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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

06/12/2021

Los fusilamientos de la estancia Anita, cien años después

El autor recuerda que los fusilamientos en la propiedad de la familia Braun Menéndez (donde algunos cálculos estiman en 1500 las muertes) se dieron mientras en la Argentina regía el Estado de derecho. “El primer gobierno electo por sufragio popular, el que representaba a la nueva generación surgida del cruce entre criollos y extranjeros, no reconoció a la Revolución Rusa y decidió cruzar la frontera de la Ley de Residencia: ya no deportación, sino fusilamientos para quienes, según la derecha argentina, querían implantar un soviet”, sostiene Csipka.

Hipólito Yrigoyen llegó al poder en 1916 y, con él, no solamente se produjo la primera victoria electoral bajo el imperio de la Ley Sáenz Peña sino, además, el acceso al gobierno de las masas populares que representaba el radicalismo. Eran sectores fraguados en el cruce entre criollos e inmigrantes. Justamente, quienes llegaron a la Argentina lo hicieron en muchos casos con ideas consideradas peligrosas por el orden conservador que buscaba proveerse de mano de obra barata. El anarquismo hizo eclosión en los primeros años del siglo XX. La Ley de Residencia buscaba tener a raya al movimiento ácrata. Fueron los años de la Semana Roja y la muerte del comisario Ramón Falcón a manos de Simón Radowitzky. Se suponía que Yrigoyen, como líder popular, iba a conciliar las tensiones.

Al año de asumido, se produjo la Revolución Rusa y el gobierno bolchevique no fue reconocido por la Argentina. Dos meses más tarde, Yrigoyen reprimió con una saña nunca antes vista en la era conservadora. La Semana Trágica de enero de 1919 dejó cientos de muertos, la irrupción de un grupo parapolicial (la Liga Patriótica Argentina), un pogrom en Plaza Miserere y la irrupción del Ejército como fuerza de represión y, por ende, como nuevo actor político.

Obreros patagónicos frente a la Sociedad Obrera. Foto: Gentileza Archivo Nacional de la Memoria

Los fusilamientos

Dos años después de aquel enero de sangre en el que Yrigoyen militarizó Buenos Aires, se produjo la huelga de los peones patagónicos. Como en la Semana Trágica, serían los militares los encargados de reprimir. A 1500 kilómetros de la capital, en plena estepa, se iba a consumar una masacre oscurecida durante décadas y que contó con la ayuda del capital concentrado, que se veía perjudicado por el reclamo y pedía un escarmiento a obreros a los que pintaba como maximalistas que buscaban la disgregación del territorio. Uno de los momentos decisivos de la masacre de los huelguistas se vivió en la estancia Anita. A partir del 7 de diciembre de 1921, allí se vivió un baño de sangre.

La historia relata que en ese lugar, un día antes de esa fecha, los huelguistas, que habían decretado la medida de fuerza debido al incumplimiento del convenio firmado en 1920 con los estancieros, realizaron una asamblea. Las fuerzas del Regimiento 10 de Caballería, al mando del coronel Héctor Varela, se habían dedicado a fusilar a los obreros en huelga y se acercaban a la estancia. El grueso de los peones se había reunido en la estancia ubicada a pocos kilómetros de El Calafate, en un paisaje dominado por la belleza del Lago Argentino y el imponente glaciar Perito Moreno.

Antonio Soto, líder de la huelga, sostuvo en esa asamblea la necesidad de continuar con la lucha y dejar el lugar antes de que llegaran las fuerzas de Varela. El chileno Pablo Schulz propuso seguir la lucha en la estancia y presentar batalla. Una tercera moción fue la de otro chileno, Juan Farina. Este planteó que había que entregarse a los militares sin luchar a cambio de que se garantizara la vida de los huelguistas. Fue la opción más votada. El capitán Pedro Viñas Ibarra, emisario de Varela, había dado el ultimátum: rendición sin concesiones. Cuando la moción de Farina se impuso, informaron a Viñas Ibarra que cedían. El capitán se comprometió a respetar lo prometido, cosa que no ocurriría.

Una situación similar había sucedido catorce años atrás, en otro diciembre, en Chile. Los obreros del salitre se declararon en huelga en el norte y se congregaron en la ciudad de Iquique en reclamo de mejoras salariales. La respuesta fue masacrarlos en la escuela en la que paraban. Se calcula que el Ejército de Chile acribilló hasta 3600 personas, entre hombres, mujeres y niños. La matanza ocurrió en la puerta de una escuela, en una ciudad, no dentro de una estancia, como pasaría en la Anita; y el componente anarquista como excusa para justificar semejante accionar no estaba tan arraigado en la clase alta chilena (en la Argentina de Yrigoyen se agitaba ese fantasma después de la Semana Trágica para justificar los hechos de Santa Cruz), si bien es cierto que había anarquistas entre los dirigentes obreros y  un ácrata quiso matar al jefe militar de la masacre, sin éxito, como sí lo tendría Kurt Wilckens en el caso del coronel Varela.

