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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

19/08/2016

Soldados de plomo

Las guerras y su recuerdo constituyen una materia prima fundamental para las historias nacionales. Los relatos de guerras de liberación o independencia se nutren de episodios bélicos, o de campañas de conquista y aún exterminio. En este marco también se inscribe Malvinas. ¿Cómo recuperar el honor aun sin una victoria?, se pregunta en esta nota el director del museo que honra a los excombatientes pero que la vez se propone la difícil tarea de la memoria crítica, la reparación histórica y la verdad establecida a través de la justicia. 

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Lector, le propongo un ejercicio sencillo. Que esté en el país en el que esté, sea del lugar que sea, recorra con la mente las principales fechas patrias, los monumentos, los sitios históricos, las conmemoraciones que sienta más propias y que tengan que ver con la historia de su país, y que retenga cuántas de esas imágenes, nombres y lugares tienen que ver con la guerra o con sus protagonistas. Son muchas, ¿verdad? Según sea esa nación en la que nació o vive, probablemente otras tantas remitan a víctimas de otros episodios violentos en los que la idea de patria, de alguna manera, estuvo involucrada en actos de violencia.

La guerra y el sacrificio tienen un antiguo maridaje con las identidades colectivas. En principio, en un relato épico que instaló los hitos para dar mayor fuerza a la conformación de las identidades nacionales: el Cid Campeador, la toma de la Bastilla, el rebelde Espartaco, la batalla de Ayacucho, la toma del Palacio de Invierno, el Blitz sobre Londres... Mártires de la patria, de la revolución, de la fe, de la clase. Sin embargo, luego de la Segunda Guerra Mundial, hubo un cambio muy importante: las conmemoraciones prestaron más atención a la figura de las víctimas: del Holocausto, de los bombardeos… incluso los combatientes pasaron a ser vistos de esa manera.

Aún así el repertorio bélico asociado a la historia colectiva no retrocedió, solo fue resignificado: los combatientes fueron víctimas de la guerra, de sus jefes, del deber que los obligaba a hacer algo que no querían hacer. Los poilus, los soldados franceses de la Gran Guerra, por ejemplo, pueden ser vistos en muchas obras recientes como héroes tanto por haber vencido a los alemanes como por haber soportado la guerra. Y en este último caso, este atributo los acerca a sus antiguos enemigos, ya que en el Frente Occidental sufrieron lo mismo. Muchas veces, además, no se necesita ser vencedor para ser homenajeado: allí está el ejemplo del bando perdedor en la Guerra Civil Española, o los combatientes de Varsovia.

Las guerras y su recuerdo constituyen una materia prima fundamental para las historias nacionales. Los relatos de guerras de liberación o independencia se nutren de episodios bélicos, o de campañas de conquista y aún exterminio (aunque vestidas como luchas por la civilización y el progreso). En general, se trata de victorias o de heroicas resistencias.

Pero ¿Es que siempre es posible transformar la historia de una derrota en un relato heroico? ¿Dónde está prescripto que deba ser así? ¿Qué consecuencias tiene esto para el orgullo nacional? ¿Para la identidad colectiva? ¿Para la memoria de los sobrevivientes, que deben convivir con un relato público sobre su propia vida que no los satisface, porque los coloca en el lugar de las víctimas? ¿Qué sucede si la derrota que ennoblece en muchos casos tuvo más que ver con errores, abusos e improvisaciones del propio campo, de sus propios jefes, que con la acción de las fuerzas enemigas?

Estas preguntas son especialmente relevantes cuando evocamos la historia de la guerra de Malvinas. El único conflicto armado convencional en el que participó la república Argentina en el siglo XX fue una breve guerra planeada y conducida por la última dictadura militar argentina. Sin embargo, conmocionó a la sociedad. La alegría por la recuperación (que sería efímera) se proyectó en una inmensa solidaridad para con los soldados enviados a combatir a las islas, conscriptos de entre 18 y 20 años en su gran mayoría. La derrota, dos meses y días después, produjo una gran frustración, que alimentó los cuestionamientos a los dictadores y precipitaron su entrega del poder (tuvieron que convocar a elecciones para el año siguiente).

