieron que los responsables fueran condenados y que el 8 de mayo pase a ser considerado como “Día Nacional contra la Violencia Institucional”. 

Lo que sigue es el testimonio en primera persona de tres de los protagonistas de esta historia, arquetipo de organización y resistencia para construir memoria colectiva como herramienta de justicia y dignidad comunitaria.

Familiares, amigxs y vecinxs en el acto de señalización por la Masacre de Budge. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

Me llamo Pedro Álbarez, sí, con b y no con v, nos anotaron mal al nacer. Soy abogado, tengo 57 años, vivo en Ingeniero Budge. Fui maestro mayor de obras, viví un tiempo en Misiones pero siempre volví, tuve la oportunidad de estudiar pero eso es muy complicado acá, cuando sos pibe no tenés futuro más que laburar en changas, no te quedan muchas más opciones y quedás pegado a las drogas o al afano. Eso pasa desde siempre. En el Conurbano hacemos lo que podemos, el Estado apenas si nos registra.

Se acaba de morir un colega que era socio, estoy como loco resolviendo los casos en mi estudio. Amo este barrio, y más después de lo que pasó. Una marca que tenemos en el cuerpo. Pasaron 35 años de la Masacre de Budge, parece mentira, ¿no? Ahora estoy cenando unos churrascos con puré en la casa de mi vieja. Me separé, no tengo hijos. En la mesa también están mi hermana y mi cuñado, nos solemos juntar para comer.  

Willy Argañaraz, el Negro Olivera, Oscarcito Aredes. Todavía pronuncio sus nombres y los veo en la esquina. Nosotros con los pibes nos criamos juntos, nacimos cerquita, salvo Willy que se vino a los doce años de Tucumán. Oscarcito era más pendejo, pero se sumaba a la banda, lo cuidábamos. Vivíamos a doscientos, trescientos metros de distancia, acá en Budge. De chicos íbamos de picnic, jugábamos a la pelota en la calle, a la bolita en la tierra, íbamos a la iglesia, al pool, al baile, a peregrinar a Luján. Budge siempre fue un barrio pobre, bien de laburantes, de gente que se vino de otras provincias y después de Paraguay, Bolivia, Perú. De calles de tierra, donde oscurece rápido, con razzias de policías, acosándonos, soplándonos en la nunca para llevarnos, total, ¿quién nos defendía?... Ese Balmaceda, el Sargento Balmaceda, ya nos perseguía desde que éramos pibes, lo conocíamos. Era como ver a un monstruo.

¿Qué nos divertía? Y… tomar agua de las canillas en los patios de las casas, después de transpirar por jugar todo el día.  Nos gustaba cazar ranas en los arroyos, jugar un truco por un lechón. Esas boludeces.

Hoy tenemos alrededor de sesenta, sesenta y pico de años, pasaron 35 años y todavía seguimos sintiendo que nos arrancaron un pedazo del barrio, que al asesinar a los tres amigos nos asesinaron también a todos. Un poco que morimos, pero otra parte resucitó y seguimos vivos.

Bandera de familiares, activistas, abogados, amigos y vecinxs por los 35 años de la Masacre de Budge. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

No te digo que la veíamos venir, pero antes de 1987 la cosa estaba áspera. Los policías estaban furiosos, en la calle mantenían el poder que les sacaron cuando terminó la dictadura militar. Quince días antes de la Masacre de Budge habían matado a un vecino, lo mataron dormido, en su casa. Venían cercando el barrio, venían y te manoseaban, te levantaban en la esquina. Nosotros éramos inocentes, quizás pensábamos que los que la tenían más jodida eran los de Puente La Noria, pero nos limpiaron de un sacudón. Después se los llamó Escuadrones de la Muerte, la Maldita Policía de Duhalde. Expertos en limpiar a los marginados. 