La estancia era (y es) propiedad de la familia Braun Menéndez, una de las principales fortunas entre los latifundistas de la Patagonia, y estaba afectada por la huelga, dado que se demoraba la esquila. La cantidad de obreros reunidos en la estancia está sujeta a debate, dado que no queda claro cuántos fueron masacrados. Se ha hablado de hasta 1500 fusilados. Lo cierto es que dentro de la estancia se perpetró una masacre y se cavaron fosas comunes.

Obreros patagónicos manifestándose el 1° de mayo. Foto: Gentileza Archivo Nacional de la Memoria

Las contradicciones

El baño de sangre perpetrado por las tropas al mando del capitán Viñas Ibarra se anticipó al modus operandi del Estado terrorista: una acción represiva clandestina, en la que las tropas abaten a quienes presuntamente se resisten, en un enfrentamiento que no deja muertos ni heridos del bando militar. Osvaldo Bayer radiografió la magnitud de la represión patagónica, la sacó del olvido medio siglo después de los hechos y se enfrentó a las Fuerzas Armadas (lo pagó con el exilio), muy pocos años antes de que los militares montaran una estructura represiva a nivel nacional que reconoce como parte de su linaje no solamente a los fusilamientos del 56 y el bombardeo de Plaza Mayo, sino también, en su génesis, a la Semana Trágica, los hechos de La Forestal y la huelga patagónica, cuando el Ejército fue convocado a reprimir y, sin haberlo buscado, Yrigoyen lo convirtió en un actor político y pavimentó el camino hacia el golpe de 1930.

Bayer disecciona de manera implacable los hechos de la estancia en el segundo de los cuatro tomos de La Patagonia rebelde. Allí apunta que, en su comunicado oficial, Viñas Ibarra “reconocerá solamente la muerte de ‘unos siete’ huelguistas –que son evidentemente los fusilados en la noche del 7 al 8- y como siempre la adjudicará a la resistencia de estos”. Los testimonios recogidos por Bayer le permitieron verificar que el subteniente Juan Frugoni Miranda comandó el pelotón que fusiló a los siete huelguistas. Sin embargo, Viñas Ibarra escribe que se capturó a “420 revoltosos prisioneros” y que “de resultas del tiroteo contras los que combatieron por fugarse resultaron unos siete muertos y muchos heridos que consiguieron perderse entre la oscuridad de la noche”.

El propio parte del capitán lo desmiente por el manejo de cifras. Primero, porque no da un número preciso al decir “unos siete muertos”. Afirma Bayer: “Evidentemente esta imprecisión se usó por las dudas de que posteriormente aparecieran unos finaditos más y hacer más elástica la cifra”. Segundo, porque unos párrafos antes dice que un grupo “que aprecio entre 500 y 600” se entregó a sus fuerzas después de la asamblea en la que los obreros aprobaron la rendición. Pero resulta que admite 420 prisioneros, 80 menos si eran 500; 180 menos si los huelguistas eran 600. “Es decir que entre 80 y 180 estaría la cifra de huelguistas desaparecidos, en otras palabras, muertos o ejecutados”, añade Bayer. Esos números son similares a los que le fueron proporcionados por el gobernador Edelmiro Correa Falcón y el comisario Isidro Guadarrama, entre 120 y 140.

Bayer lo resalta en base a un informe que deja más dudas que certezas: “Por otra parte, mientras el capitán nos dice que fueron tomadas 180 armas largas nos manifiesta en el comunicado militar que resultaron ‘unos 7 muertos’. Esta imprecisión puede resultar sospechosa porque o encontraron 7 cadáveres o encuentran menos o más pero nunca ‘unos 7 cadáveres’”.

A diferencia de masacres posteriores como los fusilamientos clandestinos de José León Suárez o hechos de la dictadura militar de 1976 que se fraguaron como enfrentamientos (la masacre de Margarita Belén, por ejemplo), en la Argentina de 1921 regía el Estado de derecho. El accionar de Varela se anticipó en medio siglo a la militarización de Tucumán que convirtió a esa provincia en la prueba de probeta del terrorismo estatal. Yrigoyen no fue derrocado inmediatamente después de la masacre patagónica, como sí le sucedió a Isabel Perón, justamente porque el Ejército de 1921 estaba en tránsito a convertirse en el factor de poder que fue desde 1930, cuando sí cayó el Peludo. Aunque la Década Infame no dio a luz un Estado terrorista, sino policial.

Huelguistas rendidos en Estancia La Anita, quienes serán detenidos por el capitán del ejército argentino Pedro Viñas Ibarra y luego fusilados. Lago Argentino, Santa Cruz. 1921. Foto: Kirchner. Gentileza Archivo Nacional de la Memoria

La impunidad

El Congreso Nacional tuvo la responsabilidad de analizar los hechos de Santa Cruz. El radicalismo era mayoría y, se sabe, Yrigoyen tenía un liderazgo vertical; alcanza con recordar que ordenó intervenciones federales a provincias con gobernadores a los que consideraba díscolos. El 20 de marzo de 1922, tres meses después de su campaña en Santa Cruz, el coronel Varela elevó una nota al comandante de la Segunda División del Ejército. En ella le decía que el Presidente “me ha manifestado su conformidad con el procedimiento empleado por las tropas a mi mando en el movimiento sedicioso de la Patagonia, no permitiendo que se efectuara investigación alguna sobre el proceder de las tropas”.