Las guerras y su recuerdo constituyen una materia prima fundamental para las historias nacionales. Los relatos de guerras de liberación o independencia se nutren de episodios bélicos, o de campañas de conquista y aún exterminio (aunque vestidas como luchas por la civilización y el progreso). En general, se trata de victorias o de heroicas resistencias. Los argentinos aprendimos en la escuela que los ciudadanos de Buenos Aires expulsaron de su ciudad en dos ocasiones a los ingleses, en 1806 y 1807 (“descubrimos nuestra identidad antes de ser una patria”, escribieron algunos), que un general que había combatido en España contra los franceses, José de San Martín, planificó y condujo una de las hazañas militares más importantes de la historia de América, el cruce de los Andes, para llevar la guerra contra los realistas en Chile y Perú. Pudo hacerlo, entre otras cosas, porque un ignoto sargento correntino, Juan Bautista Cabral, lo rescató de debajo del cuerpo de su caballo, que lo aplastaba tras morir por la metralla española durante el combate de San Lorenzo (1813). El correntino murió por salvar a su jefe: “Muero contento, hemos batido al enemigo”, cuenta la tradición que tuvo tiempo de decir.

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Generaciones enteras de argentinos nos hemos disfrazado de granaderos (el cuerpo de caballería fundado por San Martín)  o patricios (el regimiento de porteños que enfrentó a los ingleses) para los actos escolares durante las fiestas patrias, o aprendimos que San Martín “renunció a la gloria” ante Bolívar durante su encuentro en Guayaquil, y se retiró austeramente porque lo más importante era la independencia americana; y que ya en el exilio, rechazó las propuestas de las distintas facciones en las que se habían dividido las provincias argentinas durante las guerras civiles, pues no utilizaría su sable en una guerra fratricida.

El repertorio simbólico nacional argentino, en lo que a la historia se refiere, abreva fundamentalmente en el siglo XIX: salvo por la guerra de Malvinas, la Argentina no guerreó durante el siglo XX. Episodios menos presentables, como la guerra de exterminio contra los aborígenes que poblaban el actual territorio argentino, o la guerra contra el Paraguay, no ocupan un espacio tan importante en la historia oficial, transmitida sobre todo en las escuelas, aunque tiene mayor peso en la historia institucional de las Fuerzas Armadas. Otro espacio privilegiado para la transmisión de esa historia fue el servicio militar obligatorio, vigente en la Argentina entre 1904 y 1995.

Los militares ingresaron de lleno en la política moderna con el golpe militar del 6 de septiembre de 1930, que derrocó al presidente radical Hipólito Yrigoyen. Y fue otro militar, el coronel Juan Perón, quien, tras participar en otro golpe militar, en 1943, condujo un hecho revolucionario que generó el ingreso de las masas obreras a la política argentina. Sus camaradas de armas, en alianza con sectores civiles antipopulares lo arrojaron del poder mediante otro golpe, precedido por un despiadado bombardeo a la Plaza de Mayo que masacró a centenares de civiles indefensos en junio de 1955.

Desde mediados del siglo XX, las fuerzas armadas argentinas se prepararon, sobre todo, para combatir al enemigo interno, en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, al igual que las de otras naciones latinoamericanas en el contexto de la Guerra Fría: combatirían a la “subversión”, encarnada en los resistentes peronistas y los militantes de izquierda, los disidentes culturales, los sindicalistas, estuvieran armados o no. Esas Fuerzas Armadas, con esa ideología y esa preparación, son las que tomaron el poder en 1976 en la Argentina y transformaron al país en un campo de concentración, en el marco de lo que llamaron “Proceso de Reorganización Nacional”. Lo hicieron alimentadas por el ideario patriótico que en mayor o menor grado compartían millares de argentinos.

Y fue desde esa idea que los militares en el poder, en 1982, decidieron planificar y conducir la recuperación de las Islas Malvinas, concebida como una causa nacional. El 2 de abril de 1982, los argentinos amanecieron con la noticia de que luego de 149 años, en el archipiélago austral ondeaba nuevamente la bandera celeste y blanca.

La euforia fue breve. Tras la derrota, la sociedad argentina tuvo que comenzar a hacerse a la idea de que no había habido un “ejército combatiente en Malvinas” y otro “represor”: eran el mismo. Sin embargo, esta no fue, ni es, una tarea fácil. La idea de la patria y las representaciones acerca de esta, las décadas de sedimentación de una historia nacional fuertemente arraigada en las acciones militares, en un pasado guerrero glorioso y ejemplar, y los centenares de vidas sacrificadas en nombre de esos ideales malversados por una dictadura sanguinaria dificultaron la tarea.