La Masacre fue un golpe tremendo, como si nos cortaran la respiración. Mataron a balazos a tres amigos, y todos sentimos que pudo haber sido cualquiera. Pero enseguida nos pusimos de pie. El barrio se enojó, enseguida vinieron como treinta patrulleros, carros de asalto. Quisieron plantar pruebas simulando un enfrentamiento con los pibes, pero le dimos una batalla campal. ¡Y los vecinos no tuvimos miedo y no los dejamos pasar! Los cuerpos de los pibes estaban calientes en la vereda y ahí empezó todo, hoy se habla de la lucha de los vecinos de Budge como un hecho emblemático, nosotros estábamos escribiendo la historia sin darnos cuenta. No éramos militantes, ni nunca habíamos cortado una calle y de pronto estábamos exigiendo justicia frente a los milicos de frente, mientras ellos nos apretaban noche y día. Hoy sabemos por la Comisión Provincial de la Memoria que se infiltraron entre nosotros, que nos espiaban, pero mirá si lo íbamos a saber, éramos ingenuos, recibíamos a todo el mundo con los brazos abiertos y así fue que llegamos a todos los medios de comunicación. Sentamos el precedente de cómo desactivar una causa armada en una época muy jodida, donde la prensa, la justicia y hasta el mismo barrio, en esa lucha de pobres contra pobres, porque hasta había que aclarar que los pibes no eran delincuentes ni nada, y si hubieran sido delincuentes, ¿estaba bien que los hayan fusilado igual? De alguna manera sentimos que la democracia nació en Budge, porque si un par de tipos venían y te mataban así, entonces, ¿qué democracia podíamos construir?

Hoy se habla de violencia institucional, antes ni se nombraba eso. Mismo había otros vecinos que repetían cosas como “Por algo le pasó eso a los pibes, algo habrán hecho”, y todas esas frases que venían de la dictadura. Quisieron tirar abajo a la clase obrera, pero se lo impedimos. Fuimos tantos que acampamos en las noches frías, haciendo guardias, que mi memoria olvida nombres. Mi hermano Oscar, Jorge Gómez, Miguel Videl, Quique Arévalo, Silvia Vilta, Pichón, Rubén Ciuró, familiares como Segundo Argañaráz, Don Olivera. Algunos de ellos habían formado una asamblea unos años antes para reclamar por agua potable y mejoras en las calles, pero la mayoría ni tenía idea de nada, y entonces armamos la Comisión de Amigos y Vecinos (CAV). 

El miedo de la gente era impresionante, pero lo revertimos con organización, con el tiempo la gente quería prender fuego la Comisaría, y los que no querían testificar, los apoyamos con la Comisión y logramos más de veinte, con nombre y apellido. Nos avisábamos entre nosotros cuando alguien era agredido con pitos, ollas y teníamos algunos bombos. El ruido nos ponía en alerta. Así frenamos varias razzias y aprietes, que sucedían a la madrugada, cuando todos dormíamos. Por eso las guardias que hicimos en carpas a la intemperie, con ollas populares, fueron fundamentales. 

Hubo un tiempo que soñaba mucho con ellos, con los tres, se me aparecían sonrientes, jugando a la pelota. Después eso pasó. Nos concentramos tanto en la lucha que te vas olvidando, en esos momentos no nos dábamos cuenta de lo que hacíamos día a día. Una mezcla de adrenalina, de estrés, de delirio, de emoción, todo ese calor colectivo que ayuda a superar el miedo individual. No elegimos estar ahí, es trágico. Es pesado, te mata. La gente te va eligiendo, había familiares que no sabían cómo expresarse en la prensa, y nos decían a nosotros que habláramos. Pusimos la cara, nos marcaron a todos, pero siempre sentimos orgullo y un honor para reclamar justicia por nuestros amigos. ¿Quién lo iba a hacer sino? 

Si me preguntás, te digo que el barrio mejoró, tenemos asfalto, más luz, pero lo que sigue igual son las amenazas y los aprietes. Se dice que fue el primer caso de gatillo fácil, pero no fue así, fue el primero en que una comunidad explotó y creó una organización vecinal de reacción, autoprotección e investigación, con la ayuda de algunos organismos sociales y partidos políticos. Pero todo partió de las entrañas de un barrio marginal, desde cero, enfrentándose a un poder enorme representado en la policía. Esa policía que supuestamente fue creada para cuidarnos, y de pronto nos mataba así como así. 