Yrigoyen avalaba lo actuado, se lo hacía saber en persona al jefe militar de la represión y obturaba toda pesquisa. De ahí a que naufragara toda indagación en el ámbito parlamentario había un paso. De hecho, pesaba el antecedente directo de la Semana Trágica. El general Luis Dellepiane comandó una represión que implicó militarizar la ciudad de Buenos Aires y la violencia estatal de enero de 1919 quedó impune. Si hechos que incluyeron un pogrom en pleno centro porteño no recibían castigo, menos podía importar lo que ocurriera en una provincia austral a más de mil kilómetros.

A esto se suma un componente central, sin el cual no se hubiera consumado una carnicería en Santa Cruz: la presión del bloque de terratenientes, que pidió auxilio al gobierno nacional para terminar con la huelga. Si los estancieros no hubieran jugado como lo hicieron no habría habido intervención militar, así como es un hecho que, durante la Semana Trágica, Alfredo Vasena (el dueño de la empresa metalúrgica donde comenzó el conflicto) se reunió con Yrigoyen en la Casa Rosada acompañado por embajador inglés. Política y gran capital iban de la mano.

El primer gobierno electo por sufragio popular, el que representaba a la nueva generación surgida del cruce entre criollos y extranjeros, no reconoció a la Revolución Rusa y decidió cruzar la frontera de la Ley de Residencia: ya no deportación, sino fusilamientos para quienes, según la derecha argentina, querían implantar un soviet. Basta ver la retórica de la Liga Patriótica y de los estancieros patagónicos. La autoría material fue, claro está, de los militares, pero el rol del bloque civil, como ocurriría en el futuro, resultó indisimulable.

Varela y otros militares junto a estancieros locales. Foto: Gentileza Archivo Nacional de la Memoria

Los civiles

La unión de las familias Braun y Menéndez les permitió tener casi un millón y medio de hectáreas, más de un millón de ovejas y una producción anual cercana a los cinco millones de kilos de lana. Se entiende que el conflicto con los obreros implicaba que se frenase la esquila, lo cual afectaba las ganancias. Cuanto antes se resolviese la huelga, menor sería la pérdida. Por eso se procedió a la vía expeditiva: el Ejército. Dentro de la Anita se perpetró la masacre y los soldados enterraron los cuerpos en fosas comunes sin identificar.

En ocasión de la película documental La vuelta de Osvaldo Bayer, el escritor y periodista recorre Santa Cruz y recrea la investigación. Sobre el final se ve el cara a cara de Bayer con Federico Braun, el dueño de La Anónima y propietario de la estancia Anita. Braun admitió que no se hablaba en su familia de los hechos de 1921, que se enteró por La Patagonia rebelde y que “seguramente, como en todo hecho de esa magnitud, habrá tenido sus responsables de ambos lados, falta de comunicación, de entendimiento”. También afirmó que, por lo que había leído “no estaba mal el peón rural en ese momento” y manifestó no tener problemas en que se hicieran excavaciones, previa firma de un convenio. A comienzos de 2015 comenzaron allí los trabajos de un equipo de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral. Al segundo día se hallaron restos pero no se ha podido establecer si pertenecen a obreros fusilados. Mientras, la memoria persiste en el lugar: un cenotafio recuerda la masacre y se presentó un proyecto de ley para declarar la matanza como crimen de lesa humanidad. La iniciativa propone indagar en el destino de los restos de quienes fueron fusilados.

Un siglo después, se agitan fantasmas similares en el Sur, ya no sobre anarquistas y la amenaza de un soviet patagónico, sino acerca de terrorismo mapuche, con una retórica similar a la que fundamentó la represión. Al mismo tiempo, Carlos Blaquier, empresario poderoso del azúcar al que se acusa de un rol clave en la desaparición de obreros durante la dictadura en el Ingenio Ledesma, irá a juicio por su participación durante el terrorismo de Estado. El centenario de la masacre de la estancia de los Braun Menéndez coincide con una prédica parecida desde una prensa que usa una retórica que no dista de la de 1921, mientras un miembro del bloque civil del Proceso tiene que dar respuestas que nunca dieron los civiles de hace un siglo.

Fosa común en Estancia Anita. Los restos aún no han sido identificados. Foto: Gentileza Archivo Nacional de la Memoria

Juan Pablo Csipka

Periodista. Nació en Florida, provincia de Buenos Aires, en 1979. Estudió en la Universidad del Salvador. Trabajó en medios gráficos y digitales desde 2003, como la revista La Tecla y Diario Z. Se desempeña en Página/12 desde 2016. Ha publicado Los 49 días de Cámpora. Crónica de una primavera rota, en 2013. Colaboró en el volumen grupal Las mil y una noches peronistas, aparecido en 2019 y fue parte del equipo de investigación del libro Desaparecer en democracia, de Adriana Meyer.

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