En Aquellos soldaditos de plomo, una canción de 1982, Víctor Heredia (un artista perseguido por la dictadura cuya hermana está desaparecida) expresó tanto el clima de época como, acaso más extrañamente dada su historia, la nostalgia del viejo ejército, el que había nutrido su infancia:

De pequeño yo tenía un marcado
sentimiento armamentista;
tanques de lata, de cromo y níquel
y unos graciosos reservistas de plomo,
a mano pintados, con morriones colorados
que eran toda una delicia para mi mente infantil...
...yo me creía, como creía en el honor
del paso del batallón dentro de mi habitación;
era todo un general dirigiendo la batalla,
y el humo de la metralla acunaba mi pasión
por los gloriosos soldados que, sable en mano
avanzaban sobre aquel cruel invasor
que atacaba mi nación...

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Hoy no está bien visto que los niños jueguen a los soldaditos (aunque despliegan sus habilidades en decenas de juegos violentos en formato electrónico). Pero jugar con las pequeñas figuritas armadas era un pasatiempo común a muchas generaciones de argentinos. Lo fue para mí, que tenía once años en 1982, cuando ocurrió la guerra de Malvinas. Guerra que viví desde muy lejos, en Buenos Aires, solamente a través de los diarios, o escribiendo cartas para los soldados en las islas, desplegando a mis guerreros de plástico en batallas imaginarias en el suelo de mi casa en las que los argentinos siempre ganaban y los ingleses eran repelidos. La guerra de Malvinas es el primer recuerdo histórico fuerte que conservo.

La dictadura, con la represión y con la guerra en el Atlántico Sur, tronchó no sólo las ilusiones que evoca Víctor Heredia, sino la imagen que volvía placentero y estimulante jugar con aquellos soldaditos, y que a la vez evocaba un modelo de país que ya no sería el mismo, sencillamente porque había sido derrotado, también, en las Malvinas, así como había descendido hasta el infierno de las violaciones a los derechos humanos a lo largo y a lo ancho de su territorio:

...sangre de entonces, sangre vertida,
toda mi niñez vencida por el tiempo que pasó.
De las banderas, sólo jirones; de los morriones
Empenachados, sólo un recuerdo desmadejado de dolor...
...¿qué nos pasó, cómo ha pasado?
¿Qué traidor nos ha robado
la ilusión del corazón?
Creo que quiero cerrar los ojos
para no ver los despojos de lo que tanto
amaba entonces.

Que vuelva el bruñido del bronce,
que se limpien las banderas;
yo quiero ser una fila entera de soldados desfilando
y todo un pueblo cantando con renovada pasión.
Quiero de nuevo el honor
aunque no existan victorias,
quiero llorar con la gloria de una marcha militar,
y un banderín agitar, frente a un ejército popular...

¿Cómo recuperar el honor, como deseaba Heredia, aun sin una victoria? En el caso de la guerra de Malvinas, es una tarea difícil: el sacrificio de millares de argentinos estuvo manchado por los deliberados intentos de la conducción militar de utilizar “la guerra justa” de Malvinas y el apoyo popular que suscitó para diluir las responsabilidades por su catastrófica conducción y morigerar las denuncias por la represión ilegal. Disfrazaron sus impericias e improvisaciones, en el caso de la guerra contra los ingleses, incluyéndolas en la épica de las dificultades que sus hombres debieron sortear. El sacrificio en nombre de la patria, los ideales que esta idea implica, bloquean los matices, las diferencias y, entonces, lavan las culpas. Miradas de ese tipo regresan cada tanto: lo hicieron en el desfile del 9 de Julio en Tucumán, lo hizo Barreiro en su alegato del juicio de La Perla; lo hizo hace unos días un editorial de La Nación  que reclamó que “cese la hostilidad cultural hacia los militares argentinos”.

Suponiendo que tal hostilidad exista, surgen dos evidencias: la primera, que son los críticos de esta situación quienes la han exacerbado con su propia negativa a asumir las responsabilidades, a hacer borrón y cuenta nueva en nombre de ideales sagrados. En segundo término, que como las Fuerzas Armadas que reprimieron a su propio pueblo son las mismas que combatieron en Malvinas, un ejercicio elemental de crítica, identificación de responsabilidades y reparación aún está pendiente en la Argentina. El camino, entonces, pasa fundamentalmente por profundizar lo que desde 1983 es una decisión de la sociedad argentina: el recuerdo crítico, la reparación histórica, la verdad establecida a través de la justicia. Convergen en este trabajo de la memoria distintos actores sociales y estatales: las agrupaciones de ex combatientes y veteranos de guerra, las escuelas, diferentes asociaciones, distintas instituciones. El trabajo del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, en este contexto, es difícil pero promisorio: se ubica en ese lugar a veces contradictorio y siempre en disputa, recoge esa tradición democrática y busca profundizarla con sus producciones, sus actividades y, sobre todo, junto a sus visitantes.

*El autor es Director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, ubicado en el predio de Ex-Esma.

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