Hoy seguimos de pie para denunciar las continuidades de la violencia institucional contra los jóvenes de las barriadas populares. Ese es el compromiso de Budge, al menos de la CAV, que en todos estos años se movilizó por Luciano Arruga, Lucas González y por cada pibe del Conurbano asesinado por la cana. Nos gustaría que hubiera más jóvenes con nosotros, porque no nos queda mucho más tiempo para poner el cuerpo. Pero no es culpa de los jóvenes la falta de compromiso y de conciencia social. Es culpa del mundo hostil en el que vivimos, donde a los pibes se los deja abandonados en la violencia, la falta de solidaridad, la incomprensión, y más si son negritos, pobres y villeros.

Los abogados defensores de derechos humanos, Ciro Annicchiaricco y Fabio Núñez, presentes en el acto por los 35 años de la masacre de Budge. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

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Mi nombre es Ciro Annichiarico, fui uno de los abogados de las familias de los asesinados de la Masacre de Budge. Trabajé junto al emblemático León “Toto” Zimerman, padre del concepto “gatillo fácil” que se usó por primera vez en el caso Budge. En un texto publicado a fines de los ’60, denunciando la violencia sistemática de la fuerza policial, Rodolfo Walsh había escrito sobre la Bonaerense: “Es una jauría de hombres degenerados, un hampa de uniforme, una delincuencia organizada que actúa en nombre de la ley; la secta del gatillo alegre es también la logia de los dedos en la lata”. 

“Toto” Zimerman, en efecto, tomó ese concepto de Walsh del “gatillo alegre” y lo reformuló como “gatillo fácil”, expresión que con los años se popularizó en un argentinismo para identificar un asesinato cometido por personal de las fuerzas de seguridad del Estado. La organización de los vecinos de Budge desarmó un entramado de encubrimiento y logró la condena de los asesinos. Este hecho, junto al de Walter Bulacio en 1991, daría origen, entre otras cosas, a la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI).

A partir de la Masacre de Budge, además, se desterró la idea de las “manzanas podridas” y de los casos “aislados”. Se empezó a pensar en la violencia policial como algo estructural; esas células represivas, esos escuadrones de la muerte de la dictadura militar que seguían vivos. La Masacre fue entendida como una violación a los derechos humanos en plena democracia: esa fue otra lección que aprendimos con los años. 

Hoy, a 35 años, quiero compartir una especie de aguafuerte que titulé “El camino de la ochava”.

Mariano Przybylski, Director Nacional de Políticas contra la Violencia Institucional de la Secretaría de Derechos Humanos, presente en el acto de señalización. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

Ingeniero Budge. Lomas de Zamora. Provincia de Buenos Aires. Mayo de 1987. Una denuncia por un disturbio en un bar llega a la Subcomisaría de Puente de La Noria, una comitiva policial comandada por el Sargento Mayor Juan Ramon Balmaceda, e integrada por el Cabo Primero Jorge Miño y el Cabo Isidro Rito Romero, salieron, llevando como rehén a un joven conocido de tres muchachos del barrio, para obligarlo a reconocerlos. Lo torturaron y lo condujeron esposado a recorrer la localidad. Era el método de la dictadura genocida. Es que la patota de Balmaceda formó parte del sistema policial que los genocidas de Videla pusieron bajo su control operativo. Las malditas prácticas se aprendieron y siguieron usándose. La maldita policía estaba indemne y actuaba. La búsqueda por las inmediaciones de la zona se hizo en dos vehículos, de manera encarnizada y con violencia. No podía ser de otra manera.

Apenas a tres años y medio de recuperar la democracia. Un decir. Una tarde entre las seis y media y las siete, cuando la claridad comienza a escapar y las sombras a cubrir de fantasmas las calles de tierra. Un barrio de trabajadores, dos nuevos desocupados y una esquina. Figueredo y Guaminí. Recostados contra la ochava, los pibes lastiman palabras. Unas cervezas duermen entre ellos.  Las botellas medio vacías. La tarde medio insinuada. Ellos, medio muertos. 

Willy Argañaraz (24), Agustín Negro Olivera (26). En eso pasa por ahí y se detiene Oscarcito Aredes (19), que va al almacén mandado por su madre, Ramona. Hablan, que esto, que lo otro, que el partido. Que la puta que los parió, nos echaron del laburo, masticó con bronca el Negro Olivera. Antiyé, dijo Wili. Uh, exclamó Oscarcito. ¿Queré?, le ofrecieron al pibe. No, birra no, gracias, voy donde Irma por fideos, me mandó mi vieja, dijo Oscarcito. 

Cuarenta minutos antes Willy y Negro golpearon la puerta del boliche de Doña Rufina. No había querido fiarles cervezas. Se rompió un vidrio. Una boludé. Vieja egoísta, murmuraron. Se fueron. Rufina se ponía todas las semanas con el impuesto al oficial de calle, para seguridad. Willy y Negro dieron vueltas. Rufina fue a la comisaría. Ellos consiguieron en otro lado. Y después llegaron a la esquina. La ochava. Cuando la claridad escapa y vienen las sombras. La puta que lo parió otra vez sin laburo, masculló otra vez el Negro. Lo parió, asintió Wili. En la ochava. Medio resignados. Medio en pedo. 

Oscarcito iba a comprar fideos. Tomá. Dale. Un trago na má, le dijo uno de ellos. Uh. No, gracias, había contestado Oscarcito, voy al alma… Se le corta el cén. Tres últimas miradas de asombro. Un Fiat 1500 llega por Figueredo, da la vuelta y para a diez metros por Guaminí. Una Ford F 100 viene como bólido de atrás, derrapa, enfrenta la ochava, enciende las luces altas contra los pibes, contra las botellas y la bolsa de los mandados, contra las caras huidizas, contra la pared descascarada, contra la maldita tarde, contra sus siete y pico, contra el día de mayo que era el 8. De ese año que fue 1987. 

Saltan tres de la Ford F 100. ¡Al suelo señores! Se oyó el grito de Balmaceda. Pero si ya estaban en el suelo, recostados, desocupados, medio resignados, y medio muertos. Igual. Igual avanzaron la sombra, los fantasmas, los gritos y la muerte uniformada, que se hizo entera, vestida de disparos. Uno, cinco, diez, qué sé yo. Un montón de muerte, de fogonazos, de masacre que se fue levantando en el atardecer como repentino monstruo feroz. Willy, Negro, Oscarcito, echados de la vida, echados de estar con nosotros, echados de querer ser felices.

Pero la tarde, el día después, las madres, los padres, los hermanos, los amigos, los vecinos y el barrio entero, enfrentaron al monstruo. Hasta las botellas de cerveza se encabritaron, y hasta la bolsa de los mandados sin mano que la llevase se hizo valiente. Y el monstruo grande tuvo que recular. Larga la pelea. Dura. Hasta que pagaron. Porque tuvieron que pagar y bajar la cabeza. Porque los jueces… No. No fue porque los jueces, ni porque los fiscales. Pagaron porque la pueblada fue la que dijo basta. Porque la ochava se hizo más grande y se convirtió en todo Budge, todo Budge fue una inmensa ochava, toda la Argentina fue una gigantesca ochava, hasta hoy. Esta ochava se hizo grande y símbolo de lucha, en día contra la violencia institucional. El 8 de mayo. 

Eso sí, falta todavía para que el camino de esta ochava llegue a destino. Mucho. Porque siguió habiendo tardes y sombras malditas, hasta ayer no más, otros trabajadores, otros desocupados, otros empobrecidos, empujados contra paredones, contra veredas sin nombre, contra charcos y ríos helados en el sur, acusados de ponerse justo enfrente o de espaldas a las balas, o de ahogarse por su cuenta, también echados de estar con nosotros, echados de querer ser felices. … Entonces, che, muchachos, muchachas, vamos, a dónde está la pueblada que falta para terminar de una vez de hacer el camino que empezó esta ochava. 

Fue un hecho escandaloso, sí, en plena democracia. También fue un caso bisagra, a partir del cual se comenzó a visualizar la necesidad de poner al sistema policial en la mira de su adecuación al estado de derecho y la democracia. Pero al día de hoy en modo alguno se ha podido concluir el trabajo ni obtenido los resultados buscados. Pese a varios intentos, fallidos o abortados por intereses corporativos, nuestros sistemas policiales siguen siendo sistemas mayormente ineficaces, corrompidos, represivos y pensados no para seguridad y servicio a la población sino para el abuso, la violencia y los negocios de algunos.

Norma Díaz, madre de Camila Arjona, joven asesinada por un policía Federal en la Villa 20 de Lugano. Integrante de Madres en Lucha. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

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Esa balacera la seguimos escuchando. Retumba en nuestras cabezas, como una pesadilla eterna. Me llamo Raúl Álvarez, tengo 61 años y fui amigo de los jóvenes acribillados. Estoy dando una mano de pintura al monolito que llevará sus nombres, enfrente del mural que fue inaugurado en el acto del 8 de mayo, por los 35 años de la Masacre. Fijate que acá atrás, en la esquina donde los mataron, todavía se notan los agujeros de los disparos. Yo mismo podía haber sido asesinado, estuve un rato con los pibes en la esquina y después me fui a mi casa. El destino les jugó una mala pasada a ellos. A los pocos minutos escuché un par de tiros y después la ráfaga. Estaba en mi casa. Y pensé lo peor. 

Nos da alegría que el Estado haya venido a hacer la señalización por los 35 años de la Masacre de Budge. Pero no somos ejemplo de nada. Nunca lo fuimos. Simplemente dijimos basta como vecinos y exigimos justicia. 

Salís de este barrio para Capital y te discriminan con la mirada porque tenés los zapatos sucios o la camisa doblada. Y porque sos negrito. Eso a veces charlo con los policías, y eso lo entienden, pero nos dicen que acá hay banditas de pibes que se zarpan. No está mal que ellos los aprieten un poco, para que entienden, porque los pibes de hoy… 

Recuerdo que en Budge, durante la dictadura militar, la policía recorría el barrio en los autos, intimidando y secuestrando no sólo a los militantes populares, sino también a los jóvenes a la salida de los bailes. Balmaceda era un conocido y temido jefe de calle de Budge, en la comisaría de Puente La Noria. Nosotros, de chicos, íbamos a la Quema, y había cuerpos tirados, como en fosas comunes. Después nos enteramos de que eran guerrilleros. Si hasta jugábamos a decir, “ayer vi a un muertito con esta cara, o vestido así…y vos?”. 

Después de la Masacre, los vecinos nos autoconvocados en cuestión de horas, fue espontáneo. Y los milicos habían cortado la luz, no se veía un carajo. Un vecino trajo telas, otro caños, otro pinturas y así armamos pancartas y banderas. ¿Cuáles recuerdo? Uh, mi memoria es tremenda. A ver, te tiro algunos. “Budge no se olvida, se hizo justicia”, “Se va a acabar, se va a acabar, esa costumbre de matar”, “La muerte viaja en patrullero”, “Unidos busquemos justicia, para ayudar a los vecinos”, “Eran vecinos, no delincuentes”. 

Así nació la CAV. Nosotros, como jóvenes del barrio, en ese lapso dejamos de estudiar para no abandonar la vigilancia. Uno de los casos más resonantes fue cuando la policía hizo un apriete en la casa de un testigo, en las calles Campana y Espronceda. Rápidamente se movilizaron todos los vecinos, y eso que eran cerca de las dos de la mañana. Pudimos evitar que la cana siga impune. Es un logro pequeño, pero un logro al fin, ¿no?

Familiares, amigxs y vecinxs frente al mural en conmemoración a Agustín Olivera, Oscar Aredes y Roberto Argañaraz asesinados hace 35 años por la policía Bonaerense. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

Fuimos casa por casa a buscar testigos. Porque había sido un asesinato a sangre fría en la cara de los vecinos, la gente había salido a hacer sus compras o volvía de sus trabajos, era una hora muy transitada. Y hubo muchos que presenciaron la Masacre en vivo y en directo. Ahora existen abogados y oficinas del Estado que ayudan a la justicia, antes éramos nosotros solitos, y no sé cómo hicimos para darnos la confianza y la protección para cuidarnos. Teníamos todo el aparato del Estado en contra y en complicidad con los asesinos. Y después, encima, los canas estaban prófugos y nosotros nos hacíamos pasar por vendedores ambulantes, o por lo que fuera, para poder tener información de dónde estaban, en qué barrio, en qué zona, y así informar a la justicia. Nos jugamos la vida. 

A los testigos los tenían ocho, nueve horas. Quince días estuvieron declarando, les preguntaban el doble, el triple. Pero ellos no se dejaron vencer. Nosotros estábamos afuera de los tribunales con los bombos. A un vecino le tenés que llegar con convencimiento, hablándole con paciencia, no con apuro. Así hicimos para que pudieran ir a declarar y venzan el terror. 

Miedo ya no tenemos. Pero estamos alerta. Hoy la CAV sigue en pie, y eso que murieron muchos en el camino, casi todos los familiares de los pibes. Resistimos como pudimos. Nos ayudaron el periodismo, los organismos de Derechos Humanos, los sindicatos, los partidos políticos. 

Acá estamos, siempre en la esquina, vienen vecinos a donarnos ganchos de chorizos cuando hacemos un acto, pero también están los que nos miran mal. Eso siempre fue así. Nos tenemos a nosotros, a los amigos, a los vecinos, a los familiares que quedaron, venimos a pintar, a reunirnos, a charlar, a tomar un vinito, a cagarnos de risa, a darnos calor. Pasó el tiempo pero dentro nuestro hay un vacío, una angustia grande. 

Budge es tierra y asfalto, es pobreza y esperanza, es desempleo y pibes que caen en la droga, son los comedores y la solidaridad vecinal, es el abandono del Estado y la lucha día a día por parar la olla. Budge es esta esquina donde nos mataron la juventud, donde nos quisieron robar los sueños.

Con la Masacre de Budge se puso por primera vez en la Argentina a la policía en el banquillo de los acusados. Los tres policías que ejecutaron la Masacre de Budge, Balmaceda, Miño y Romero resultaron condenados, por fin cumplieron sus penas, es cierto. La gente conocía a esos tres secuaces. Por eso los identificaron. Pero falta mucho camino por recorrer todavía.

Lo que más aprendimos es que si no nos uníamos entre todos y alzábamos la voz, perderíamos la vida para siempre sin honrar a los tres pibes que eran nuestros amigos, y que hoy nos siguen guiando en cada marcha. Porque todos los 8 de mayo es una responsabilidad. Más allá que le ganamos el juicio a los canas, quedó la ley sobre violencia institucional, que es lo importante para nuestros nietos. No olvidar es la obligación del barrio.

Hoy quedamos poquitos. Pero después de estar encerrados en la pandemia, esperamos encontrarnos en la esquina con mucha emoción. Todos los sábados que nos reunimos comemos algo, nos reímos, ponemos algo de música, damos una mano de pintura a la esquina. Esperamos cada sábado como si fuéramos a la cancha de Boca, o como si nos preparáramos para ir a bailar entre amigos.

Madre de Miguel Bru, joven desaparecido el 17 de agosto de 1993 luego de haber sido detenido y torturado en la comisaría 9a. de La Plata. Lomas de Zamora, mayo, 2022. Foto: Manuel Pedregal

Juan Manuel Mannarino

Periodista, docente y licenciado en Comunicación Social. Investiga y publica sobre temas ligados a la violencia institucional en Infobae, El Cohete a la Luna, Revista Ñ, La Nación, Anfibia, Revista Crisis, La Agenda y Gatopardo, entre otros medios. Su texto “Marché contra mi padre genocida” recibió numerosos premios. 

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